La primera imagen de tu cuerpo
fue la de un sujeto vulnerable a las modulaciones
de la luz:
aquella tarde que desciende veloz sobre los destellos ámbares de la madera,
del sol poniente sobre el calor
que surge sin quebrantos de la atmósfera,
que cuelga sobre las aguas que bullen incesantes en el mar.
Pero antes que la existencia se posara sobre tu piel,
y su oscuridad frágil como la tierra que cede ante la dureza de las olas,
estaba la solidez de la materia,
las manos pequeñas,
pegadas con la firmeza del hambre
a la vida que surgió en mis cabellos;
bocas adheridas a la leche del dolor,
a la sangre que emergió de la espesura milenaria de mis huesos.
De allí, una contienda inevitable:
la lengua que baja suave por la línea del pelo,
la migaja de centella que surge del toque quieto en los dedos
y la caricia por la curvatura chica de la espalda
alumbran
una humanidad ilegítima que repta
entre en las huellas mortales de estos pies
iluminan
la densidad verdadera del deseo:
las fibras delicadas del deseo,
izadas sobre la fragilidad de la carne,
flotan sobre las ataduras que surcan las pieles de mi vientre,
sobre la obligación infinita del cuidado,
sobre la violencia precaria de las peñas.
Pero la dureza de la tierra es pura grieta
y oscila bajo la claridad vehemente del calor.
Desde un resquicio dorado de tu cuerpo, se asoma un filo pétreo,
antiguo como la sepultura de la flecha,
y frío como el suelo oculto por milenios al sustento clemente del sol.