Agua bendita para un altar a la patria
segundo trancazo
Si las bebidas nacionales toman la personalidad de los pueblos que las favorecen, entonces el pitorro se debate entre dos rasgos definitorios de su cultura: la violencia y la melosidad. Luego de su destilación queda un ron blanco cuyo aspecto cristalino esconde un grado muy elevado de alcohol por volumen, usualmente por encima del 40% que suelen tener los rones industriales. Esa crudeza endiablada se remonta a los orígenes mismos de una bebida que nació en el Caribe. “El principal brebaje que hacen en la isla es Rumbullion, alias kill-Divil”, menciona en el 1651 un visitante que andaba de paso por la posesión británica de Barbados. “Está hecho de caña de azúcar destilada y es un licor caliente, terrible e infernal”, continúa diciendo en la carta, donde se encuentra la primera mención escrita que existe del ron.Pero esa no es toda la historia. Luego de salir del alambique el pitorro se añeja –“se cura”, como diría Don J, el alambiquero que conocí en mi primer viaje de la cañita. El proceso puede durar de un mes a un año, todo depende de la técnica y la receta. Lo que surge al cabo del tiempo es una personalidad tan variada como los ingredientes que se le echan a la botella; desde la receta clásica de pasas, higos y ciruelas -un brandy que huele a barbería criolla impregnada de colonia Varon Dandy- hasta el bilí, ese bombón líquido de quenepas. Ismael Rivera, nacido y criado entre bebedores de la Calle Calma en Villa Palmeras, sabía bien hasta dónde podía llegar esa fiebre de sabor. “Mira, guardaba ron con pasas”, advierte el sonero mayor en la canción “Mi tía María”, escrita por Bobby Capó. “O sea caña con pasas, caña con caña, caña con berro, caña con higos, caña y que con carne. Bueno, caña y que con de tó”.
Pero no todos los alambiqueros se limitan a vender cañita pura y dura para que clientes como la tía María la curen con su sazón personal. Algunos artesanos ofrecen el servicio completo, creando sus propias marcas informales con combinaciones que no se pueden probar de ninguna otra manera. Eso fue lo que encontré cuando visité a Oquendo, cuya finca en el centro montañoso de la isla albergaba un taller que mezclaba la exclusividad de una boutique con el encanto furtivo de un speakeasy.
“Bienvenidos a la casa de un patriota”, fue lo primero que le escuché decir al llegar a su guarida, luego de recorrer varios municipios con una caravana de aficionados al pitorro. Ya anteriormente había hecho contacto con aquel círculo de profesionales de pueblos pequeños que salen ocasionalmente en busca de alambiques. El día en que me monté con ellos, la procesión de vehículos todo terreno descendió por la carretera rural que llevaba hasta la finca de Oquendo, a la que solo se accede por medio de una cuesta vertiginosa de montaña rusa incrustada en la cordillera. Al final del camino estaba el artesano, cuya figura -salvando las distancias del siglo 21- guardaba un parecido cercano con el jíbaro anguloso de la pintura “El pan nuestro de cada día” de Frade. Largo y enjuto, con una barba poblada de canas, pantalones de camuflaje militar y el pelo escondido debajo de un sombrero de tela, cuando lo conocí, Oquendo luchaba con las insuficiencias de su teléfono celular. Intentaba darle direcciones a los viajeros que se habían perdido en el camino, pero la falta de recepción lo hacía imposible (¿qué más se podía esperar en aquel valle perdido, enclavado entre picos frondosos?).
Una vez que llegaron todos, Oquendo dirigió a los ocho coleccionistas, algunos de ellos con sus novias y esposas, a la casita en la entrada del solar. La imagen del Che Guevara pintada en un segundo piso de madera le daba la bienvenida a todo el que entraba a su comarca. Era una copia naíf de la foto clásica de Korda, la de la mirada perdida en el horizonte, realizada con trazos burdos e infantiles (de no ser por la estrella roja en la boina, quizás no la hubiera reconocido). La expectativa crecía entre los coleccionistas con los que me había infiltrado en el lugar. Se había discutido mucho durante el viaje sobre quién curaba con el mejor sabor, qué receta era más potente y cuál era el mejor método de hacerlo. Siempre que se reúne a dos o más curadores de ron pasa lo mismo, cada cual se las echa de su proeza para el añejamiento. Un farmacéutico que hacía de líder de aquellos hombres en diversas etapas de la mediana edad le puso un punto final al debate, asegurando que la cañita de Oquendo no tenía comparación.
