Bourdain, el gusto y la antropología de un débrouillard
A los buenos amigos, gastrónomos por excelencia y sabios por demás:
Ángel G. (Chuco) Quintero, Cruz Miguel Ortiz Cuadra y Gary Gutiérrez.
Antes que nada, el título de este breve ensayo no tiene errores. No escribo sobre el sociólogo francés Pierre Bourdieu, ni sobre la seducción de Baudrillard. Con este escrito inicio en 80grados una serie de trabajos sobre la antropología vista y pensada desde la televisión y otros medios de comunicación. Hay una extraña tendencia de la industria de la televisión a entrar en el dominio cotidiano de la realidad que los antropólogos habíamos reclamado –sin ningún derecho– como absolutamente nuestro. A diferencia de otros científicos sociales (o practicantes de las disciplinas humanas y sociales), nosotros subrayamos nuestra consigna de estar allí, de ser observadores y testigos de la realidad, de participar desde nuestra cómoda ubicación de visitantes y partícipes, por un tiempo definido, usualmente corto. Estar allí, ser testigo, como sugiere Clifford Geertz, nos hace autores de una obra que se separa de la usual producción técnica de informes y gráficas a partir de censos y cuestionarios, cuyos datos se organizan en rígidos esquemas teóricos. Nosotros –las antropólogas y los antropólogos– vamos narrando la vida cotidiana, aunque, no nos engañemos, también bajo el manto de un discurso teórico denso, a veces impenetrable. Eso sí, vivimos, compartimos y, en los tiempos de la posmodernidad, reflexionamos sobre la realidad y sobre nosotros mismos como autores, estudiosos y como gente que vive, sufre y ríe.
La televisión estadounidense, que por mucho tiempo –tal vez demasiado– se dio a la tarea de montar un mundo fantasioso, ha terminado por adentrarse en la realidad cotidiana (tal vez empujados por una escasez de creatividad) de toda clase de personas, gente común, algunos extremadamente ricos, otros absolutamente marginales, y hasta aquellos con filias, fobias y parafilias. Quince minutos de Hoarding: Buried Alive (acopiadores, gente con el llamado síndrome de Diógenes), por ejemplo, son más que suficientes para sufrir intensamente la tristeza de las fracturas en la psiquis. No, no soy ingenuo. Sé que mucha de esa televisión de la realidad no lo es, y que se trata de un montaje sofisticado de unas supuestas vidas y comportamientos que empujan a los televidentes a calarse horas infames asomándose al simulacro de la vida de otra gente, porque en el fondo todos somos fisgones o queremos serlo.
Por otro lado, hay una tendencia en la industria a mirar –desde los programas– ciertos comportamientos con una proximidad y mirada intensamente etnográfica, que me sugiere un ejercicio antropológico, tal vez inconsciente. Con protagonista o sin ellos, con narradores y con el ojo omnipresente de una cámara en el medio de la acción, esa práctica etnográfica se inserta en las cocinas, en los pantanos, en los sótanos de las casas, en los graneros repletos de cachivaches, en las bodas gitanas y en la sala e inodoros de las celebridades. De un confín a otro del planeta, la nueva televisión intenta meterse en la realidad del globo, en la de los pisos lujosos o en la de los tugurios. De todos esos ejercicios, mi preferido es, por amplio margen, el de Anthony Bourdain.
Bourdain, cínico, brillante, educado, callejero, vicioso, “traquetero”, lumpen, culto y enfant terrible de la gastronomía, va por el mundo con una parejería insoportable y una arrogancia francesa (su origen étnico) que se deshace una vez prueba la primera cerveza vietnamita, o se come unas patitas de cerdo rebosantes de sabor y grasa en Montreal. Entonces, con la cara manchada de grasa y sangre de foca, es otro y se transporta al mundo cultural de sus anfitriones y siente empatía y reflexiona sobre la importancia de ser un inuit en la Bahía de Hudson. Con ese relato comienza su obra “antropológica”, Nasty Bits: Collected Varietal Cuts, Usable Trim, Scraps and Bones, un mosaico exquisito de relatos etnográficos sobre la complejidad del comportamiento humano en varias partes del planeta, y sobre la importancia de llamarse Bourdain (porque el mundo gira alrededor de su sombra, que es grande).
