La ira de los dioses: religión, guerra y paz
“No te ofrezco la paz, hermano hombre,
porque la paz no es una medalla:
la paz es una tierra esclavizada
y tenemos que ir a libertarla…
Que los templos se doblen desangrados
Con arrojarnos al amor nos basta”.
–Jorge Debravo
El siglo guerrero
En ocasión de celebrarse el primer centenario del premio Nobel de la Paz, en diciembre de 2001, en Oslo, Noruega, el eminente historiador británico Eric Hobsbawm dictó una conferencia bajo el título “Guerra y paz en el siglo veinte”. A partir de sus observaciones, podemos llegar a las siguientes conclusiones:1. Las guerras del siglo veinte han sido las más mortíferas en la historia de la humanidad. Causaron, directa o indirectamente, aproximadamente 187 millones de muertes. Proliferaron las guerras de todo tipo y los impresionantes adelantos en la tecnología militar multiplicaron geométricamente sus consecuencias fatales.
2. Se erosionó, en ese siglo veinte, la distinción, fundamental para las doctrinas clásicas de la guerra justa, entre combatientes y civiles. La guerra dejó de visualizarse como conflicto entre ejércitos y se convirtió en confrontación entre naciones. De Guérnica a Hiroshima hay una fatal y trágica continuidad lógica, la cual prosigue en los bombardeos contra Bagdad y Belgrado, y culmina en las represiones masivas que los ejércitos centroamericanos ejecutaron contra indefensos poblados civiles en El Salvador y Guatemala. Si los cálculos de bajas civiles fueron de aproximadamente 5 por ciento en la Primera Guerra Mundial, éstos se elevaron a 66 por ciento en la segunda. Hoy se estima que 80 a 90 por ciento de los afectados seriamente por ataques bélicos son civiles. La ciudad, eje de la vida social, pierde su inmunidad y se convierte en blanco privilegiado del bombardeo, laberinto del terror bélico, metáfora del infierno. Guérnica, Dresden, Tokio, Hiroshima, Nagasaki, son parábolas horrendas de un Hades dantesco.
3. A pesar de intensos esfuerzos por establecer un sistema de estructuras internacionales capaz de resolver conflictos políticos mediante procesos multilaterales de negociación, al final del siglo veinte la guerra persistió como recurso privilegiado para proseguir, como diría Clausewitz, la política por otros medios. El tratado Kellogg-Briand proclamó, en 1928, el fin de las guerras. Pronto valdría menos que el papel en que se redactó. El sombrío dilema, al culminar el segundo milenio, era: un sistema multilateral de consensos, relativamente inadecuado, o el unilateralismo de una súper potencia, querellante, fiscal y juez de conflictos mundiales. Estados Unidos ha utilizado la tragedia del 11 de septiembre de 2001 como catapulta para proclamar, como doctrina de seguridad nacional, la guerra preventiva del fuerte contra el débil. No le costó mucho esfuerzo al gobierno estadounidense desmantelar las frágiles estructuras internacionales de conciliación y asumir el rol tejano de “sheriff” autodesignado de gruesos asuntos que competen a toda la humanidad. Es una postura que en ocasiones, como en la invasión de Irak, hace caso omiso del derecho internacional.
Hobsbawm no destaca, sin embargo, tres elementos de ese mortífero siglo veinte que son cruciales para entender su obsesión bélica: la concentración de las guerras en las áreas más afligidas socialmente de la humanidad, la insensibilidad ante el dolor del “otro” y la pasión ideológica.
