A propósito de experiencias de plenitud y muertos irrespetuosos
¿O esos instantes extraordinarios de intensa felicidad solo sobreviven en la memoria de quienes los protagonizan? Muertos estos, el recuerdo de ellos desaparecería también. Aunque de habérselo contado a alguien podrían continuar albergando algún tipo de existencia como recuerdos de terceros.
¿No tiene mucho que ver la literatura con este deseo por recordar instantes excepcionales, inventados o vividos? Los escritores son especialistas en recordar lo vivido por otros y hasta lo no vivido. Ellos son los terceros a los que me refería antes. Tienen el oído puesto en tierra, pero la imaginación suelta por donde quiera.
Con la modernidad parecen perder su importancia esos instantes de felicidad absoluta y aparecen esos relatos exhaustivos de individuos, familias, grupos y clases en los que apenas ocurre algo. ¿Qué vive realmente Leopold Bloom en todo aquel extensísimo 6 de junio? ¿Están realmente vivos los personajes que van envejeciendo en los largos relatos de Proust y de Mann? La misma poesía comienza a configurarse como registro de experiencias y sentimientos. Se ausentan de ella los momentos de arrojo traumáticos, también el interés por aquella experiencia específica del privilegiado. En el asesinato de Enriqueta Vogel y en su suicidio, Heinrich Von Kleist pretenderá vivir personalmente lo que siente que él ni otros logran captar en sus escritos.
No se puede perder de vista que la inmensa mayoría de los asuntos que atendía una literatura que todavía no era catálogo giraba en torno a experiencias no felices. Los felices no parecían merecer tanta atención o sus vivencias eran tan personales que sobre ellos no se escribía. A la tradición homérica no le pareció importante rescatar para la posteridad alguna experiencia de éxtasis de Héctor Priámida, personal o compartida con su esposa, pero en escenas inolvidables de La Ilíada lo observamos, consciente de que muy pronto va a morir a manos de Aquiles, encomendarse a la fama, la primera vez frente a su hijo, la segunda vez frente a su enemigo. Al final, casi muriendo, le pide a la fama que le recuerde a venideros aquel instante, huelga decir que cruel, pero en el cual él muestra una valentía ejemplar. Se trata de un instante fundamentalmente trágico en el que aspiraciones a la gloria y la locura se confunden.
Al igual que los poetas, los místicos de todos los tiempos han aspirado a describir ese instante preciso en el que se sienten una plenitud para la que apenas hay términos. Por cierto, ¿no parecen más confiables los místicos que han optado por permanecer en silencio y no divulgar su experiencia? Los que se sientan a escribir tras el instante de plenitud, demasiado inclinados a buscar un reconocimiento que deberían aborrecer, sin embargo nos han permitido compartir una descripción que, como cabe esperar, no logrará aprehender lo que se vivió en aquellos momentos, pero que ciertamente le enriquece la vida a los demás. Los poetas, más enamorados de la palabra que de lo que estas describen, son más coherentes al negarse a aceptar el silencio. Los que alaban el silencio, insistiendo en su superioridad frente a la palabra, pero que terminan escribiendo, lo son mucho menos. Quizás se deba a esto que miremos con cierta sospecha las gestiones de supuestos sabios orientales que muestran demasiado interés en que se les lea.
¿Pero a dónde es que va a parar el instante de intensa satisfacción, aquella vivencia específica que el místico como el poeta aspira a captar a través de la palabra? La literatura que se crea, sagrada o profana, constituye un esfuerzo por capturar la experiencia del momento, pero el momento en sí, ese instante de plenitud, ¿acaso no se disuelve? La fama que sobrevive es un comentario más bien limitado sobre un momento que solo se conoce si uno lo vive. Pero el momento se escapa. Aquel en el que se lee o se escribe en torno a él, es otro momento. Es un momento nuevo que provee un escenario distinto para unas palabras que intentan captar un evento pasado. Pero las palabras, por más precisas, no lo logran. Son palabras y no la experiencia de la feliz plenitud.
Los instantes de plenitud nunca han sido un monopolio de místicos y poetas, si bien son estos a quienes históricamente hemos identificado con ellos. Se pierde de vista que hay quienes gozan de la plenitud a través de experiencias musicales, unos con algún paisaje, otros con la velocidad. Igualmente la viven amantes en pleno orgasmo o quien se vale de alguna substancia embriagante o que exalta y produce algún tipo de éxtasis. Quien tiene la experiencia pide entusiamado, como el Fausto de Goethe, que el momento se detenga porque es tan bello y reclama continuar viviéndolo infinitamente porque es tan perfecto, como el Zaratustra de Nietzsche.
En otros tiempos grandes cantidades de seres humanos se imaginaban que solo era posible alcanzar ese instante más allá de la muerte y en esta continuar experimentándolo por el resto de los tiempos, eternamente. ¿No es la Divina Comedia un intento por presentarnos la realidad como una jerarquía estricta al servicio de esa esperanza? ¿No consistía el sentido de la existencia cristiana que Dante ilustró tan bien en la expectativa de una convivencia paradisiaca en la que se contemplara feliz, fijamente y sin fin una especie de espectáculo divino? La contemplación constante de la divinidad, la visión beatífica sobre la que todavía los teólogos discuten apasionadamente, fue concebida, más bien imaginada, como una actividad que le daba sentido a todo lo demás. ¿Qué podía ser más importante?
¿No nos inclinamos hoy a pensar de forma distinta? Nos hemos acostumbrado a creer que la memoria responde al cerebro y que cuando el cerebro deja de funcionar la memoria del individuo se disuelve. Claro, hay algunas y algunos que se resisten a creerlo y plantean, como especie de Platones de nuevo cuño, aunque no exactamente, que tantas ideas valiosas tendrían que ir a parar a algún tipo de depósito. ¿Cómo que sencillamente desaparecen? Imposible. Es lo que exponen estos y estas.
