A cinco años del derrame en el Golfo
Desde el día que se produjo la explosión, un grupo de voluntarios pasamos días y noches dando apoyo técnico y logístico a las personas que intentaban manejar el desastre desde las aguas y las costas del Golfo. Después del 9/11, venía este derrame a ocupar su lugar en la lista de catástrofes de los últimos tiempos. Había tanto interés en lo que sucedía, que recibimos cantidad de llamadas de programas de radio y televisión para saber si, apenas una o dos horas después, podíamos alguno de nosotros ser entrevistado acerca del impacto ambiental de lo ocurrido.
Recuerdo que me tocó responder a una de las entrevistas radiales -una que tenía que ver, en particular, con la protección de las playas ahora forradas de aceite- y, a la espera de la llamada que me haría entrar en directo, comencé a dar vueltas nerviosas y furiosas alrededor de la máquina de refrescos, preguntándome qué diablos iba a decir de aquellas bellísimas costas que había visitado alguna vez y sobre la que todo lo que podía contar era de carácter subjetivo. No se me escapaba que mi campo de acción verbal quedaba muy limitado por las circunstancias de la tragedia. Alabar la belleza de aquellas playas sonaría frívolo, una invitación a visitarlas como turistas en un momento en el que solo pesaba el drama.
Atenazada por la repentina responsabilidad pública, me dejé salir a dar una vuelta a la manzana. ¿Y si lo enfocaba todo por el lado literario? ¿Qué tal si en los próximos quince minutos identificaba un fragmento de texto relevante de algún escritor sureño? ¿Carson McCullers, Truman Capote, William Faulkner? En fin que completé la vuelta a la manzana, pero no conseguí organizar todo lo que tenía en mi mente. Prepararse para ser telefoneada a las cuatro de la mañana en la amplitud solitaria de un centro de operaciones de emergencias. Prender la luz del pasillo, la luz levantando de repente el volumen de las sombras, la luz como un coágulo insoluble en medio del puré de la noche, un fragmento de vida en la muerte. Buscar desenchufar la hielera para poder inspeccionar en silencio las fotos de la vida marina en crisis, porque esos trastos eléctricos tienen, como el rencor, un termostato que se activa justo en el momento en que la tensión muscular comienza a ceder. Mirar los videos de los humedales bañados por aquella grasa negra, pasando revista a cada hora a los resultados de las muestras de agua, mi cárdigan blanco colocado sobre la silla alcanzó una masa imposible. La vida humana estaba allí como un acontecimiento excesivo.
Me perdí en aquel desfile cinematográfico de las cosas como quien se extravía en los recovecos de su trascendencia y solo sé que, de haber recibido en ese complicado instante la llamada para entrar en directo en la radio, todo habría resultado horroroso. Mi voz habría surgido para decir que mi vida entera estaba allí, como un acontecimiento excesivo, y también para manifestar que, como no aguantaba el desorden en que vivimos, yo acababa siempre adhiriéndome a la vida, reduciéndola a dos o tres simples encomiendas y sobreviviendo con fatiga a un intento de arreglarlo todo, para alejarme de la realidad muda y bruta que compartía con mi cansado cárdigan blanco y otros objetos.
¿Y si, después de tanto enredo, finalmente, acababan no llamándome? Por unos segundos sentí alivio. Fue como si hubiera engañado a mi propia angustia ofreciéndole un vaso de agua con hielo, un trago fresco que no hubiera podido tomarme tranquilamente si hubiese estado en un bote al margen del desastre, pero que sí me tomaba aquí fácilmente, bajo un aire acondicionado riquísimo, dentro de mi entorno supuestamente estable. Era la ilusión de vivir en un mundo amparado en un orden que finge paz y sosiego.
Y así fue como alcancé, en un instante relámpago que no duró nada, una fugaz felicidad casi tangible. Fue un momento poético casi digno de aplauso.
Entonces sonó el teléfono. En un escenario fuera de toda sospecha, tuve que crear apresuradamente unas oraciones armadas sobre la nada y ocultar la sorpresa de que me hubieran llamado justo cuando más feliz era y más difícil me resultaba hablar de las playas aceitosas y sangrientas. Me habría gustado hablar de la felicidad que sentía, aunque fuese una traición, pero mi reflexión habría delatado una visión de la realidad no muy sentida. Callé. Oculté que la llamada me resultara incómoda, porque la veía con una distancia inconfesable.
Recuerdo que mientras respondía a las preguntas iba pensando en ese tipo de escena que en la vida corriente se repite incansable: alguien de pronto es asaltado por un dolor intolerable mientras los demás paseamos por el campo tranquilamente. Todo lo contrario a hoy en día cuando, viendo que ya han pasado cinco años, aquella experiencia se hace tan cercana y tan terrible.
El lado elegíaco de este instante imperecedero viene dado por lo mucho que pasma la facilidad con que nos acercamos con intimidad a la naturaleza y en una fracción de tiempo después nos distanciamos, en un bamboleo en que nos abrimos a lo desconocido y en seguida nos emancipamos de toda responsabilidad.
El lado no elegíaco es el que me lleva a reconocer que hay momentos que nos elevan por encima de la cultura de la ruina y que nos permiten pensar que no todo está perdido. Persiste todavía «algo» desde lo cual sería posible reiniciar las cosas. Una luz en el pasillo, una luz levantando de repente el volumen de las sombras. Un fragmento de vida en la muerte. Puede que sea un lugar donde hoy las brújulas giran enloquecidas sin saber dónde apuntar, en donde sea posible pensar de otro modo. Puede ser un tiempo donde el hombre, el animal que habla, el animal que tiene logos (palabra, razón) y es capaz de expresar y compartir sus ideas y sus sentimientos, pasa de creer que siempre habrá peces, arboles, pájaros y coquíes, alejados de nuestra inercia, a comprender, sentado allí donde se oye el permanente e inconfundible gluglú del desagüe, que todo es sagrado y frágil – y alterable.