1. Hubo, en el siglo veinte, una sucesión trágica de guerras menores, en ocasiones catalogadas de “baja intensidad”, pero de enorme costo humano y social para los pueblos involucrados. La llamada “guerra fría” se acompañó de innumerables conflictos bélicos que ensombrecieron buena parte del planeta. Corea, Vietnam, Camboya, Laos, Angola, Mozambique, Israel, Palestina, Jordania, el Líbano, Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Colombia, Ruanda, Sierra Leona, Argelia, Liberia, Etiopía, Eritrea, Irak, Irán, Afganistán, India-Pakistán-Bangladesh, entre otros países, fueron escenarios de confrontaciones armadas que causaron graves daños a su población. El escalofriante escudo nuclear parecía preservar la paz únicamente para las naciones euroatlánticas incorporadas a los dos grandes pactos político-militares que a la sazón se repartían el dominio mundial. El resto de la humanidad, aquella que ya sufría el flagelo de la miseria social y económica, quedó libre para incontables guerras, incitadas por causas endógenas y exógenas, y alimentadas por una feroz competencia en la venta de armamentos. Tras el descalabro del bloque soviético y el pacto de Varsovia, la paz no prevaleció. Los empeños guerreros asumieron otros perfiles: las exclusiones nacionales, étnicas, culturales y religiosas. En Ruanda, Croacia, Bosnia, Kosovo, Armenia, Azerbaiyán, Georgia y Palestina, las diferencias étnicas y culturales resucitaron rencores ancestrales. Los odios no amainaron, sólo mutaron sus matrices y disfraces.
2. Al examinar la imagen que del “enemigo” se configura para incitar a la muerte masiva, se descubre, soterrado bajo el discurso de intereses vitales y seguridad nacional, un hondo desprecio hacia el dolor y la aflicción de quienes se distinguen por su raza, color, lengua o cultura. Al menospreciar las marcas visibles de su ser, se facilita su subyugación o su exterminio. Solo así puede explicarse la atroz crueldad que seres humanos comunes perpetran contra quienes reconocen no como prójimos, sino como enemigos, por la diferencia en la pigmentación de su piel, sus formas de rezar, su idioma, su memoria nacional o sus tradiciones. Serbios, croatas y bosnios, hutus y tutsis, georgianos y abjasianos, judíos y palestinos, irlandeses católicos y calvinistas, sudaneses cristianos e islámicos, turcos y curdos, rusos y chechenos, ladinos contra comunidades autóctonas en Centroamérica, la lista es interminable, se sumergen en un abismo de hostilidad que parece capturar sus corazones y mentes y que sirve de pretexto para acciones de inmensa crueldad. El Shoah es quizá su expresión mayor, pero no necesariamente la única, en la historia del siglo veinte o de la humanidad.
3. La pasión ideológica, en ese trágico siglo, fue todo un carnaval de convicciones homicidas. En nombre de la pureza racial y la supremacía nacional, de la igualdad social y la abolición de las clases, del control del partido o del proletariado, de la liberación nacional o de la hegemonía global del libre mercado y el capital, de la democracia y los derechos humanos y, finalmente, en honor de los dioses celosos y airados, pueblos y naciones se lanzaron con fervor y pasión a la tétrica empresa de matarse entre sí. El siglo de grandes adelantos científicos y técnicos fue también época de intensas pasiones homicidas. Solo dos siglos después que la Ilustración europea proclamase el triunfo de la racionalidad ecuánime y serena, y que Immanuel Kant pronosticase la paz cosmopolita y la conversión de la religiosidad en ética solidaria, pasiones de sangre y suelo, dioses y cultos ensangrentaron la faz de la humanidad.
Ese sangriento siglo veinte, marcado por la memoria de Auschwitz, Hiroshima, el Gulag, dos guerras globales y centenares de sangrientos conflictos regionales puede resumirse, al fin de cuentas, en el famoso poema de W. B. Yeats, tan preñado de resonancias religiosas y apocalípticas, “The Second Coming”:
“Things fall apart; the centre cannot hold;
Mere anarchy is loosed upon the world,
The blood-dimmed tide is loosed, and everywhere
The ceremony of innocence is drowned;
The best lack all convictions, while the worst
Are full of passionate intensity.”
