Bocabajo
La pregunta no es nueva. Hace décadas recorre los museos de Occidente, particularmente aquellos de gran reputación (Centro Pompidou, Museo de Arte Moderno) que han realizado exhibiciones en las que incluyen obras provenientes de culturas excéntricas. El problema usualmente se agudiza cuando la nación de origen del museo mantiene una relación colonial compleja con las culturas presentadas en las muestras. En tales situaciones, no se hacen esperar las—muy merecidas—acusaciones de que estas exhibiciones son un espaldarazo a la política imperialista.
La respuesta a esa interrogante, sin embargo, dista mucho de ser complicada. Por supuesto que cualquier estudioso puede abordar la producción cultural foránea. En Puerto Rico, pensemos en los escritos de Eugenio María de Hostos sobre Shakespeare, o de Nilita Vientós Gastón sobre Henry James. Un estadounidense puede hacer estudios sobre arte puertorriqueño—véanse los indispensables ensayos sobre Francisco Oller de Linda Nochlin y Albert Boime. Un puertorriqueño bien puede hacer curadurías de arte griego y romano, o de John Cage. Puede hacerlo, siempre y cuando aborde su estudio desde el respeto y la consideración a las circunstancias particulares en que la obra fue creada. Puesto que ninguna obra de arte surge en un vacío y todas son resultado de circunstancias políticas, económicas, sociales y culturales específicas, ninguna de éstas puede ser desatendida a la hora de abordarlas. De lo contrario, el arte pierde su pertinencia, para degradarse a entretenimiento inocuo, decoración superflua.
Ese es precisamente el gran problema del que adolece la exhibición en cuestión en el MAPR. La intención de los curadores de mostrar a Oller en su contexto caribeño, si bien loable, no deja de estar abocada al fracaso, por depender una gran parte de la muestra de los fondos del Brooklyn Museum. Una curaduría no puede levantarse a partir de las limitaciones de una colección. Por el contrario, primero debe considerar la totalidad de los materiales disponibles, tanto dentro como fuera, para entonces hacer una selección mesurada, culta. Además, es indispensable permitir que sean los propios materiales los que se expresen, en vez de torcerlos para exponer ideas previamente dilucidadas. Este acercamiento sólo conduce al riesgo de que las obras, o se anulen, o contradigan las premisas originales de la curaduría.
Resulta cuestionable la pretensión de esta exposición de referir la historia del Caribe a través de pintores originarios de varios lugares de la región, sin considerar sus respectivas historias nacionales, para contrastar sus trabajos con los de Francisco Oller, cuya obra está firmemente comprometida con su historia nacional. Como muy acertadamente señala Rubén A. Moreira en su escrito “Fiasco… ¿Oller?” (80grados, 18 marzo 2016), ese contexto caribeño no ha sido suficientemente establecido, pues los fondos del Brooklyn Museum son insuficientes para dar cuenta de la complejidad del tema. Como resultado, la innecesaria cantidad de pinturas redundantes en esta exhibición ahoga la obra de Oller, amén de neutralizarla, lo cual es mucho más grave.
En Puerto Rico, hemos convivido con la pintura de Oller por varias décadas. Tuvimos, además, el privilegio de estudiar a fondo la gran retrospectiva organizada por el Museo de Arte de Ponce en 1983-85. Enfrentar esta nueva muestra resulta intolerable, por la falsificación que hace del trabajo del maestro. Aún más grave, sin embargo, nos resulta la complicidad del MAPR de aceptar y apoyar el concepto de los curadores del Brooklyn Museum, en lugar de hacer las correcciones y ajustes necesarios, para hacer de esta exposición una más útil, ejemplar. ¿Cómo justificar la inclusión de pinturas tales como De Español y Yndia sale Mestizo (sic) en la que a los puertorriqueños “se nos explican” las jerarquías raciales y el mestizaje, o de expresiones tales como “mujeres de color” y “raza mixta” en las traducciones de los títulos?, ¡por favor! Se imponía reconceptualizar la curaduría, pues el público merece la oportunidad de conocer la extraordinaria obra de Oller sin limitaciones.
Las críticas de Moreira y del que suscribe podrán haber suscitado malestar, pero tanto el curador del MAPR, Juan Carlos López Quintero, como los curadores Sullivan y Richard Aste, no han ofrecido respuestas satisfactorias a nuestros reclamos. Nos preocupan particularmente tres de ellos: el asunto económico, el de la legitimidad de las pinturas, y las intenciones del MAPR al presentar arte puertorriqueño. Veamos cada uno.
Primero: Esta es una exhibición costosa, sobre todo por el alto valor de los seguros de las obras. Ello ha obligado al MAPR a aumentar los precios de entrada a tal punto que la hace inasequible a la mayoría de los puertorriqueños. ¿Qué familia promedio, digamos de cuatro miembros, en estos días de dificultades económicas, dispone de sesenta dólares para visitar un museo? La institución existe para su comunidad, pero ¿cómo puede servirla, si económicamente la excluye? Esta es una consideración elemental a la hora de organizar una muestra. Una exhibición que el público no puede pagar es un suicidio.