“Es un verdadero maestro”, le había dicho a sus compañeros de viaje antes de llegar. “Yo nunca he probado algo tan fino como lo que hace ese hombre”.
Oquendo no defraudó. Hombre de pocas palabras, con un gesto a lo Clint Eastwood dirigió la atención de su audiencia hacia el garaje de la casa, a la que se refería como “el chaletcito”. La puerta automática subió lentamente para revelar a más de doscientas botellas en grandes estantes oxidados. Una jeep roja, el bonete con diseño de un águila blanca difuminado por la cálida luz de la tarde, ocupaba el resto del espacio. Aquella introducción fue un golpe de gracia que suscitó un murmullo de emoción de los turistas etílicos, quienes entraban lentamente para ver de cerca el inventario. Las botellas recicladas, el cristal opaco y percudido por el desgaste, aún llevaban los sellos del licor que portaban originalmente: Don Q, Absolut, Dewar’s, Bacardí, Ponte Vecchio. Ahora se hallaba dentro de ellas un mundo technicolor organizado por sabores: anaranjado radioactivo para la parcha, las semillas negras de la fruta nadando en el licor; el blanco lechoso del coco con su textura de cachispa flotando dentro del ron; el betún amable del café, borra incluida; el amarillo soleado que se asomaba entre pedazos de piña. También había otra, un sabor inclasificable que se diferenciaba de los demás por el arcoíris de frutas suspendidas en el líquido.
Oquendo sonrió, sus diminutos ojos negros brillaban complacidos con la reacción de sus huéspedes. “Ese es ‘El Patriota’, el de la casa”, explicó. “Tiene coco, piña, china, guayaba y cherry. Ese lo vienen a buscar aquí de toda la isla. Hasta a Orlando se lo han llevado, yo no sé cómo lo pasan por el aeropuerto. Al principio le ponía manzana, pero esa no es de aquí, así que se la tuve que quitar”.
Había algo casi entrañable en ese chovinismo selectivo, un nacionalismo frutal que discriminaba contra la manzana a pesar de admitir a la cereza, que crece en climas más templados. Pero no era el momento para debates ideológicos. Oquendo agarró la primera botella a su alcance y luego sacó una bolsa de tasas de styrofoam, de las que se usan para servir pocillos de café en las panaderías.
«¿Quién quiere un trancazo?», ofreció.
La reacción fue inmediata, el grupo se arremolinó a su alrededor como si fuera la jauría de Pavlov. Es inevitable, abrir una botella de pitorro es darle rienda suelta a la fiesta navideña, sin que importara en lo más mínimo que estuviéramos en medio de la primavera.
Del garaje pasamos a un ranchón aledaño, “el gazebito”, como le decía Oquendo. Resguardado por un techo de zinc a dos aguas, su fachada abierta dejaba entrar la brisa de la montaña, un fresco que siempre toma por desprevenidos a los que vienen de la calentura de la costa. La fiesta comenzó en propiedad tan pronto se desenfundaron los instrumentos. Primero apareció un teclado eléctrico que pertenecía a uno de los excursionistas, un músico que se describió a sí mismo como un “hombre orquesta que toca en bodas, quinceañeros y bautizos de muñeca”. Luego llegaría una guitarra y un cuatro para acompañarlo.