El terror en la mente de Dios
Lo curioso es que en ese siglo veinte se hizo innumerables veces la guerra con la pretensión de terminar con la guerra. Las declaraciones y acciones de guerra se acompañaban, indefectiblemente, con devotas proclamas de concordia universal. Desde la guerra ruso-japonesa de 1904 hasta la invasión a Irak, la masacre humana ha invocado sacrílegamente los ideales de la paz. Es la sisífica paradoja: hacer la guerra en aras de la paz. Cada adelanto científico y tecnológico militar se justificó de esa manera, como un nuevo sacramento de la paz mundial, hasta culminar en el espeluznante sistema de destrucción nuclear de la civilización humana, erigido paradójicamente para protegerla. La amenaza de destrucción universal, se dijo, sería la garantía de la seguridad global. Una bipolaridad estratégica espantosa que, curiosamente, parodiaba el mito religioso según el cual el horror al infierno conduce al umbral del cielo. Potencial guerra absoluta como rito bautismal de la paz universal.
Parecía inicialmente el siglo de la guerra secular, en el cual la pasión ideológica proclamaría la aurora de los dioses profanos: la supremacía de la nación, la sociedad igualitaria, la apocalíptica lucha de clases, la liberación nacional, la globalización del mercado, el reino del sufragio universal y secreto. Era la devoción profana a los altares irreverentes y heterodoxos de la secularización. Las tribulaciones religiosas parecían restringirse a los rincones íntimos del alma devota o a la quietud de los templos.
Sin embargo, los celosos e implacables dioses de antaño preparaban su retorno en espectaculares teomaquias. A fines de ese siglo veinte, piadosos adoradores de Yahvé, Jesucristo y Alá proclamaron la cólera divina mediante la declaración de guerras santas, que desdicen las sosegadas normas intersubjetivas de la Ilustración y la modernidad. Se revivió el volcán de las pasiones religiosas, con nuevas generaciones de fundamentalismos. Quienes creían que con la Paz de Westfalia (1648) nos habíamos librado de las guerras religiosas se muestran perplejos ante el retoñar de la belicosidad sagrada.
Muchos teóricos del secularismo y la modernidad se sorprenden por el resurgir de la pasión religiosa beligerante, esa “venganza de Dios” (revanche de Dieu) como lo ha descrito Gilles Kepel, un islamista francés. Quienes estudiaban el auge, a mediados del siglo pasado, del nacionalismo árabe secular y socializante, quedan perplejos por el fuerte desafío que el integrismo islámico le presenta en la batalla por los espíritus. La yihad retoma sus matices más sombríos y avasalladores. Algo similar acontece en el sionismo. Muchos abandonan su herencia socialista, democrática y plural y se adhieren a posturas dogmáticas sobre la promesa divina, inscrita en la Tanakh, de un Israel ampliado. En el subcontinente indio, se revive la violencia entre hindúes y musulmanes, conmoviendo el paradigma nacionalista de Gandhi y Nehru de una sociedad tolerante y pluralista. En Sri Lanka, la sangrienta guerra civil de dos décadas entre sinaleses y tamiles tuvo como fondo ideológico no solo sus diferencias étnicas y culturales, sino también el que los primeros son mayoritariamente budistas y los segundos hindúes.
Aún el pacífico budismo puede convertirse en fuente de inspiración para el terror sagrado, como lo demostró el ataque con sustancias químicas al subterráneo de Tokio protagonizado por la secta japonesa Aum Shinrikyo, en 1995. En la fragmentada Yugoslavia, la fe de los ortodoxos serbios y macedonios, de los católicos croatas y de los musulmanes bosnios y albanos, ha funcionado como criterio de exclusión y antagonismo. El fundamentalismo estadounidense conjuga la idolatría de la letra sagrada, arcaicos milenarismos, la tradición nacional del “destino manifiesto” y la represión de la alteridad. A pesar de la opulencia económica y el poderío militar de su nación, la derecha fundamentalista norteamericana imagina con pavor diabólicos ejes de maldad cósmica. Es la paradoja de la violencia religiosa: la simultaneidad de la piedad y la crueldad, de la comunión entre los fieles y la hostilidad contra los infieles y herejes.
