Agua prohibida
A todas las lloronas del mundo.
A Michelle Koerner.
Somos criaturas de agua, salidas literal y simbólicamente del mar, tanto en el tiempo geológico de la evolución como en el tiempo histórico de las diásporas, la colonización y el capitalismo. El cuerpo exuda, por medio de todos los líquidos que emite, el insoslayable recordatorio de nuestra procedencia acuática, que no es otra cosa que decir de nuestra desarraigada, líquida, transitoria subjetividad. Mas en otra de esas contradicciones básicas de la humanidad, los líquidos del cuerpo han sido blancos predilectos de la famosa represión freudiana, que él ubicaba en el origen del proceso civilizatorio occidental. Indudablemente, la historia del inodoro, del aire acondicionado y del espacio “privado” de la domesticidad se ha escrito conjuntamente, a pesar de las distancias temporales, pues responde al mismo imperativo de negar, suprimir y esconder los viscerales recordatorios de nuestra precariedad.
Sin embargo, nada como el trato que ha recibido el llanto, emisión del cuerpo sometida al régimen binomial del sexo como ninguna otra. El llanto ha sido y sigue siendo “cosa de mujeres,” uno de los signos más abyectos de la feminidad. Aunque todxs estemos de acuerdo en que el dicho “hay que reírse para no llorar” se ha vuelto, en lugar de un estado de excepción, un mantra de vida a cada minuto de la supervivencia, a duras penas, que padecemos, el llanto sigue siendo la circulación de un agua prohibida, el despliegue de una feminidad entendida como fragilidad, fracaso y derrota. Solo dentro de las más restringidas y comercializadas situaciones se puede llorar en público: alguna celebridad que se “arrepiente” de sus inmoralidades, alguna futura estrella del pop a quien le saltan las lágrimas cuando gana –o pierde– el concurso de Idol, las telenovelas que, según el aparente acuerdo del establishment que arbitra la cultura, no es arte serio. Todo parece indicar que una de las leyes no escritas del Padre es que en público no se llora de veras, con ganas y sin mercadeos –incluidos, de manera acuciante en la actualidad, el farmacéutico por un lado y la tergiversación new age por el otro–, si es que quieres mantener un aura de dignidad, legitimidad y respeto por parte de tus pares.
La tragedia de Esquilo Los siete contra Tebas es uno de los espacios canónicos occidentales más ricos en explorar el dilema del llanto. Eteocles dedica parlamentos enteros a ordenar violentamente a las mujeres del coro que callen sus llantos y lamentaciones. Para él, el llanto es inútil: lo único que logra es desmoralizar a los soldados que defienden a Tebas contra la invasión liderada por su hermano Polinices. (Eteocles, por supuesto, convenientemente naturaliza la historia, olvidando que la invasión es el resultado de su obcecada ambición por el poder). Los insultos que profiere Eteocles –el “héroe” trágico del texto– a las mujeres son asquerosamente misóginos. Ellas se defienden más o menos servilmente.
Aunque lo anterior se apega a lo que a todas luces ocurre explícitamente en la trama trágica, el asunto no es tan sencillo. Para empezar, el despliegue de la violencia masculinista de Estado figurada en Eteocles no logra acallarlas; el coro nunca deja de llorar. Más aún, la abrumadora mayoría de la acción y el protagonismo en escena es del coro llorón (la guerra entre las fuerzas tebanas y las invasoras ocurre fuera de escena). En el texto, únicamente el coro tiene claros los lineamientos de la tragedia: el absurdo de la ambición del poder y de la violencia requerida para mantenerlo. Las lloronas tuvieron siempre la razón; el análisis del conflicto político que hacen desde la tristeza fue el acertado, aquel que hubiese evitado el asesinato mutuo de los hermanos. Haberle hecho caso al llanto habría hecho canalizar más sanamente la ira y habría asegurado la paz. La tragedia parece consistir, precisamente, en la represión y ridiculización del llanto como fuerza política.
Lo cierto es que nos sobran, por mucho, los motivos para llorar, y para hacerlo apasionadamente. No hay cuerpo que resista tanta absorción del mal que nos envuelve sin dar de sí. Habría que politizar la práctica cultural de las lloronas en los funerales, convirtiéndolas en manifestaciones que retomen el espacio público. Habría que refutar la abyección y feminización (entendida como inferiorización) del llanto y reivindicarlo como una práctica política en oposición al régimen del Padre, de la raíz, de la tierra, de la posesión, de la frontera. Habría que echarse a llorar colectivamente, de veras y sin mercadeos, y hacer circular así el mar primigenio de la humanidad, a ver si echamos a andar entonces, desde el pensamiento de las vísceras, mejores maneras de habitar este planeta Agua, que no Tierra.