Anti-poética del viaje: K-lores del trópico de Francisco Cabanillas Taulé
Cosmonautas de la autopista, a la manera de los viajeros interplanetarios que observan de lejos el rápido envejecimiento de aquellos que siguen sometidos a las leyes del tiempo terrestre, ¿qué vamos a descubrir al entrar en un ritmo de camellos después de tantos viajes en avión, metro, tren?… Autonautas de la cosmopista, dice Julio. El otro camino, que sin embargo es el mismo.
–(Los autonautas de la cosmopista, Julio Cortázar y Carol Dunlop)
Si ustedes y yo pasáramos ahora mismo una rápida ojeada mental a las narrativas fundacionales de Occidente, apuesto a que coincidiríamos todos en una peculiaridad inherente a todas ellas: el viaje. El viaje es, pues, la experiencia fundacional, sine qua non. Después del estatismo vinculado a la creación, en la narrativa que sea, el ser humano emprende un viaje tras alguna caída o algún diluvio. El viaje, motor de la condición humana, es –por virtud de la experiencia repetida– de las primeras grandes metáforas que la humanidad inventó: el río viaja/nosotros viajamos, el río nace y muere/nosotros nacemos y morimos. ¿Entre medio? Viajamos como el río. Somos río, somos viaje: Voilà: nuestra identidad es el viaje. Soy en tanto viajo. Viajo, luego existo. Me perdonan, por favor, el lapsus cantinflesco. Algo de verdad tendría que haber en todo esto. El libro que les presentamos apuesta, y ya me lo confirmará su autor, a una anti-poética del viaje. Si bien el camino trazado por el autor-viajero puede ser circular, elíptico, vertical, horizontal, muchas veces en espiral, a mí se me antojó verlo como ese que da Nicanor Parra en “La montaña rusa”, al final del cual nos dice: “Suban, si les parece./Claro que yo no respondo si bajan/echando sangre por boca y narices.” Y es que estas crónicas son una invitación a subirse a una montaña rusa, a presenciar, escuchar, oler y sentir los parajes de un viaje vertiginoso que nos irá descubriendo las realidades más irónicas y paradójicas, y por tanto fascinantes, de este siglo XXI al que hemos llegado.
Sin más rodeos, les invito a un viaje panorámico por las crónicas. La primera parte titulada “Viaje: oda a Alonso Ramírez” recoge precisamente las crónicas inspiradas en sus periplos por Argentina, Cuba, Jamaica, Granada y Sevilla. Estas crónicas relatan el viaje que comienza por Argentina y termina, como círculo borgeano, en Argentina. Quisiera dejar claro que este viajero empedernido no es un viajero aéreo cualquiera; más que la visión oblicua de los parajes y realidades visitados, está presente esa otra visión, quizás cubista, del viajero de a pie; del que se baja del avión y quiere, aunque la fatiga lo consuma, recorrer todo, o casi todo, de un jalón.
Las cinco crónicas que componen esta primera parte nos transportan en el tiempo a la última década del siglo pasado y nos pasean por unos lugares que bien podríamos clasificar de icónicos en tanto son ejemplos perfectos de las diversas transformaciones que han sufrido los principales estados latinoamericanos, enfrentados sistemática y progresivamente a un acondicionamiento, mayormente forzado, a las políticas neoliberales cuajadas desde la metrópoli norteña. El caso de Argentina constituye, tal vez, el dramatismo con que se ha dado la transformación finisecular. Esa Argentina de Carlos Menem en la cual puso pie en 1991 “venía de vuelta de Guatapeor…tenía los pulmones llenos de aire. Por todas partes, hormigueo de gente, las casas de cambio compraban y vendían dólares. Era un nuevo peronismo en acción…” Pero el sueño populista fue como el amor líquido o como diría Sabina “duró lo mismo que dos peces de hielo en un whisky on the rocks”. Casi una década más tarde esa bonanza virtual movió a multitud de familias de clase media y media alta a protestar contra el desfalque nacional que certeramente apodaron “corralito”. Y como todo principio tiene su final, o todo su final tiene su principio, el sagaz viajero nos lleva de vuelta a Buenos Aires en la última de las crónicas de esta sección. Ya se acerca el final de la primera década del siglo XXI y, acostumbrados como estamos en Latinoamérica, a vivirnos el surrealismo como si estuviera insertado en el código genético, Argentina habría parecido cambiada al filo del 2008, pero decir eso es impreciso pues si bien Mercedes Sosa cantaba aquello de “Cambia todo cambia”, lo que aparenta ser más fiel a la realidad es que “No cambia, nada cambia”. Así pues la fiesta populista a lo Menem y el amargo corralito cedieron paso a la trifulca entre el estado de los Kirchner y la poderosa oligarquía del campo, enriquecida gracias a la infame fantasía de la soja transgénica de Monsanto. Dicho sea de paso, Puerto Rico tiene vela en este entierro ya que es en suelo boricua donde se llevan a cabo los experimentos transgénicos de las transnacionales. Como ven, aunque se pague boleto directo, todo viaje, potencialmente, implica una escala.