En la época que algunos tildan de posmoderna, uno de cuyos pilares parecía ser la proclama nietzscheana de la “muerte de Dios”, renace por todas latitudes la pasión religiosa. La religión importa, y de tal manera que muchos adeptos están dispuestos a matar y a morir por su fe.
Terror in the Mind of God: The Global Rise of Religious Violence (2000) del profesor norteamericano Mark Juergensmeyer, estudia los mecanismos mentales e ideológicos de esa transición a la guerra santa y su conversión en terrorismo religioso. Se da cuenta el autor que es un proceso que no se limita a los tres grandes monoteísmos que el imaginario mediterráneo ha privilegiado, sino que también se manifiesta en algunas religiones orientales, como el hinduismo y el budismo. Juergensmeyer ha viajado y entrevistado líderes de sectas militantes en distintos países – Estados Unidos, Israel, Palestina, India – y acumulado información clave sobre la universalidad de la violencia y el terrorismo religioso. Ilumina tres áreas claves de este proceso.
a) La recuperación, en contextos de profundas crisis sociales y humillación comunitaria, de las imágenes y símbolos de violencia sagrada que se encuentran en muchas tradiciones religiosas: la cólera divina, la confrontación entre los hijos del bien y los del mal, la ejecución de los transgresores de la ley divina, la exclusión de infieles, idólatras, herejes, gentiles e impuros. La piedad, alimentada por los sagrados “textos de terror”, se torna crueldad implacable contra los enemigos de la fe. Es la resurrección del sustrato tenebroso de la exclusividad religiosa. Los “guerreros de Dios” militarizan la fe. Los conflictos seculares sobre la posesión de la tierra se sacralizan; el enemigo es ahora agente satánico, a quien se debe no solo derrotar, sino incluso exterminar.
b) La acción contra los enemigos de la fe se transmuta en teatro del terror: en un performance dramático simbólico de una guerra cósmica trascendente. La violencia divina tiene sus rituales teatrales que se perciben como preludio detonador del pavoroso juicio final. Las imágenes míticas del Apocalipsis, y sus equivalentes en otros textos sagrados, se reviven en conflictos históricos concretos. Los sucesos del 11 de septiembre de 2001 son paradigmáticos, potenciada su resonancia, claro está, por la enorme capacidad de reproducción de los medios de comunicación y la inmensa retribución militar de Estados Unidos. Es el símbolo dramático, de espeluznante teatralidad, de atacar, en nombre de la ira divina, los iconos económicos, militares y políticos de la infidelidad occidental.
c) Estas agrupaciones integristas religiosas reactivan a su modo la tradición del martirio redentor. La lucha contra el secularismo, la infidelidad y la herejía exige la disposición al sacrificio supremo: el de la vida propia. La sangre de los mártires es la matriz de la renovación escatológica de la creación. Timothy McVeigh, en los Estados Unidos, militantes de Hamas, en Palestina, sionistas ultra ortodoxos, en Israel, los guardaespaldas sijs que asesinaron a Indira Gandhi, en India, los jóvenes que estrellaron los aviones contra las torres gemelas neoyorquinas y los insurgentes que hoy hacen pagar cara la invasión de Afganistán e Irak asumen su muerte como un ritual de sacrificio, una consagración excelsa a la ira divina contra quienes contaminan la creación. Es el retorno del sacrificio humano, revestido del prestigio del martirio, que al engarzarse en imágenes de guerra santa se convierte en atroz suicidio homicida. No es el sacrificio tradicional que, de acuerdo a la teoría de la violencia sagrada de René Girard, pretende restaurar el orden social y la armonía cósmica, sino aquel que desencadena el cataclismo universal final. Es, más bien, un testimonio/martirio de sangre que purifica el escenario cósmico para la hecatombe postrera.
