Antonio Pantojas, in memoriam
Para Yamil Collazo, que me lo pidió.
Todo mi sueño ha sido con el olor de la higuera y
la cintura del que corta las espigas. ¡Nadie a través de mí!
¡Yo a través de vosotros!
-Federico García Lorca, El público.
Y es que al contar esta historia es imprescindible señalar que para inicios de los años setenta, ser gay (¿se usaba esa palabra?) estaba proscrito, suprimido, condenado, anulado. Y entonces, Antonio Pantojas. Lo primero: aunque vestía ropa de mujer y actuaba como mujer (pero, ¿qué exactamente significa eso?), Pantojas no creaba la ilusión de que se estaba viendo a una mujer. Usaba escotes profundos, pero mantenía su pecho muy masculino. Mantenía también su vozarrón masculino, tanto al hablar como al cantar. Por eso, cuando unos años después estudié el concepto de Verfremdungseffekt de Bertolt Brecht, lo entendí inmediatamente: “ah, pero si eso es lo que hace Pantojas”. Fue una de las primeras lecciones que recibí sobre la arbitrariedad del género, del género como performance. Pantojas demostraba en escena todo lo que tres décadas después haría famosa a Judith Butler.
Claro, uno no espera que le den ese crédito a Pantojas pues, ya se sabe, se trata de un sujeto colonial, esto es, un “no-ser”. Pero este “no-ser” tenía plena conciencia de su existencia, una conciencia exacta, vigorosa, combativa, indispuesta a aguantarle ninguna negación a nadie. Esa fue la segunda gran lección que nos ofreció Pantojas, su absoluta entrega a la lucha independentista, su ineluctable compromiso patriótico, evidenciado en su entereza a la hora de manifestar y apoyar todo lo que tuviera que ver con nuestra afirmación nacional. Recordemos que los años setenta fueron años de violenta represión al independentismo, por lo cual la posición política de Pantojas fue abiertamente atrevida, no solo por su adhesión al movimiento proscrito, sino porque esta iba firmemente acompañada de ese otro tabú que es la sexualidad no ortodoxa, junto a su cuestionamiento de género. Este hombre vestido de mujer gritó, “¡abajo los yanquis, viva Puerto Rico libre!”, y con ello masacró todos los esquemas.
No fueron pocas las veces que se le criticó negativamente por hablar de independentismo mientras vestía de mujer. En los setenta tal cosa era inimaginable, sobre todo porque entre los independentistas era de conocimiento general el modelo cubano de “reeducación” de los homosexuales, modelo que, según algunos, habría que implantar en hombres tales como Pantojas, una vez se lograra la independencia. Pienso que uno de sus mayores logros fue precisamente mostrar lo errada de tal política, evidenciar la importancia de escuchar y apoyar la lucha de los marginados, sobre todo de considerar toda lucha como parte ineludible de una sola. Que si bien las luchas grandes no prosperan sin las pequeñas, las pequeñas también deben ocupar su legítimo espacio en las grandes. Qué más pedir.
Si lo anterior fuera lo único, ya estuviéramos satisfechos por demás. Pero esta no es toda la historia de Pantojas. Hay que añadir su brillante carrera como actor en varias de nuestras más significativas producciones teatrales. Pienso en su trabajo La historia del hombre que dijo que no, del Taller Alacrán. Pienso en El cementerio de los automóviles, de Fernando Arrabal, dirigido por Victoria Espinosa, diosa de nuestra vanguardia, también directora del estreno mundial de El público, de Federico García Lorca, en la que Pantojas hizo una imponente Julieta. Y pienso en lo que posiblemente fue el estreno en Puerto Rico de Salomé, de Oscar Wilde, dirigida por el mismo Pantojas, en la que también hacía el papel de Herodías; ahí demostró su competencia y sensibilidad para el teatro poético, él, que siempre se rehusó a ser encasillado solamente como transformista de show de “lip sync”. Pantojas fue un Artista, con la capacidad de llevar muchos sombreros, todos con dignidad, profesionalismo, calidad.