Del cono sur, entonces, pasamos al Caribe, a la otra ala, a la del pájaro antillano que poetizara Rodríguez de Tió. Esta crónica, que hace la escala del regreso en Jamaica, nos revela, ese sentimiento del viaje primerizo que se hace a Cuba, el viaje a esa utópica twilight zone que des-mitifica o re-mitifica los logros y dificultades de uno de los procesos revolucionarios más embestidos de América Latina. El viaje nos parece curioso y fascinante pues si bien uno espera que La Habana sea protagonista en las pupilas de este viajero, resulta ser Santiago, “la ciudad más negra de Cuba…la más haitiana”. En ella pudo observar la tensión tácita entre los cubanos que sí podían, en compañía de sus amistades-turistas, entrar y disfrutar del restaurante X y los que no podían porque no conocían “a ningún turista que los entrara y les pagara una cerveza.” A cientos de millas, que no es poco, pero tampoco es mucho, en la otra orilla, en la opípara América de Bill Clinton “se aprestaba[n] a firmar el TLCAN, un animal con hambre decimonónica y ganas de comerse todo el maíz mesoamericano. Nueva incógnita: ¿dejarán los cristianos de la metrópoli, católicos o protestantes, que esta Cuba jineteada por el fin de la Guerra Fría se muera de hambre?” La ironía es ese signo amorfo que se nos sienta encima. ¿Acaso no resulta irónico que después de plantearse una pregunta como esta, la próxima escala sea Jamaica, la que nuestro ingenioso y moderno Palés llamó “la gorda mandinga”? Jamaica, la de los dreadlocks, la del reggae, la de la jícama picante, marcas todas de esa caribeñidad que slo puede definirse a partir de la perpetua transformación. Cerca y lejos, es una pantalla donde también se mira en pleno siglo XXI cómo en el alucinante Caribe quedan todavía vestigios de una colonización europea, traslucida en los ademanes de una rancia aristocracia decimonónica.
Como en el cuento “El naranjo” de Carlos Fuentes, en el cual los aztecas invaden a España, nuestro viajero nos obliga a trazar con él un viaje al revés. Empezó por el cono sur, nos llevó como las migraciones de arahuacos al Caribe y ahora nos lleva, no al norte, sino al sur de España, a la Granada de Lorca, a la de La Alhambra, ese bombón de la arquitectura islámica que, lejos de lo esperado no lo conmovió a primera vista. Esa mirada preconcebida que lleva el viajero-turista que alucina imágenes; ese cándido “pienso, luego miro” se transforma inequívocamente frente al vacío paradójico que no se esperaba. Nos dice el viajero: “¿Por qué nos parecía este palacio más vacío que, por ejemplo, el de Olite, que habíamos visto al principio del periplo?…¿Por qué, en definitiva, la idea de que de La Alhambra había huido la humanidad tenía que subrayar tanto la presencia de un hueco que ahora no podíamos dejar de notar? ¿Qué faltaba?…Granada: ¡explosión silenciosa, lenta cámara de ecos!” Granada se vislumbra, pues, como en esos versos de Octavio Paz en los que, en vez de decir “Tierra a la vista”, dice “Cuerpo a la vista”. Esa imponente corporeidad arquitectónica resultó ser terriblemente elocuente, sobre todo, cuando al comparársela con las edificaciones cristianas también se podía leer una violencia enclavada en la obsesiva repetición de interiores. Supongo, entonces, que no hay nada peor y nada mejor que darse cuenta de que la vista, ese sentido imperioso del viajero, puede ser también frontera de libertades.
