Ay, pero cuánta armonía…
El 13 de mayo se cumplen 25 años de la muerte de Ismael Rivera; el Sonero Mayor, el Brujo de Borinquen, Maelo. Murió en la tarde del 13 de mayo de 1987 y lo enterraron tres días después, el 16. Ese día su barrio salió a la calle a despojarse del dolor y la lágrima que tres días antes le dejó su muerte; a despojarse de la pena de saber que no lo escucharían más. Lo despidieron con plena en Villa Palmeras, lo lloraron en Cali, en el Callao, en el Chorrillo, en Portobelo, en los cerros de Caracas, en Humboldt Park, en El Barrio, en Loisaida y en el Bronx. En todas esas esquinas sonó su música esa tarde.
Siempre lo he dicho, me jode no acordarme de ese día. Eso sí, su música está ahí y ha sido desde hace rato la llave para entablar amistad y cariño, para compartir y conectar. Para maelerear, como dirían mis amigos Macropanas en Caracas que hoy lo celebran en su esquina con “percusión extrema, percusión mayor y bebidas espirituosas”, según dice la invitación a su bembé. Espirituosas son las imágenes que dos panas me han brindado para hacerle yo este homenaje cortito a Ismael. No me acuerdo de ese día, pero además de su música tengo una foto que tomó Ricardo y una foto que tomó José, quien de hecho cumple años el 16 de mayo y esa tarde, como muchas otras, la pasó en Villa Palmeras.
La foto de Ricardo es calma, es cercanía, es un pedacito de ese entierro. Es el brazo que cuelga sobre el hombro decaído, es la mirada detrás de las gafas que miran al suelo. Es esa mano rítmica en el aire. Es como la pausa de alguno de los soneos de Maelo, ese breakecito de silencio detrás del que viene una descarga de sílabas sabrosas que casi siempre termina o empieza Jumping Castle pisando el coro. “Yo lo estiro y lo encojo”, cantaría él. La foto de José es bullicio, es ventetú, es mejunje de cuerpos. Es el acabóse que él pidió para su entierro. Es gente que mira a todas partes, gente que se busca, es calma también. Es un belén para Cortijo y un belén para Ismael. Es como la tranquilidad con que su voz resbala sobre el coro de un son montuno, una rumba, un guaguancó o una bomba.
José tomó su foto justo en el momento en que el gentío entraba al cementerio de Villa Palmeras. El trecho era muy angosto y la bandera grande que la gente cargaba se encogió. Reposó sobre las espaldas y las manos de unos cuantos. De repente se asomó por encima de la bandera ese retrato clásico de Ismael que aparece en cualquier junte maelero, que vi una vez por todas partes en Portobelo, Panamá, que vi en El Silencio y en La Bombilla, en Caracas, que veo en Ciales. Una mano firme agarra la foto, la sostiene al aire pegadita de la bandera, borinqueneando.
Ricardo se fijó en un plenero y su pandero. Un plenero al que no le bastó con cantar un lamento de plena para despedir al Brujo. Al escribir ese “hasta luego” en el cuero de chivo, él se ocupó de no dejarlo ir del todo. Como si hiciera falta el acto de inscribirlo para marcar el desconsuelo, para tocar esa búsqueda de consuelo que es la música. Como si no fuera suficiente agarrarse del timbre de esa voz de brujo que cura heridas. Esa voz que Ismael nos dejó y que está por ahí. Que suena en la radio, en las velloneras y en el desafine de los que cantamos sus canciones a viva voz todos los días aferrados a la idea de no perder la clave.
El 13 de mayo se cumplen 25 años de la muerte de Ismael Rivera; el Sonero Mayor, el Brujo de Borinquen, Maelo. Hoy lo celebramos porque nos queda su música, su voz. Hoy lo recuerdo porque José y Ricardo me brindaron dos fotos de amistad y familia, porque El Nazareno me dijo.
Fotogalería del entierro de Maelo, por Ricardo Alcaraz.
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