Acercar las dos bandas boricuas
La reciente intervención del congresista por Illinois, Luis Gutiérrez, en el debate público de Puerto Rico podría ser un ejemplo de nuevas posibilidades de acercamiento entre las dos bandas de puertorriqueños. El boricua de Chicago denunció el gasoducto y la policía. Una voz del pueblo habló desde allá y puso en su sitio a la lumpen-burguesía que se enriquece administrando la crisis de la Isla.
Pregunto: ¿Será posible alguna red que logre la elección en Estados Unidos de más portavoces que conozcan a Puerto Rico y puedan alterar la correlación de fuerzas en la Isla? ¿Podría haber nuevos congresistas así, y también otros en diferentes sitios del gobierno y de la sociedad estadounidenses? ¿Cómo relacionar el salto demográfico boricua en Estados Unidos con alguna concertación electoral que forme vínculos nuevos entre las dos partes de Puerto Rico, de la Isla y de la comunidad boricua allá?
Las nuevas oleadas migratorias a Estados Unidos han alterado la comunidad puertorriqueña en el país norteamericano y la han vinculado visiblemente a la productividad y a la venta del grado académico y del intelecto en el mercado de trabajo, a la vez que la Isla experimenta el fracaso de su presunto modelo de crecimiento económico y la ausencia de cualquier otro. “Cada vez menos” —protestan a diario unos y otros— “la gente con educación puede vivir en esta Isla”.
El establishment estadounidense construyó en el siglo 20 una imagen de los puertorriqueños en Estados Unidos llena de menosprecio y desprecio que los reducía a pandilleros, mendigos de ayudas del gobierno, adictos y pushers de drogas, adolescentes encinta y portadores de incultura y de disminución de la calidad de vida.
Que en esto hubiera ideologías racistas no quita que muchos puertorriqueños se corresponderían con el caos social y urbano y la destrucción de cultura agrícola que tuvieron efecto trágicamente en la Isla a partir de la llamada modernización después de la década de 1940. Este desorden coincidió con las resistencias anti-institucionales y contra la disciplina de trabajo que tuvieron lugar en Estados Unidos y otros países altamente industrializados desde los años 60. Quizá, sin embargo, el establishment simpatizó con el estudiante americano de clase media, blanco y hippy, a la vez que despreciaba al “drogo” boricua.
La masa puertorriqueña en Estados Unidos se constituye en el presente de numerosas camadas, generaciones y sectores sociales y geográficos. En ella ha dejado su huella la amplia industria de la educación en la Isla y la fe en la instrucción y la técnica que tanto se difunde en ambos polos. Se ha hecho permanente el ir y venir, el tránsito entre “ambos países”.
Con un promedio joven de edad, los puertorriqueños en Estados Unidos comparten rasgos de la llamada posmodernidad global: fluidez de la vida empírica y material versus la antigua solidez de estructuras que organizaban universalmente el tiempo y el espacio de la vida (“evaporación” de la sociedad, etc.); “modernidad líquida” (asociable a su vez a liquidez financiera, o sea el mando del dinero y la banca sobre la producción y el trabajo) a causa de la disminución de las instituciones y la escasa legitimidad moral e intelectual de la clase dominante y el gobierno; fin del sujeto con la voluntad y los discursos de antes; sometimiento al narcisismo arraigado en el comercio y el fetichismo de la tecnología; subordinación a imágenes y telecomunicaciones e integración al nuevo proletariado internacionalizado, inter-étnico, escéptico y más inseguro y explotado.
Pero estos puertorriqueños también mantienen una cierta intensidad existencialista alimentada sin cesar por la frustración histórica de la posibilidad nacional, y esa intensidad estimula, con sus altas y bajas, modos de acción colectiva, proclividad a la movilización civil e impulsos de sentimiento de ilusión histórica. Hay orfandad, rabia acumulada, deseo de amor y necesidad de hogar, pero no surgen todavía estructuras nuevas.
El gobierno de Estados Unidos ha minado consistentemente las posibilidades de desarrollo social de los puertorriqueños. Su política ha sido acentuar las debilidades de Puerto Rico, agudizarlas y profundizarlas con martillazos una y otra vez, para asegurar que el ataúd de esta cultura latinocaribeña esté bien claveteado. Ya llevamos un tiempo asistiendo al colapso del relativo orden que se creó en la Isla entre los años 40 y los 70 —que exigió la emigración a Estados Unidos de una gran porción del pueblo—, aquel interés en hacer país.
Wáshington ha tratado a los puertorriqueños como individuos, no como comunidad, y mucho menos como una nacionalidad o una nación.
En los casos insulares de principios de siglo 20 el Tribunal Supremo estadounidense insistió en el sojuzgamiento colonialista sobre Puerto Rico, a la vez que reconocía los derechos de los individuos. La ciudadanía estadounidense, en 1917, aseguró a la vez la sujeción de Puerto Rico y la continuación del vínculo de los puertorriqueños con Estados Unidos en tanto individuos participantes del mercado y del ejército. La ciudadanía se dio a los individuos, no a un colectivo. Para el gobierno estadounidense, como cuerpo sociocultural Puerto Rico es inexistente.
Por ejemplo, el gobierno norteamericano impide a los puertorriqueños que viven en Estados Unidos votar en las elecciones de la Isla. Llama la atención que ningún grupo puertorriqueño exige con vehemencia este derecho. (No votarán los puertorriqueños de Estados Unidos si hay plebiscito, reiteró hace poco Obama.) Contrástese esta política canallesca con los muchos países que facilitan a sus ciudadanos que viven en otros países votar en sus elecciones. En República Dominicana recientemente el gobierno adoptó una ley no sólo reiterando el voto de los dominicanos en el extranjero, sino para que las comunidades dominicanas en Estados Unidos, Puerto Rico, Europa, etc. elijan diputados que las representen en el parlamento de Santo Domingo.
Mientras el impedimento para los puertorriqueños de la Isla para votar en las elecciones de Estados Unidos se corresponde con el concepto de que la Isla no es parte de Estados Unidos, el impedimento para que los puertorriqueños de Estados Unidos voten en las elecciones de la Isla se corresponde con el concepto de que los puertorriqueños, incluyendo su historia de migración, no constituyen una comunidad.
Esta separación mecánica, sistemática, represiva y despectiva que hace Wáshington de la vida puertorriqueña se nutre en parte de un tradicional distanciamiento social y psicológico entre los puertorriqueños de la Isla y los de Estados Unidos. A esta brecha han contribuido, por un lado, el modo conservador y limitado del nacionalismo que se formó en Puerto Rico y, por otro, la ideología de localismo y criollismo dominante en la Isla que se acomoda calladamente al dictamen de Wáshington de que Puerto Rico es sólo la Isla: los otros están excluidos.
Luis Gutiérrez en el Congreso el 14 de septiembre de 2011.