Esta situación es inexcusable. Si en verdad el MAPR tuviera un compromiso con Oller, pudo haber generado la exhibición con menos gasto. En Puerto Rico tenemos una considerable cantidad de obras del maestro, mayormente guardadas en depósitos, que fácilmente compondrían una muestra de gran calidad. Contamos, además, con curadores e investigadores con décadas de experiencia, altamente capacitados para la presentación de estos trabajos. No contamos con el presupuesto del Brooklyn Museum, pero el expertise nos sobra. A pesar de no ganar los sueldos de un profesor de una institución como New York University, los investigadores en Puerto Rico realizamos nuestro trabajo pagándonos nuestros pasajes, estadías, estipendios, ofreciendo conferencias y publicando escritos, sin paga. Esas limitaciones no nos impiden realizar trabajos de calidad. Por menos dinero, el MAPR pudo tener una exposición de envergadura, esto es, si apoyara el trabajo de los que aquí laboramos en la carencia, pero con un alto sentido de compromiso y desinterés.
Segundo: Hemos puesto en duda la legitimidad de varias obras en la exhibición. Este no es un reclamo trivial. Hay pinturas en la muestra que definitivamente levantan dudas razonables. La respuesta que ofreció Sullivan la noche de su conferencia, de que nos tocaba a los puertorriqueños hacer la investigación correspondiente para resolver estas dudas, raya en la falta de respeto. Es obligación ineludible de todo curador asegurarse de que los materiales que escoge quedan fuera de toda duda antes de colgarlos en la galería, pues una vez en las paredes, por dudosa que sea una obra, el espacio la legitima. De otro modo, la reputación misma del museo queda en entredicho.
Aún en ojos sin entrenamiento —nuestros estudiantes, por ejemplo— las dudas saltan ante varias de las pinturas. ¿Cómo se explica que las firmas de Oller cambien radicalmente de un año al próximo? ¿Cómo entender que un pintor que escribió un tratado sobre perspectiva cometa errores garrafales a la hora de representar personas y edificios en un espacio tridimensional? ¿Cómo permanecer crédulo cuando las pinceladas, la aplicación del color, la estructuración del espacio que observamos en la mayoría de las pinturas auténticas de Oller, están ausentes en algunas de las que aquí se exhiben? ¿Y cómo aceptar la autoría de José Campeche de una pintura que no comparte ningún elemento pictórico con las obras del maestro, ni siquiera con la otra pieza que se incluye en la exhibición? Reconocemos que sin aplicarle pruebas científicas a las pinturas en cuestión, nuestra apreciación queda necesariamente incompleta. Hasta que esas pruebas se realicen, no podemos afirmar categóricamente que tales piezas son falsas. En este momento, empero, tampoco podemos afirmar categóricamente que no lo son. Hay dudas razonables que ameritan ser aclaradas. Y esa es la responsabilidad de los curadores, del Brooklyn Museum y del MAPR, no del público.
Tercero: Esta exhibición tiene un logro innegable. Nos permite admirar piezas que hace décadas no veíamos y varias que se exhiben por primera vez. (Hacía treinta y un años que El estudiante no nos visitaba.) Para muchos, esa es razón suficiente para despachar las críticas que le hacemos. Pero es insuficiente, cuando esas pinturas aparecen colocadas en un contexto insustancial. Preocupa sobremanera la visión del arte puertorriqueño que se desprende de esta muestra. Se trata del trabajo de un artista que durante su vida mantuvo una línea firme de lucha anti-colonial, una urgencia de señalar, denunciar, asumir posturas decisivas ante la política de su nación, a través de su pintura y sus escuelas de arte, durante tiempos críticos. Su obra ha fungido de modelo para todas las generaciones posteriores de artistas puertorriqueños enfrentados a los mismos problemas. Nada de lo anterior es poca cosa.
Ante ese hecho, el MAPR nos invita a visitar la exposición con slogans tales como “Oller anda con los panas en Puerto Rico” y “¿Hablas de ‘hipsters’?” ¿Cómo aceptar tal banalización? ¿Cómo soportar ese vídeo, con el que el MAPR bochornosamente concluye esta muestra, en el que la celebración de la “modernidad” tiene su más indigno ejemplo en la imagen del Paseo Caribe, proyecto arquitectónico que en Puerto Rico es emblema de corrupción? ¿Cómo es que al Museo de Arte de Puerto Rico, institución que tiene la responsabilidad de proteger nuestro arte, no le tiembla la mano al colgar el trabajo de Oller al lado de tal inmundicia? La razón es tan sencilla como pavorosa: el MAPR asume su misión como si fuera la misma de la Oficina de Turismo. El arte no es otra cosa que decoración tropical en colores pasteles para turistas. Todo da igual, con tal de que tenga un “je ne sais quoi”. Por eso nos muestran cocos y piñas al lado del Paseo Caribe, el presidente McKinley frente a Gautier Benítez, jíbaros y palmeras con jabalíes, y nos regalan joyitas del saber tales como de dónde salen los “mestizos” y las mujeres “de color”. Este es, sin duda, el paraíso para los inversionistas.
Un último pensamiento: La voz de nuestros artistas no se ha escuchado. Quisiéramos pensar que no es por miedo a confrontar al MAPR, por la—vana—esperanza de que les van a comprar una pieza—que no les comprarán—o que les van a hacer la retrospectiva de los cincuenta años—que no se la van a hacer. Hoy los artistas pueden observar claramente lo que el MAPR hace con la obra de sus antecesores. La suya puede correr la misma exacta suerte. Una institución que degrada el trabajo de los maestros asegura el mismo trato a la de los jóvenes. En estos inquietantes tiempos, no es prudente mantener la mirada en el suelo.