A tres la libra
¡Carne fresca!
¡Carne fresca!
¡Carne fresca!
Los cuatro niños anuncian su producto al unísono y muy entusiasmados.
Y pensar que al principio fue un simple juego para matar el tiempo. Juego que pronto se convirtió en una oportunidad para sacar ventajas a la crisis provocada por el huracán.
Del balcón de uno de los apartamentos grita doña Irmina, la del B2.
—¡Niños! ¡Niños! ¡Acá! ¡Acá!
Los cuatro —tres varones y una hembra— la divisan y veloces caminan hacia la señora.
—Buenos días— dice Emiliano, de once años y el mayor de ellos.
— ¿Qué llevan ahí?
—Mírelo usted, señora— contesta él. Los otros, según convenido, guardan silencio.
Irmina no está lejos así que ve la mercancía.
—¿A cuánto?
—A tres dólares la libra.
—¡¿Tres?! ¡¿Están locos?!
Los niños, impávidos, la miran. Ninguno responde.
Ante el silencio la señora agrega:
—Eso está bien caro. Un abuso. Hay necesidad, ustedes lo saben. No son tiempos para aprovecharse de la gente. Al contrario, debemos unirnos como hermanos puertorriqueños. Ayudarnos.
El líder del grupo ladea su cara. En su mirada se percibe algo semejante a la compasión. Las palabras de la vecina le resultan harto conocidas. El mismo regateo, la queja, la lloradora usual aquí y allá. La explotación fútil de la pena.
El chico habla:
—A tres la libra, vecina. Usted llámelo comoquiera, nos da lo mismo.
Atrás de él los demás asienten.
—Dámela a uno y medio, y ya, cuadramos. Se van a jugar y quedamos en paz.
—Tres, Irmina, tres.
—¡Qué estafa! ¡Increíble!
—Doña Irmina —el niño emplea un tono de voz más conciliador—, usted sabe que no lo es. Mire lo que conseguimos. Está fresca y además muy tierna. Esto no se ve todos los días. Si no los quiere pagar, no hay problema, entendemos su situación. Nosotros seguimos nuestro camino y usted se queda con las ganas. Sencillo.
La señora lo ignora. Se concentra en la carne, muy tentadora. Fantasea con su preparación. Algo estilo thai, y se le encharca el paladar.
—¿Cuánto tienen ahí?
—Doce libras. Treinta y seis dólares y es todita suya.
Irmina lo piensa. Doce libras es mucho, ni hablar del precio, pero la realidad es que cosas así hay que aprovecharlas. Hacía mucho no veía unas piezas de carne tan bonitas por el vecindario. El huracán lo jodió todo.
Como si leyera su pensamiento, Emiliano le habla nuevamente:
—Los chinos del restaurante nos la van a comprar de todos modos. Vinimos aquí primero para bregar bien con ustedes. Somos solidarios. Pero si no hay negocio vamos allá y listo. Es mercancía vendida.
La señora respira profundo. Recuerda aquello que repetía su abuela: en tiempo de lágrimas hay quien vende pañuelos.
Insiste un poco más, para tentar la suerte y ablandar a los chicos.
—Dos y medio. Vamos, ayuden a esta pobre anciana.
Los niños se ríen al unísono, como si hasta la risa hubieran ensayado.
Emiliano la observa algunos segundos y de la sonrisa pasa a una seriedad cortante. Con la mano les indica a los otros que es el momento de irse. Dan la media vuelta, pero la señora grita:
—¡Está bien, está bien, está bien! ¡La compro! ¡Qué carajos!
Los niños brincan de alegría. La clienta ha cedido y esa es la parte más entretenida. Mucho más que la de cazar y preparar su mercancía. De inmediato, sacan una bolsa plástica y echan dentro los cuatros gatitos ya pelados. Emiliano se encarga de hacer la transacción final.
Jubilosos se marchan hacia la panadería. Es temprano así que se entretendrán un rato con los dulces y los refrescos antes de planificar su próxima caza.