1978
Mil novecientos setenta y ocho,
letrado sordomudo,
será un año cualquiera
de esos que pasan
como muchacha tímida
en baile de fin de curso.
1978, casi ochenta, casi olvido.
Casi sombra fugitiva
sobre la piel de los epitafios,
o una página que se arranca fácilmente
de todos los periódicos.
¿Mas quién borrará de mis ojos el asombro
de hallarme desnuda y sola
frente al acechante murmullo de su fiereza,
y de su impasible frialdad de policía
en cuya boca cerrada no entran moscas
ni es posible ya la sonrisa?
Mientras yo aprendía las tablas de multiplicar,
las normas de acentuación,
la fotosíntesis, los where, what, when y who,
los adultos gritaban consignas o afectaban discursos,
marchaban u ordenaban, amenazaban o temían.
Mientras yo jugaba con la Barbie
y en las noches me desvelaba
la inminente invasión de los marcianos
mucho más que los misiles rusos,
en los balcones y en las plazas,
en la universidad y en el Capitolio
los adultos conspiraban o encubrían,
se acusaban, se defendían,
se rascaban nerviosamente las calvas.
Era lógico, por supuesto,
que el miedo les hiciera apretar los puños
para golpear o resistir.
Hasta que se oyeron los disparos.
Entonces fue lógico, por supuesto,
enterrar juntos, muy hondo, el cadáver
para comenzar felices el nuevo año.
Hasta que las carpetas se abrieron.
Y te fue lógico, por supuesto,
cerrarlas por el bien de los niños
cuya memoria subestimas.