En momentos en que la nación a la cual se entrega la lealtad patriótica se involucra en guerra, se disuelve la superficial fachada secular, y en altares y púlpitos renacen las súplicas de victoria al “Dios de los ejércitos”, como con tan brillante ironía satirizase Mark Twain en su clásica The War Prayer (1923). Por diversos lados, invocando distintas y opuestas deidades, se entonan variantes del lúgubre himno de la muerte y la desolación escatológica, el tétrico canto litúrgico del oficio de tinieblas:
Dies irae, dies illa
solvet saeclum in favilla…
Quantus tremor est futurus,
quando judex est venturus,
cuncta stricte discussurus.
Entre el terror y la esperanza
A pesar de tales persistentes signos ominosos y aunque algunos jerarcas cristianos, rabinos sionistas e imanes islámicos no se hayan percatado, las cruzadas, las guerras santas y los yihads han perdido vigencia histórica. Los pueblos de tradición cristiana, en vez de acentuar la apología contra el islam, deben, por el contrario, diseñar instancias de comunicación, comprensión y diálogo. La compleja diversidad interna del islam contradice la caricaturesca imagen del enemigo musulmán que intentan proyectar ciertos apologistas de nuevas cruzadas. Además, en sus tradiciones canónicas centrales, el islam comparte perspectivas éticas no muy diferentes a las de los seguidores de los evangelios o del talmud.
Se impone como necesidad vital para la paz y el bienestar de la humanidad, promover el diálogo intercultural e interreligioso y silenciar las confrontaciones estridentes y degradantes. De no seguirse esa perspectiva dialógica intercultural e interreligiosa corremos el peligro de promover y sacralizar la globalización de la violencia sagrada. Es necesario forjar senderos de diálogo, reconocimiento mutuo y respeto recíproco y, sobre todo, de vínculos de solidaridad y misericordia, entre las distintas religiosidades históricas. No es cuestión de irenismo superficial y cortés, de salón. Nada menos que el futuro de la humanidad está en juego. De otra manera, como con su habitual gracia escribe Leonardo Boff, los humanos “podemos sufrir el destino de los dinosaurios”.
Especial importancia tiene hoy propiciar el diálogo creador entre las tres grandes religiones monoteístas originadas en el cercano oriente y que consideran a la ciudad de Jerusalén como urbe sagrada. ¿Es demasiado utópico soñar que algún día Jerusalén, con su historia tan trágica y sangrienta, sea símbolo de convivencia en paz y armonía entre adoradores de distintas encarnaciones de lo sagrado? ¿Es viable imaginar que no lejos del muro de las lamentaciones se erija un día no muy lejano un monumento a la concordia entre cristianos, judíos e islámicos, que celebre el fin de las guerras santas, cruzadas, pogromos y yihads? ¿Es acaso iluso pensar un futuro en el que finalmente Jerusalén, la ciudad sagrada que durante milenios ha presenciado tanta violencia y agresión, haga honor a la etimología de su nombre, “ciudad de paz”?