Oquendo se movía entre los huéspedes al son de la música, seguido por su esposa, una señora de ojos cansados y el pelo largo color paja caneada amarrado en un moño severo detrás de la cabeza. Tenía una pierna tiesa que arrastraba en su recorrido detrás del marido, al que se unían tres nietos preadolescentes que correteaban por el lugar. “Dale otro trancacito a este, ma”, le decía Oquendo cada vez que veía a alguien que no estuviera bebiendo y ella, que cargaba un gancho de cañita, rellenaba un vaso tras otro. No recuerdo que dijera una sola palabra durante la jornada. El resultado de tanto trancazo por la libre, sin embargo, acabó por tener el efecto opuesto a su silencio. La música se sentía cada vez más desafinada, el tono de voz de los bebedores se convertía en grito. El clímax se desató con los primeros acordes seudo-tropicales de un éxito pop de los ochenta. Aunque no sabían más nada de la canción, los expedicionistas del pitorro cantaban en un coro cada vez más caótico “feeling hot, hot, hot”. Perdidas dentro del ritmo acartonado del sintetizador, las voces entraban y salían sin ton ni son en una cacofonía ebria. Entonces se hizo el silencio; el hombre orquesta paró de tocar repentinamente para alzar su vaso sobre la cabeza. Pensé que pediría más caña, pero solo quería marcar la frase que estaba por decir.
“Yo quiero tener un hígado como este vaso”, exclamó. “De styrofoam, para poder seguir bebiendo y jodiendo para siempre”.
Su reclamo se perdió entre las carcajadas del público. La borrachera a su alrededor le daba paso a una celebración del alboroto.
Fiesta y cañita, juntas conforman una escena tan familiar, que a veces parece que nunca ha habido una sin la otra en Puerto Rico. Ya para finales del siglo 18, fray Íñigo Abbad y Lasierra, uno de los primeros historiadores de la isla, notaba que “los habitantes de Puerto Rico han adquirido la afición a las bebidas fuertes y espirituosas y a los bailes”. En su “Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico” se nota el pavor ante el alboroto criollo de un fraile que había llegado desde la catolicísima España.
Ese afán celebratorio seguía siendo la norma en el siglo 19, cuando el gran artista de la época, Francisco Oller, pintó “El velorio”, el cuadro definitivo del costumbrismo puertorriqueño. La pintura del tamaño de una pequeña pantalla de cine presenta un elenco variado de negros libertos, jíbaros borrachos, clérigos santurrones y cinco botellas de vino y ron que, junto a un lechón a la vara, encuadran la imagen. Es una pintura de borrachera al servicio del hedonismo sudado que provoca la aplastante humedad caribeña. La gente canta, baila, come y bebe. Nadie, excepto por un negro callado, tan silencioso como la esposa de Oquendo, le hace caso al pequeño cadáver espectral de un bebé en medio del bohío. Es el velorio de ese niño lo que le da el título a la pintura. En la mirada del pintor cosmopolita –Oller había vivido en Francia, donde se había codeado con los impresionistas- se repite el juicio lapidario de Abbad y Lasierra ante el desenfreno puertorriqueño. Los protagonistas de la pintura ni se enteran. Al igual que en el gazebito de Oquendo, todavía queda ron de sobra para repartir.
“Sí señor, yo soy Machetero”, repetía el anfitrión de vuelta en la fiesta. Era una consigna que repitió varias veces durante aquella larga tarde que se extendió hasta la noche. La gente a su alrededor gozaba en un espacio construido para ser un altar a la patria dedicado a Filiberto Ojeda, su ídolo. Había fotos del líder del Ejército Popular Boricua –Los Macheteros-, en casi todas las columnas, confundiéndose aquí y allá con imágenes de Lolita Lebrón, Albizu Campos y reproducciones de los pintorescos paisajes de Cajigas, repletos de carretas con bueyes.
La figura de Filiberto constituye un símbolo poderoso para muchos alambiqueros. En mi primer viaje del pitorro, de camino al alambique de Don J, me topé con una cara del comandante de tres pies de altura tallada en la montaña. La historia del rebelde que se enfrentó al gobierno, logrando evadirlo por más de una década antes de morir batiéndose a tiros con el FBI, refuerza el credo libertario que se resiste a leyes e impuestos.
