Acercamiento a Dylan y su Nobel
… why don’t you learn to
dance instead of looking for new
friends? don’t you know that all
the friends have been taken
yours,
–Hector Schmector 1
¿Quién sabe si la reina Sofía, tan propia, y su consorte Carlos Gustavo, mucho menos formal según se dice, son fanáticos apasionados, pero secretos, del bardo de Minnesota? Hubiera sido interesante ver las reacciones a la interpretación por Dylan de alguna de sus canciones más chirriantes en una sala que por lo que se ve en fotografías se podría suponer que lo más moderno que ha escuchado es algún concierto de violín de principios de siglo pasado. Pero, ¿cómo imaginárselo? Quizás los hubiera puesto a bailar. Recuerdo que cuando le entregaron a Gunter Grass el premio suyo hace ya algunas décadas las fotos más memorables fueron aquellas en las que el escritor que inmortalizó a Dánzig con su gran novela El tambor de hojalata, bailaba entusiasmado con su esposa, aunque no puedo asegurar si en aquella sala.
Quien parece no haber disfrutado la noticia ha sido el peruano Mario Vargas Llosa. ¡Qué tipo! El premio de él apenas se le entregó hace dos o tres años y ya quiere mandar. Algo debe estarle yendo mal con la novia, ¿o se habrá casado ya y su reacción es la de un marido arrepentido que tiene que dejarle saber al mundo entero que las cosas no son nunca como las pintan y doña Isabel Preysler después de todo no le llega a los tobillos a la sobrina de la Tía Julia? ¿Será esto lo que le ocurre? Es posible, pues las fotos que circulan con la noticia lo presentan malhumorado y Dylan, ni la organización que le dio también a él el premio, deberían importarle tanto.
Pero, ¿no se habrá enterado Vargas Llosa que Homero era también medio cantante y así fue que comenzó todo este asunto de escribir y cantar que nos entusiasma tanto? La buena literatura siempre ha tenido la virtud de sonar a música y la buena música es también literatura. Las fronteras que siempre han sido problemáticas en lo político, en esto del arte es un sinsentido mayúsculo. Y se deben combatir tanto en lo primero como en lo segundo.
Pero además Vargas Llosa casi comparó a Bob Dylan con un jugador de balompié. Díganme por favor dónde vive Mario Vargas Llosa. Los jugadores de balompié se sentirían insultados si los propusieran para un premio Nobel. Pierde de vista el escribidor peruano que los mejores escritores del mundo sueñan con ser “la Pulga”, Cristiano o Neymar, y ofrecerían en ritos expiatorios sus mejores obras con tal de ser aplaudidos por ser responsables de un cabezazo genial que se convirtiera en gol.
Por otro lado, dudo que a Dylan le haya gustado jugar balompié o el football americano. Por su cara se puede sospechar que la prédica romana mente sana en cuerpo sano le tenía sin cuidado y desde los once o doce años ya fumaba y algo más a escondidas de sus padres allá en el frío de Hibbing, el pueblito desamparado de Minnesota donde se crió. Estaría aprendiendo a tocar la guitarra, o el piano, aunque quizás la harmónica, por su cuenta y liberado de maestros convencionales que lo hubieran frustrado, y al ver a los machangones aquellos que se estrellaban los unos contra los otros sin pensarlo mucho, debió haber concluido que era mejor dedicarse a la música, pero a la música como él la habría de entender.
Se dice que Dylan no fue tan dylanesco en sus comienzos como alguna gente quisiera pensar. No nació cantando canciones de protesta ni peregrinando a ver a cantantes legendarios, como lo haría, respectivamente, junto a Joan Baez y con Woody Guthrie más adelante, y lo que parece haberle entusiasmado en sus comienzos fueron cantantes melosos como Elvis Presley y Bobby Vee y alguno que otro bonitillo de pelo estirado y grasoso. ¿Se pueden imaginar a Dylan y a Presley juntos? El primero despeinado, con una barba siempre a medias como el extinto líder palestino Yasir Arafat y el segundo salido de una película como Grease, siempre rasurado, con patillas a la usanza del Viejo Oeste hollywoodense, sin un pelo fuera de lugar pese a las contorsiones que tan bien supo imitar Tom Hanks en su rol de Forrest Gump en otra de esas películas que tan bien caricaturizan la realidad estadounidense.
¡Y las voces! La voz azucarada de Presley no tiene nada que ver con la nasal de Dylan. En los comienzos le preguntaban si no le convenía que le extrajeran las adenoides. Su pretensión de que él era Bobby Vee se venía al piso tan pronto abría la boca en aquellos “coffee houses” universitarios y bohemios del mediano oeste estadounidense donde comenzaría a darse a conocer a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta del siglo pasado. Pero Bob Dylan tampoco venía de la cultura del “dust bowl” del suroeste estadounidense ni había tenido vida de vagabundo. A lo sumo había cogido pon entre Minnesota, Wisconsin, Chicago y alguna que otra ciudad del área, hasta que se fue a buscar la fama y la gloria con la que soñaba a Nueva York.