Es el tiempo de forjar aquello que el teólogo católico Johann Baptist Metz catalogó de “ekumene de la compasión”, un proyecto inclusivo de solidaridad con el sufrimiento humano que trascienda las fronteras de la cristiandad. Por compasión, aclaremos, se entiende aquí no la paternal indulgencia, sino el “padecer con”, la identificación y solidaridad con quienes sufren el pavoroso “misterio de la iniquidad” (II Tesalonicenses 2:7). El vínculo de la urgencia profética por la justicia y la compasión por el dolor humano que se expresa intensamente en seres tan dispares y sin embargo tan hermanados como Isaías, Jesús, Mahoma y Gautama Buda constituye un sacramento de esperanza para un mundo atribulado todavía por la violencia, el despotismo, el discrimen nacional, étnico y cultural, el patriarcado androcéntrico y la homofobia. Este ecumenismo de la compasión puede nutrirse del viraje hacia la aflicción humana que se manifestó en variadas sensibilidades religiosas de fines del siglo veinte y que a la larga puede servir de contrapeso a la pasión homicida de los “guerreros de Dios”. Se trata del mismo sentir y pensar que anidaba en el corazón y la mente del arzobispo mártir Óscar Arnulfo Romero cuando en una de sus más emotivas homilías proclamó,
“¡Ay de los poderosos… cuando se trata de torturar, de matar, de masacrar, para que se subyuguen los hombres al poder! ¡Qué tremenda idolatría que le están ofreciendo al dios poder, al dios dinero, tantas vidas, tantas sangres que Dios, el verdadero Dios… se lo va a cobrar bien caro a esos idólatras del poder!”
El desafío es superar la mera tolerancia y aprender a estimar y apreciar la “dignidad de la diferencia”, como la llama el rabino judío británico Jonathan Sacks. La raíz latina del vocablo tolerancia sugiere que su alcance semántico se limita a soportar o sufrir la diversidad. De lo que hoy se trata es de valorarla y disfrutarla. Es la única manera de enterrar en el cementerio de las pesadillas al racismo moderno, cuya expresión más nefasta fue la célebre frase de Carl Schmitt, filósofo político e ideólogo del antisemitismo nazi: “No todos los que tienen rostro humano son seres humanos.” Expresión de encomiable humildad y de reconocimiento sincero y genuino hacia quienes nos acompañan, de manera diversa y diferente pero no opuesta ni conflictiva, en la esperanza militante del reino de Dios de paz y justicia, es la siguiente confesión de Óscar Arnulfo Romero: “Hermanos, ¡cuánta bondad, cuánta verdad, cuánto bien hay más allá de las fronteras cristianas!”
¿Qué tal ecumenismo de la compasión es un sueño, una utopía? Ciertamente, pero el ser humano se transfigura por la nobleza y el arrojo de sus sueños, de sus aspiraciones utópicas. Por eso, siempre he preferido Utopía, de Tomás Moro, a El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, escritos ambos textos en el nacimiento de la modernidad occidental. Ante el pragmatismo mortífero de los realistas forjados en Maquiavelo, Hobbes y Clausewitz, por un lado, y las atrocidades apocalípticas de los fundamentalismos belicosos, por el otro, ¿no es acaso preferible soñar con el instante apasionadamente erótico en el que “la justicia y la paz se besen”, como reza el salmo bíblico (Salmo 86:10)? La paz abrazada con la justicia, aquella que brotó como esperanza contra toda desesperanza de los labios del arzobispo mártir Óscar Arnulfo Romero segundos antes que una bala asesina canonizara prematuramente su apostolado, cuando se aprestaba a consagrar el sacramento más excelso de la tradición cristiana…
«Que este Cuerpo inmolado y esta Sangre sacrificada por los hombres, nos alimente también para dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor, como Cristo, no para sí, sino para dar conceptos de justicia y de paz a nuestro pueblo.”
¿El martirio como posible fuente de la esperanza de una patria gravemente herida y cruelmente lacerada? Esa misteriosa esperanza, como misteriosos son siempre los senderos inéditos de la divinidad, fue la que afirmó el arzobispo Romero pocas semanas antes de ser asesinado, y con esas sus palabras, teñidas de dolida esperanza, concluyo,
“Estoy seguro de que tanta sangre derramada y tanto dolor causado… no será en vano. Es sangre y dolor que regará y fecundará nuevas y cada vez más numerosas semillas de salvadoreños que tomarán conciencia de la responsabilidad que tienen de construir una sociedad más justa y humana, y que fructificará en la realización de las reformas estructurales audaces, urgentes y radicales que necesita nuestra patria.”