“Yo no creo en ningún gobierno porque ningún gobierno me da nada a mí”, me diría Oquendo luego. “Ellos siempre te atacan, Hacienda siempre busca por dónde morder de lo de uno. Si vienen por lo mío que me cojan haciendo ron, como patriota que soy. Como nacionalista”.
Mientras tanto, en la otra esquina del ranchón, uno de sus huéspedes había comenzado a improvisar unas tonadas. La frase del día surgió de una voz ronca, quebrada por los gritos y los palos de caña.
“En Puerto Rico la libertad es todo lo que sea clandestino”, cantaba.
Era un lema que resumía elocuentemente un imaginario creado a base de cuatro siglos de resistencia contra las autoridades.
Meses después de aquella tarde maratónica intenté visitar a Oquendo nuevamente. Quería entrevistarlo una vez más y, para qué negarlo, también quería comprar más galones de El Patriota. El regusto cítrico de ese ron, esa aspereza tan dulce, me había enganchado. Conseguirlo fue una tarea casi imposible. Aparte de los problemas de señal telefónica, las llamadas que le hacía se cortaban constantemente, Oquendo no tenía tiempo para verme. “Me están dando duro en el trabajo”, me decía. Siempre estaba haciendo entregas junto a su jefe, el dueño de una distribuidora del Plan WIC. Oquendo se gana la vida como vendedor del programa de asistencia nutricional para mujeres y niños del gobierno federal de los Estados Unidos. El taller con el alambique, toda la producción artesanal de El Patriota y los demás sabores, es una alternativa lucrativa para complementar sus ingresos.
Cuando finalmente nos reencontramos, las Navidades se acercaban y Oquendo estaba en plena producción para la época de mayores ventas del año. En medio del proceso de rellenar botellas para añejarlas, le pregunté si no había alguna contradicción entre su trabajo regular, que depende de la asistencia de Estados Unidos y su discurso nacionalista.
“Para nada”, me dijo. “Al revés, he visitado como vendedor a mucho cliente para venderle leche en fórmula y mucho cliente sabe que yo me dedico a esto por el lado y pues, le suplo. Yo tengo muchas amistades, en todo Puerto Rico me conocen”.
Estaba ajorado, le habían pedido 60 galones de coco de una semana para otra. El gazebo ya no era el espacio abierto y agradable de la última vez. La necesidad de convertirlo en una línea de producción lo había tornado en un lugar lleno de mesas, botellas vacías, sacos de azúcar negra, botellones de CocoRico, cocos a medio picar y viejos bidones de gasolina repletos de caña recién destilada. Tres de sus nietos, una niña y dos niños entre los ocho y los once años, jugaban a la afueras del gazebo, haciendo carreras jalda abajo.
Entre una botella y otra, Oquendo me hablaba de nuevos sabores que intentaba añadir a su repertorio. “Empecé a hacer Baily’s, que es a base de mantecado”, me dijo antes de añadir, a manera de excusa, “y hago tremendo Baily’s, pero no quiero dañar lo mío. No quiero salirme del patriotismo en que estoy pa compartir mucho con los americanos”.
Como no podía detener el ritmo de trabajo para atenderme, llamó a la nieta para que me acompañara al garaje y me ayudara a escoger los galones que le quería comprar. “No te preocupes, que mis nietos son tremendos vendedores, yo me he ocupado de enseñarles”, me dijo. “Son nacionalistas y macheteros”.
Mientras separaba mis botellas con la ayuda de una representante de ventas de once años, sentí que la imagen de un pitorro prófugo y nacionalista se esfumaba entre nuevas contradicciones. El ron artesanal, aun dentro del sistema rudimentario de Oquendo, encontraba un nicho de ventas y mercadeo, dejando atrás una parte de su existencia fugitiva. Pero esa era caña de otro trancazo, una resaca histórica que enfrentaría en la próxima parada de mi viaje.
NOTA: Esta es la segunda parte de una crónica sobre el pitorro puertorriqueño dividida en cinco capítulos. Accede aquí al primer capítulo: Metiendo caña. La semana que viene publicaremos la tercera entrega: La resaca.