Y hablando de fronteras, el viaje que hace el autor a Sevilla confirma el prejuicio que existe en España contra el sur, un prejuicio que tiene sus coincidencias con el prejuicio de lo latino en los Estados Unidos. Sobre todo se destaca la semejanza entre esas aplastantes retóricas sobre las identidades que se producen en ambos espacios geográficos. Escuchar en el Sevilla Tour que Simón Bolívar había sido un aristócrata español nacido en Venezuela y presenciar cómo unos jóvenes catalanes se ofendían con un vendedor de castañuelas porque este les había considerado sevillanos no son meras pautas anecdóticas, sino consideraciones de peso a partir de las cuales es preciso reflexionar sobre eso que el viajero bien llama “el individualismo posesivo de la modernidad céntrica”.
Este es un viajero fascinado por las cavidades; sobre todo, por el tránsito a través de las cavidades de los sentidos. De la cavidad de los ojos, pasa a la cavidad del sonido, mera excusa para seguir cavilando en torno a eventos que hoy nos resultan muy pertinentes para comprender cómo se vivió el final del siglo XX y cómo se le dio la bienvenida al XXI. Los ensayos de esta sección, “Sueño con serpientes”, “Latinorama”, “Siete sabinismos de la realidad Sabina” y “Entre líneas: cocaína, música y literatura” transitan por esa Latinoamérica/USAmérica que solemos no pensar mucho. Hay dos ensayos en esta sección que me parece serán de lectura obligada en el futuro. Me refiero a “Sueño con serpientes” y “Latinorama”. En el primero, la invitación es a viajar en el tiempo. Cada fecha es como la señal de un kilómetro transitado. 1989: Invasión de Panamá, 1990: declive de la izquierda en Nicaragua, declive de la derecha en Chile, la locura de Vargas Llosa y la de Fujimori en el Perú, 1991: el golpe contra Jean Bertrand Aristide en Haití, 1992: el mal llamado Quinto Centenario del Descubrimiento de América, 1993: apogeo de las políticas intervencionistas de Clinton en América Latina, 1994: El Tratado de Libre Comercio de América del Norte y el surgimiento de los zapatistas lidereados por el Subcomandante Marcos, 1998: Chávez, 1999: Vieques. Vale la pena enfatizar el círculo: 1989: Panamá, 1999: Vieques. El viajero canta con Silvio “Sueño con serpientes”. Yo también canto con Silvio: “Vaya forma de saber, que aún quiere llover sobre mojado.” El segundo ensayo de lectura obligada es “Latinorama”. Se trata de una lectura lúcida sobre el retrato del emigrado –siempre secuela del Retrato del colonizado. Partiendo de interesantes apuntes entre la percepción sobre el inmigrante en Estados Unidos y España, el autor retoma a dos personajes que causaron mucho revuelo en su momento y que valdría la pena recordar: José Ibrahim Padilla (Caso Padilla) y Camilo Mejía. El primero, boricua, pobre y musulmán; el segundo, ciudadano estadounidense, de padres nicaragüenses-sandinistas–, que se declaró desertor en plena guerra contra Irak. Ambos son figuras emblemáticas no solo por lo que representa la exclusividad de sus casos, sino porque, en conjunto, destapan la maquinaria ideológica que engrana el imperialismo histórico y sicológico bajo el cual Estados Unidos ha sometido al resto de América desde el siglo XIX.
Pero, bueno, hay que cambiar de tema para llegar al final del viaje. Arribando aquí, vale la pena recordar que no solo de pan vive el hombre, aunque, en nuestro fuero interno, todos sabemos que barriga llena, corazón, contento. Por eso, la última sección del libro, titulada “Fogón: oda a Berta Cabanillas”, es la invitación, como al final de un trayecto intenso, a degustar un menú que habla por sí solo.
