Alerta nacional
Asistimos a una etapa en la historia del capitalismo en la que el ideario de beneficencia y sociabilidad que se pretendió construir entre 1950 a 1980 se ha esfumado, provocando un proceso de descohesión social que ha cristalizado en la actual crisis de empleos, el aumento de la miseria y el incremento de las desigualdades.
Si bien en las últimas décadas del siglo XX se vivieron –en gradaciones– momentos de mayor estabilidad que el presente, lo cierto es que muchos gobiernos capitalistas, como sucedió en Estados Unidos, fracasaron en resolver los problemas de pobreza y desempleo y, en la mayoría de los casos, cedieron ante los intereses del gran capital adoptando políticas de desregulación económica mientras deshilaban las protecciones sociales resguardadas en el Estado benefactor.
Esa ha sido también la experiencia en Puerto Rico, donde vivimos tiempos de crisis e inestabilidad cuya mayor tragedia se arroja sobre la clase trabajadora.
Por eso, al examinar los índices económicos y los datos censales más recientes no exageramos al afirmar que presenciamos una época que, de no actuar con urgencia, está próxima a conocer las grandes hambrunas que caracterizaron los años de la Gran Depresión de 1930. Los indicadores son claros: un descenso general en las tasas de crecimiento asociado a un aumento en el desempleo en proporciones espectaculares y, por consiguiente, un incremento en el empobrecimiento de la clase media, profesional y de los sectores que subsisten de subvenciones federales.
Lo peor es que el ritmo desacelerado que marca la economía no disipa un pronto final. Expertos anticipan, por el contrario, que la actual crisis tendrá efectos de larga duración y advierten que quienes como consecuencia de las políticas de ajuste fiscal hayan perdido sus empleos tienen menos posibilidades de recuperación.
Ante este escenario, escasean las respuestas capaces de armar una propuesta social, política y económica que, desarticulando los elementos que provocan la crisis, propongan una nueva dirección para el país con opciones dirigidas a librarnos de este atolladero.
Los dos partidos principales, en el transcurso de las últimas décadas, han sido incapaces de promover un cambio en la estructura social. Sus posicionamientos políticos y su agenda de gobierno suelen ser cada vez más afines, cuando no idénticas. Mas hoy, cuando la crisis que azota la Isla reclama respuestas, la dirigencia de la principal oposición se muestra impasible, sumergida en la sordidez de su silencio.
El tercer partido del ruedo electoral, el Partido Independentista Puertorriqueño, en tanto, luce cada vez más distante de las necesidades del país, ensimismado en una hermética estructura burocrática engrosada de fina retórica discursiva.
La escena se complica si consideramos el descrédito volcado sobre algunos gremios y dirigentes sindicales por, a nuestro entender, no haber logrado exponer con claridad las estrategias políticas de negociación asumidas en medio de la crisis para defender la estabilidad de los empleos que representan.
Los sindicatos, que en su mayoría sufren los vicios del continuismo y el caudillismo, han dejado de dominar la lucha social y la discusión pública de los problemas que afectan al país, ocupando un rol más circunspecto.
El resto de la ciudadanía, en mayor o menor grado, lucha por agenciarse espacios autónomos desde donde alzar su voz para reclamar justicia, democracia e igualdad. Sucedió, por ejemplo, con las luchas de los estudiantes universitarios del sistema público, quienes sonaron la alarma para alertar al país de la necesidad de armarse de valor para enfrentar las políticas discriminatorias del gobierno.
Ellos fueron, en gran sentido, uno de los precursores del movimiento global de indignados que ha validado la fuerza de la irritación colectiva frente a las políticas neoliberales en muchos rincones del mundo. Desafortunadamente, la vigorosidad de ese movimiento también se ha replegado, consecuencia de los atropellos y la violencia policiaca e institucional.
Lo que ha continuado, sin embargo, es el aumento de las desigualdades, la ausencia de democracia, el empobrecimiento, la miseria y la carencia de empleos. Un nuevo orden colmado de contrastes sociales y en el que el mercado ejerce un poderío absoluto se impone, mas no por mucho tiempo.
Las fuerzas sociales no tardarán en resurgir para salvar el país y reconstruirlo viabilizando nuevos espacios de poder participativo y con mayor justicia porque, como ha señalado el economista Joseph E. Stiglitz, “el mejor gobierno que el dinero puede comprar ya no es suficiente».