Uno de los primeros cantantes que admiró y del que tomaría mucho más de lo que hoy se recuerda fue el atrevido y también genial Little Richard y las extravagancias que este reconciliaba con sus gospels. Con Little Richard ya estaba familiarizado cuando todavía vivía con su familia en el pueblito en el que se crió y donde tuvo tres o cuatro grupos musicales que eran conocidos más por la intensidad del ruido que producían que por lo que interpretaban. Mientras no fue famoso, algo que se daría posteriormente en NY, más de un asistente a sus presentaciones le requirió a la gerencia del local que lo callaran.
No creo que muchos hayan influido en Dylan como lo hizo Little Richard en múltiples ámbitos. Desde luego al hablar de influencias en él con mucha razón se trae a colación al cantante de música “folk” Woody Guthrie. El extraordinario entusiasmo que siente y expresa reiteradamente por Guthrie fue posterior a la admiración por Little Richard y los Bobby Vees del ambiente del rock n‘roll de entonces. En el mundo aquel de los “coffe houses” del mediano oeste Dylan se dedica al folk music y abandona su interés juvenil en tener una banda. Canta solo, acompañado de su guitarra y de su armónica. Y así será cuando, atraído por el mismo ambiente bohemio del barrio de Greenwich Village se vaya a vivir a la ciudad de Nueva York. Después, cuando su proyección sea más amplia, regresará al “rock”, llamativo si se quiere, de Little Richard y no se sentirá obligado a interpretar el folk puro que querían exigirle sus seguidores originales.
A Dylan siempre le han interesado los cantantes cuyas personalidades son parte del empaque y de ahí su pasión por Little Richard y Woody Guthrie. Sabía ya de la canción folk americana antes de matricularse en la Universidad de Minnesota en el 1959, cuando tenía dieciocho años, pero al familiarizarse con las leyendas y los innumerables cuentos que se relataban sobre la vida vagabunda de Woody Guthrie en el ambiente bohemio que frecuentó, se entusiasmó apasionadamente con este. Cuentan conocidos de la época que incluso alardeaba de haberlo conocido y haber viajado con él en vagones de trenes deshabitados y mal olientes por el oeste del país, lo que no podía haber sido cierto pues Guthrie llevaba ya años muy enfermo y postrado en cama en el este de los Estados Unidos. Pero al final de aquel periodo en el que él mismo acepta que no tuvo mucho éxito en los tres semestres que estuvo matriculado en la universidad, Dylan viajó al hospital en el que el autor de This Land is Your Land era atendido. Fue un encuentro que Dylan mismo se encargaría de hacer legendario. Lo narraba como si insinuara que entre ellos se había dado un pase de batón, un relevo generacional. Era el 1960. En enero del 1961 Dylan se mudaba definitivamente a Nueva York y allí todo cambiaría.
La capacidad histriónica de Dylan siempre ha sido extraordinaria. Pero más que una manifestación de frivolidad, según puede ser en tantos, se trata de su total dedicación a la creación artística. Visitar al ya enfermo de gravedad Guthrie para que se pensara en él como el continuador de una gran tradición musical, considerada tan importante como aquellas provenientes de la herencia africana que Little Richard representaba con sus gospels, podría ser considerado como una estrategia oportunista, pero, en su defensa, puede también ser visto como una aportación bien pensada al fortalecimiento de aquella tradición musical que con él, que sería el más inspirador de los cantantes de protesta de aquella década de los sesenta en los EE.UU., recibiría un empujón que le garantizó que se conociera por doquiera.
Sin embargo, muy pronto Dylan le haría claro a sus fanáticos y a quienes no lo eran, que él era mucho más que un folksinger. Eso lo podía ser Jesse Fuller y los sería también Joan Baez, pero él no. En sus primeros discos interpreta este género con frecuencia, pero pronto lo deja atrás, no porque lo rechazara sino porque iba desarrollando su propio sonido, su marca, su branding según se dice en esta época. Dylan se hacía Dylan, aún con el reclamo de muchos de sus fanáticos de que tenía que continuar siendo un cantante contestatario. Según se ha dicho, para fastidio de muchos en el Newport Folk Festival de 1965 se declaraba rockero y por lo tanto ya no merecía su atención. Alguien que había escrito las mejores canciones del movimiento de protesta que caracterizó aquel país en la década de los sesenta parecía renunciar a sus ideas.
Pero Dylan nunca pretendió ser el profeta de aquel movimiento compuesto sobre todo por estudiantes. Aunque fue de una de sus canciones de protesta, específicamente de Subterranean Homesick Blues, que uno de los grupos radicales más conocidos de la época sacaría su nombre, the weathermen. Y aunque las canciones más conocidas de entonces fueron composiciones suyas, me refiero a Blowing in the Wind del 1963 y The Times They are a-Changin del 1964, Dylan se expresaría en más de una ocasión y de modo explícito en contra de la idea de que él era portavoz de algo o que pretendía representar un movimiento. Según se alega, su rompimiento con Joan Baez pudiera haber tenido que ver con su resistencia a respaldar el radicalismo en boga, pero no por diferencias ideológicas según algunos lo interpretarían sino por algo mucho más sencillo. Su interés prioritario, exclusivo hasta la obsesión, ha sido crear música y lo otro, todo lo otro, le ha importado poco.