Me gustó mucho el ensayo que inicia esta última parte. Aquí el autor, transeúnte por las calles de Madrid, nos relata cómo va en búsqueda de un lugar donde poder comer pues a esa hora del día el hambre canina está por terminar con sus buenas intenciones de filósofo-turista. Bajo su brazo lleva la novela de Saramago, El evangelio según Jesucristo. El caminante-filósofo hace interesantes comentarios teóricos sobre la ingesta de alimentos mientras cavila en qué lugar módico poder llenar el estómago y no vaciar por completo los bolsillos. El trotamundos encuentra, ¡eureka!, el lugar ansiado con el insólito nombre de Restaurante Puerto Rico. La experiencia de epifanía, por demás da pie a cavilaciones más amplias (epistemológicas) sobre identidades culturales de una nación que bien podría definirse a partir de una política (¿o una poética?) del comer. De pronto, sucede el milagro que bautiza la experiencia del almuerzo: en su ida al baño, el filósofo-caminante se encuentra con el libro de Yolanda Martínez San Miguel, Caribe Two Ways, colección de estudios sobre las migraciones caribeñas en la segunda parte del siglo XX. ¿Cuánta probabilidad existía de que primero encontrara un restaurante con tal nombre “al pensamiento grato” y después, en el baño, un libro que trata, precisamente, de lo que él venía pensando con su estómago vacío? Es como si el azar lo empujara a corroborar que su signo de viajero lo llevará reiteradamente por los caminos sinuosos de una geografía dinámica y sorpresiva como la de la propia cultura puertorriqueña o la de México, la más surrealista de las surrealistas, según sugirió Breton, y que será escala del próximo vuelo.
Llegar a Xalapa es su objetivo final; sin embargo, un breve aterrizaje en el D.F. es suficiente para hacerlo reflexionar sobre la trayectoria de ese país desde tiempos coloniales a la actual organización neo-liberal del estado. Ya en Xalapa, una cena en Vips –cadena de comida mexicana que Walmart compró hace unos años–, y otra en el Callejón del diamante –restaurante local–, le imponen otras reflexiones, todas ellas concatenadas: la caribeñidad mexicana, el mestizaje de la comida mexicana, la habilidad innata para mexicanizar platos del ámbito internacional y, de forma destacada, el maíz como ícono a partir del cual podemos leer los diferentes procesos de colonización en México, país subalterno no sólo del vecino del norte, sino de un catolicismo institucional que ha colaborado en muchas instancias con los intereses del poderoso en turno.
Considerando que la mochila a la espalda ya nos está fatigando a esta hora del viaje, seré breve y les diré que los últimos textos de esta colección se mueven entre la exquisitez de los alimentos protagonistas (sopa de plátano, lechón/puerco/cochinillo, maíz, bife de chorizo) y la lucidez de lo que en ellos se discute. El Ché, comilón de puerco; el plátano, emblema de un mestizaje que eternamente se re-inventa; el lechón, epítome de religiosidades mal llevadas –que dicho sea de paso un lechón no es lo mismo para un gaucho que para un jíbaro–; el maíz, base del veneno que hoy día nos está matando poco a poco (el jarabe de maíz de alta fructosa); y el bife de chorizo, que nos recuerdan las fronteras impuestas, líquidas por impuestas, obstinadamente perpetuadas en USAmérica, en Latinoamérica, en el Caribe, en Puerto Rico.
En definitiva, se trata de una colección de crónicas-ensayos en la mejor tradición de las escritas por Eduardo Galeano, Carlos Monsiváis o Edgardo Rodríguez Juliá. El lector/La lectora hallará guiños cautivantes a lo Cortázar en Los autonautas de la cosmopista. La perspicacia de sus comentarios, la desenvoltura de su estilo y la osadía de las conexiones temáticas y teóricas, nos ofrecen un viaje panorámico, en primera clase de la Borinquen Airlines, por la contemporaneidad que nos ha tocado vivir en este siglo que, como todos los demás, sigue siendo “cambalache, problemático y febril”.