Sin embargo, parece que no hay ninguna evidencia de que la memoria de ese instante de plenitud sobreviva al cerebro. Y digo cerebro, que no cuerpo, porque ya nos podemos imaginar cómo mantener un cerebro conectado a alguna máquina, según nos anticipa, creo que con gran acierto, el cine. Si la muerte se define como cerebral, la vida acaba definida de la misma forma. Si el cerebro vive, vivimos; si el cerebro muere nosotros morimos. Parece que lo que nos hace y nos deja de hacer es el cerebro.
Por lo tanto no se pueden identificar como participantes de ese instante de felicidad plena más que a nosotros y a nuestro cerebro, el cual nos garantiza la memoria. Si es así, somos protagonistas exclusivos de esos instantes. Estos ya no pueden ser definidos como donaciones que se nos hacen, según se pensaba en otros tiempos. Comienzan y terminan con nosotros, dependen de nosotros.
La progresiva toma de conciencia de la finitud humana contribuye a que tales experiencias hayan ido convirtiéndose en un asunto cada vez más importante. Desde luego, junto a cierta confianza que compartimos con respecto a los tiempos, pese a las expresiones de insatisfacción que se escuchan constantemente. Alegamos que todo tiempo pasado fue mejor, pero no perdemos de vista que el atrevido juicio, demasiado taxativo, lo posibilita la distancia que supone con respecto a lo pretérito. Si no fuera por esta no podríamos pasearnos, como nos paseamos, por todos los tiempos posibles, incluyendo al futuro. Es esta confianza, no necesariamente optimista, la que nos provee atender sin temor la siempre asombrosa finitud.
Deseamos volver, cada vez más, a esos instantes. ¿Por qué no incorporarlos, aun a la fuerza, a nuestras existencias? ¿Por qué no asegurarnos de que sobrevivan nuestras muertes? Repasar su recuerdo, como se hace en la literatura, no basta. Es el momento, no el recuerdo del momento, el que da con la plenitud y con esa felicidad esquiva que no se encuentra en nada más. Quien llega a pensar de esta forma no se economiza, no se cuida para cuando sea grande o para cuando se convierta en lo que siempre ha querido ser. Se entrega, según decimos. Podría haberle perdido el miedo a la muerte.
¿Se podrá decir que esto apunta a una progresiva maduración del ser humano? Hay en ello una especie de rebelión en contra de las convicciones que articulaban el sentido de la realidad. Antes se tenía que esperar a que le llegara el turno a uno. Eran muchos los llamados, pero pocos los escogidos. Cuán lejana se veía la posibilidad de la plenitud. Un lejano veremos era lo que le caracterizaba. Aunque todo apuntaba a la dificultad que conllevaba, se insistía en que había que tener fe.
¿No habremos, finalmente, descifrado nuestras verdaderas posibilidades? No son las supuestas crisis morales, ni los también supuestos tiempos terribles que parecen traernos el final de los tiempos, lo que nos ha traído hasta aquí. Lo que nos tiene aquí es nuestra progresiva reconciliación con esa realidad material que vamos conociendo más y más.
Y apenas estamos iniciándonos. La historia humana escasamente comienza. Pensemos. ¿Cuánto lleva eso que llamamos la modernidad? ¿Cuánto hace del fenómeno que conocemos como la Ilustración? ¿Desde cuándo realmente nos valemos de las ciencias para conocernos a nosotros mismos y al resto del universo? Apenas unos años. En los próximos miles de años veremos lo inimaginable, literalmente. Y en ese ambiente se buscarán cada vez más los instantes de plenitud extraordinaria, aunque nos consuman. ¿No nos halarán cada vez con más fuerza?
Habría que ver si esa nueva modalidad de velar a nuestros muertos, parados, en motocicletas o en sus sillones o sofás favoritos no responde, en cierta medida, a esto. Se le perdió el miedo a la muerte, decía un funcionario público indignado cuando el primero de los muertos, que sabía que iba a morir joven y cualquier día de estos, logró que lo velaran fuera de un féretro. Consiguió lo que deseaba y ciertamente le había perdido el respeto a la muerte.
Va terminando el monopolio que tenían los prohombres de representarse tras la muerte con gestos inolvidables. Quizás la literatura y el arte siguen siendo las encargadas exclusivas de perennizar la gloria de los escogidos. Pero la recordación de los otros, los que no alcanzan la gloria, pero que se conciben tan valiosos como los agraciados, ¿cómo se logrará? Para asegurarnos de que el porte, el gesto y la figura sobrevivan como reflejo del instante de plenitud, tan solo será necesario firmar un contrato con una empresa responsable que cumpla con el acuerdo. Así de sencillo, sin ceremonias pretensiosas.
No era así antes. En otras épocas solo unos pocos lo lograban a caballo, en gesto feroz sobre equino impetuoso, o representados en sus sarcófagos como los antiguos romanos. Se trataba de los escogidos que lograban perpetuar ante los ojos de los demás una plenitud que desde luego ya no sentían. Ahora los muchos también pueden eternizar los instantes de plena felicidad que alguna vez vivieron. Las posibilidades de mostrárselo al mundo que no tuvieron en vida, se las ofrece ahora la muerte.
Cuánta generosidad conllevan esos instantes de plenitud absoluta. Quizás no haya nada que se le compare en su indiferencia frente a intereses mundanos y preocupaciones triviales y a eso se deba que se aspire a eternizarlos. ¿Quién sabe?