Dylan se ha considerado a sí mismo un músico sobre todo lo demás. La música ha sido su vocación exclusiva, aunque no ha sido reconocido jamás como un intérprete genial. Ni a través de la guitarra, el piano o la armónica que le guinda del cuello en un artefacto que él popularizó, jamás se le ha descrito como un virtuoso. Lo que le ha llevado a ser reconocido antes en los Estados Unidos y después mundialmente ha sido fundamentalmente esa poesía musicalizada o esa música poetizada que hace casi seis décadas admiramos tanto. No es casualidad que antes haya merecido el Pulitzer estadounidense.
La extensísima carrera de Dylan ofrece de todo y no solo hay canciones de protesta, como las antes mencionadas Blowing in the Wind y The Times They Are a-Changing. Las canciones de amor abundan en su repertorio. Forever Young, por ejemplo, se la dedica a uno de sus hijos, Sara a una de sus esposas, If not for you también, Girl from the North Country ¿a un amor desconocido? Tiene un abanico amplio de canciones de tono religioso, algunas de tono cristiano como I Dreamed I Saw Saint Augustine y Every Grain Of Sand, otras judías, religión con la que se ha identificado siempre, como Jokerman y Everybody Must Serve Somebody. Ha escrito canciones dirigidas a causas específicas, como fue la dedicada al boxeador Hurricane Carter, acusado de modo injusto de un delito que no cometió. Hay muchas de tono personal inspiradas en momentos difíciles, crisis mentales, dudas, desesperanza, amargura, desengaño, etc., tales como Like a Rolling Stone, Mr. Tambourine, Stuck Inside Of Mobile With the Memphis Blues Again, Not dark yet. Y otras que atienden una mezcla de asuntos, como All Along The Watchtower, de acuerdo a algunos su mejor canción y que popularizara el guitarrista Jimi Hendrix.
Se menciona que fue a mediados de los años sesenta cuando Dylan alcanzó la cúspide de su creatividad, lo que podría ser cierto, pero lo que ha compuesto desde entonces, que es muchísimo, quizás más de lo que algún cantante haya escrito jamás, no es bajo ninguna circunstancia despreciable o de menor calidad. Cuando se hace un recorrido por su obra, se percibe, como con todo creador, que no siempre produce algo de gran valor, pero en términos generales se puede señalar que siempre aporta algo profundamente suyo. ¿Y qué más se le puede exigir a un artista? Su pervivencia se debe, según él mismo, a que siempre ha intentado tener su oído en tierra, pero es más que esto. Es que, como todo buen poeta, todo lo que procesa lo hace suyo con su voz, figurativa y no irónicamente hablando, muy suya. El año pasado, a los setenta y cuatro años, nos ofreció su parecer en torno a Frank Sinatra. Era Dylan revisando un capítulo vital en el desarrollo de la música estadounidense. Nadie esperaba que lo hiciera como Gilbertito Santa Rosa celebrara a Tito Rodríguez hace algunos años, o como la hija de Nat King Cole lo hiciera con este. No, era Dylan como es Dylan, quien recordaba a Frank Sinatra.
La música de Dylan, allá en los sesenta estadounidenses representó pronto una nueva estética que no titubeaba en reconciliar a Little Richard con Woody Guthrie, que no perdía de vista a Elvis Presley ni a Bobby Vee, pero que no les descontaba la frivolidad que muchas de sus interpretaciones rozaron. Sería la estética de los que comenzaron a presentarse en los escenarios tal y como se sentían, sin acicalarse demasiado, dispuestos a brincar como si jugaran baloncesto. Era la estética de los Rollingstones, la de los Beatles maduros, la de Jimi Hendrix, la estética antibélica, la de la liberación sexual y la reivindicación de todo lo que se le negaba a los afroamericanos y a los latinos. Y no fue poco lo que influyó la música de Dylan, junto a la de otros más jóvenes, en adelantar todos aquellos reclamos. Es imposible imaginarse aquella década y su importancia sin la música de aquellas y aquellos, que como Nietzsche sugería sobre el artista ideal, eran modestos en sus necesidades: solo aspiraban a su pan y a su arte.
Creo que esto es lo que han querido honrar los miembros de la academia sueca al concederle el Premio Nobel a Dylan. El premio no es solo para él, quien todavía canta como si tuviera las adenoides inflamadas, sino para lo que él y otros representaron entonces. Y no me extrañaría que por carambola también quisieran honrar a Dylan Thomas, otro escritor galés genial de quien el Bob Dylan de Minnesota dice que no adoptó su nombre, porque del galés ya nadie se acuerda y si no hubiera muerto tan temprano en el Village a par de cuadras de donde el cantante se hizo famoso, probablemente se hubiera ganado también el premio.
- Dylan, Bob, Tarantula,New York: Scribner, 1971, p. 31 [↩]