Pero hay más. El humor. Nadie jamás me ha hecho reír como Pantojas. Tenía una capacidad prodigiosa para la comedia, y una exactitud finísima para la improvisación. Le sacaba punta a lo que fuera, y lo hacía con un tino y un atrevimiento que dejaba a la audiencia tirada en el piso sin aire. Décadas después, todavía rompo a reírme de cosas que le vi hacer, a reírme como si lo estuviera viendo por primera vez: “Miss Panamá” (esa historia la cuenta Edgar Soberón Torchia en su libro Hijo de Ochún), “la asesina Mary”, “el vidrio roto”, “saca la toallita”, “las batuteras”, “las evangélicas”, “Margarita Gautier de Rincón”, todas imposibles de describir, habría que haber estado allí. En ocasiones, su humor dividía al público. Por ejemplo, en el verano de 1979, cuando Puerto Rico entero se entregaba solemnemente al deporte, y el gobierno y el comercio anunciaban con patrióticos bombos y platillos que tal o cual cosa era “lo Oficial” de los Juegos, Pantojas tuvo la ocurrencia de salir a escena y felizmente anunciar a su entrada, para espanto de unos y carcajadas de otros, “soy la Loca Oficial de los Juegos Panamericanos”.
En 1996 tuve el privilegio de compartir con él el escenario de la sala Carlos Marichal en el Centro de Bellas Artes durante el evento Rompeforma. Pantojas presentó un solo coreográfico que se me antojó inesperado, pues desconocía que estaba educado en la danza, y por ello no lo consideraba ni bailarín ni coreógrafo. Bailó su solo sin disimular que ya su edad y peso dificultaban una ejecución académicamente pulida. Sorprendió porque, pese a lo anterior, fue un solo de gran brío, de una fluidez ejemplar, de una impecable lógica coreográfica, en el que declaraba públicamente su alto sentido estético, su vigoroso compromiso de vida con el arte y consigo mismo. Una manifestación de dignidad como pocas uno ve durante la vida, que el público reconoció con una más que merecida ovación. Una de esas veladas imperecederas.
Cuando me enteré de que se fue a vivir a Nueva York lo sentí como una gran pérdida para el país. Que sepa, no regresó a hacer ningún trabajo en Puerto Rico. Nuestro teatro perdió así a uno de sus grandes artistas. No lo volví a ver hasta que salió en la película Under My Nails, en la que hizo un trabajo, a mi juicio, desentonado. Creo que el cine le quedaba pequeño. El escenario, con esa gran carga de energía del público presente, siempre fue su espacio de brillo. Ahora que definitivamente se nos ha ido, no siento una pérdida, porque ya hacía muchos años de su ausencia; su carrera artística había dado lo mejor de sí y no nos debía nada más, estábamos más que cumplíos.
De todas sus historias personales, la que más me sobrecoge es una de su temprana adolescencia. Ante su desesperación por el constante abuso homofóbico de su comunidad en el residencial San José, se fue a la cancha del lugar, se colocó en el centro y se desnudó completamente; allí permaneció un rato, observado a distancia y con estupor por toda la comunidad. Como él contó, después de esa acción nunca más lo volvieron a agredir. No creo que haya una lección más fuerte que esa a la hora de enfrentar prejuicios y violencia. Grande Pantojas, aún desde temprana edad.
De todas las presentaciones que le vi, me he quedado siempre con alguna cosa que hizo o dijo. Mi favorita, en una ocasión que no recuerdo ni para la cual tengo contexto, Pantojas comenzó a recitar a ritmo de merengue, “dale, Felisa”. (Obviamente se refería a la alcaldesa, pero no recuerdo por qué.) Uso esa frase en cualquier sitio u ocasión, cuando cambia la luz a verde en el semáforo, al levantar algo del suelo, o al comenzar la faena del día: “¡dale, Felisa!”
Antonio: gracias.