A propósito de los riñones
Mientras ponderamos si algún representante cometió delito o falta administrativa al no pagar la luz, se prolonga e intensifica a oscuras la explotación de miles de trabajadores cercanos y distantes de cuyo trabajo nos beneficiamos. Agobiados por el encarecimiento del kilovatio en una isla que vive de espalda al sol, desoímos los llamados de atención global sobre la vertiginosa velocidad con la que menguan recursos irrecuperables como el petróleo o indispensables para la vida, como el agua potable. Preocupados como estamos día a día acerca de nuestra menguada capacidad de consumo, no nos percatamos de las privaciones que sufren cientos de localidades productoras cuando a través de la exportación redirigen a nosotros bienes patrimoniales. Acostumbrados a una de las tasas de participación laboral más bajas del mundo, no nos damos cuenta que para satisfacer nuestros patrones de consumo se imponen a escala mundial formas de producción que van declarando como excedentes a generaciones completas de jóvenes y viejos. Miles y miles de desempleados pasarán de parados a inmóviles por más que los políticos accedan a «flexibilizar» los mercados laborales haciendo que el trabajo pierda todo el cúmulo de reivindicaciones que lo acercaron alguna vez a la forma humana. Afortunadamente para el capital –y los autoritarismos varios en los que descansa– seguimos pensando la ética como si no hubiéramos salido nunca de la aldea. Seguimos circunscribiendo el análisis moral a las interacciones inmediatas y directas. Es como si toda la dimensión ética de la vida cupiera en las páginas del diario local, mero suplemento letrado al amparo del rumor de los pasillos donde pasamos revista de las acciones del prójimo.
Sin embargo, la ética es más que el staccato de los juicios de portada. Quien troncha su futuro político un viernes resucita al tercer día entre los muertos de su partido. Los que no resucitan son los muertos de a de veras, cercanos o distantes, a los que la maquinaria que reproduce nuestra vida cotidiana tritura por acción u omisión. Y nosotros seguimos sin saber nuestra parte en la trama, los ojos fijos en el apuntador de los titulares que muy poco nos dice sobre el diseño moral de las instituciones en las que laboramos, pagamos impuestos, hacemos depósitos o compramos bienes y servicios. Como no sé cuales son las sinuosas rutas por las que transita el dinero que deposito mensualmente, no tengo que contemplar el detritus que éste puede producir a su paso. Ni enfrento desconsuelo alguno ante el desorden ambiental y las vidas disminuidas que produjeron camadas sucesivas de mi reluciente iPad. Mientras el mundo permanezca moralmente tan opaco, me consuelo con saber que los empleados chinos de Foxconn no cumplieron la amenaza de suicidarse en masa al no recibir el aumento prometido y que al menos Apple, cuyo valor en la bolsa excedió el año pasado al de cualquier otra compañía estadounidense, anunció un aumento del 25% en los míseros salarios que paga en yuanes. No sé quién salvó esas vidas. Ni por cuanto tiempo. Mucho menos qué pude, si algo, haber hecho yo junto a los millones de dueños de iPhones.
Una de nuestras tareas académicas más urgentes es combinar la teoría social y política con las perspectivas éticas para aprender a mirar más allá de las superficies aparentemente lisas de lo económico y lo social. Necesitamos aprender para enseñar. Enseñar para actuar. Actuar para corregir. Desarrollar, a través de las interacciones cotidianas, el carácter que nos permita asumir las consecuencias que dicte el cambio.
II
No es una tarea ociosa hacer del mundo un lugar menos opaco moralmente. Ni está reñida con luchar con ahínco por el rediseño institucional en todas las instancias, incluyendo al Estado y las redes supraestatales. A veces, contra una de esas superficies aparentemente lisas de lo social, prístina por las premisas de fondo incuestionadas, se cuelga como en un muro una historia reluciente que sirve de ejemplo. En la portada del New York Times del domingo 19 de febrero, treinta rostros (sólo uno de ellos anónimo) conforman la cadena de donantes y receptores de riñones más larga de la que se tenga noticia. A través del análisis de datos clínicos recogidos en 58 de los 236 centros hospitalarios que hacen trasplantes de riñón en los Estados Unidos, un hombre de nombre Garet Hil encadenó el destino de 30 pacientes necesitados de un riñón con el de 29 donantes que resultaron histológicamente incompatibles con el paciente que originalmente habían tratado de ayudar. El National Kidney Registry, entidad fundada por Hil, logró coordinar los 30 transplantes a través de una sencilla propuesta. Si cada donante fallido donaba a otro receptor en la cadena de solicitantes, se le aseguraba al paciente que no pudo beneficiar un órgano compatible.
Usualmente pensamos el donar y recibir como una transacción en díada. Uno da, el otro recibe; quizá, mañana, intercambiemos roles. Lo que permitió el análisis de datos que realizó Hil –un exitoso empresario de Long Island con un MBA de Wharton y una hija con nefronoptisis– fue la introducción de los vínculos esenciales para hacer productiva esa relación inicial de dos. Sin embargo, la figura de un intermediario que nos permite hacer el bien que por nosotros mismos no podemos, no es lo que hace moralmente excepcional a la Cadena 124, como se le conoce a esta sucesión particular de donaciones. Lo que potenció moralmente el gesto de cada donación inicialmente frustrada es que la propuesta de Hil permitió redirigirla a un desconocido. Como no podían hacer el bien que querían, Hil posibilitó a los donantes fallidos hacer el bien que no querían, salvando a su vez la intención de ayudar a quien no pudieron. La díada original permaneció intacta sólo a nivel de la intención. Cada acto de donación se descompuso en dos partes: la mera intención del donante que colocaba a su paciente en la lista de posibles receptores y el acto mismo de donar (siempre posterior a la intención) que salvaba la vida de un desconocido. Cada donante con su gesto salvó dos pacientes en vez de uno. Así, donar en estas circunstancias afirmaba el valor de dos vidas hasta el momento moralmente dispares: la conocida y la desconocida.
Once meses tomó la serie de operaciones que vinculó al primer donante –quien no requería que le reciprocaran su donativo pues no tenía un donante fallido– con el último, que no tenía a nadie dispuesto a donarle nada. Una posibilidad late en el corazón de esta noticia. Parecería que si alguien nos dijera a diario que un conjunto de acciones salva la vida de alguien sin acabar con la propia, más gente de lo que uno podría sospechar estaría dispuesto a honrar la vida del prójimo a pesar de riesgos e inconvenientes innegables. Al menos uno en sesenta, si la Cadena 24 es un ejemplo. Otros veintinueve estarían dispuestos a hacer lo propio si con eso benefician por igual a alguien que conocen. Si nos diéramos a la tarea de volver al mundo una región moralmente más transparente, ¿no podríamos aprovechar tanta bonhomía?