Bourdain, cuyo programa homónimo tiene como subtítulo “Sin reservas” (en el doble juego en inglés, que también significa, sin reservaciones para entrar), todo lo describe y lo comenta desde su experiencia como Chef de Les Halles en Nueva York, su trayectoria como toxicómano, amante de todo lo que tenga que ver con el crimen, bueno, literariamente (de ahí el título de su libro fundamental Kitchen Confidential, una paráfrasis de L.A. Confidential, novela policiaca por excelencia de James Ellroy) y desde su extraordinaria cultura gastronómica adquirida formalmente en el Culinary Institute of America y en los espacios reducidos de las cocinas y las barras donde habitan y pernoctan los chefs y el personal de las cocinas de los restaurantes donde debaten sobre el arte de bregar día a día, transformar la materia, degustar, beber y disfrutar. Sus observaciones sobre el terroir (la producción agrícola y gastronómica de un territorio) y sobre la historia de la cocina moderna son puntuales, precisas y si tuviera más espacio televisivo (y textual) serían tan densas como las de los buenos historiadores de la gastronomía. Sus referencias culturales, sobre todo literarias, son sabrosas, y van desde Joseph Conrad a Hunter S. Thompson. En uno de los episodios, Bourdain realiza un homenaje a Thompson y su novela Fear and Loathing in Las Vegas, que es una joya, por la gula y los excesos etílicos, así como por el análisis profundo y comparativo de la buena cocina y la buena mesa, el bon repas de ese paraíso de pacotilla llamado simplemente Vegas.
Pero lo que hace de Bourdain un antropólogo con buen gusto es su mirada penetrante a las relaciones humanas y su capacidad para llamar las cosas por su nombre, sin tapujos. Si se siente miserable, si piensa que sus interlocutores son unos farsantes y unos desclasados, igual lo dice con su usual desparpajo y los deshace con su cinismo, sarcasmo y asco. Le repugnan los ricos, sobre todo los miserables, que no reconocen en la buena mesa el trabajo intenso, las largas horas, el sacrificio de un ejército de trabajadores de todos los rincones del mundo e inclusive, provenientes de diversos sectores de clase.
Como todo buen antropólogo (y escritor), Bourdain lucha con y contra el lenguaje. Balbucea algunas palabras en castellano, aprendidas en alguna cocina de Manhattan con sus cuates mexicanos, o se pasea relativamente cómodo con su francés doméstico para entrar en los detalles técnicos de la preparación del blanquette de veau. Como yo, y creo que como mis otros colegas, Anthony libra una lucha por encontrar la palabra precisa que nos permita transmitir, con cierta exactitud, aunque sea poética, lo que hemos observado y sentido en los entresijos y cunetas del planeta:
Words fail me. Again and again. Or maybe it’s me that fails the English language. My depiction of the day’s rather extraordinary events is workmanlike enough, I guess… but, typically, I fall short. How to describe the feeling of closeness and intimacy in that otherwise ordinary-looking kitchen? … The sheer, unselfconscious glee (and pride) with which they tore apart that seal—how do I make that beautiful?
Me ha parecido extraordinario que Bourdain reconozca el fenómeno que yo llamo “Hugo, Paco y Luis” (que como sabemos, son los nombres mexicanos de los sobrinos del Pato Donald), tan común en los programas de jardinería y remodelación de casas y patios del Home and Garden TV (HGTV). En estos programas se hacen remodelaciones y arreglos exquisitos dirigidos por expertos, en su mayoría anglo-sajones blancos que derrochan su caché, inteligencia y buen gusto, pero en la trastienda, en el margen, en la orilla de la pantalla la obra es realizada por “Hugo, Paco y Luis”, es decir, por un equipo de mexicanos, guatemaltecos y salvadoreños que abren zanjas y zapatas, voltean cemento, empañetan, cargan muebles de patio y siembran plantas. Bourdain, en su ensayo “Viva Mexico, Viva Ecuador!” le revela a la clase media estadounidense que lee sus libros el secreto de quiénes son los que le cocinan en los restaurantes que visitan. Salidos de la pobreza, huyéndole a la migra, sacando sus manos y cabezas de la pila de platos sucios, estos cocineros y chefs han salido de los lavaplatos y de los débrouillards del mundo culinario, es decir, del enrevesado System D, de los que son capaces de hacerlo todo, de bregar, de adaptarse, de improvisar y salirse del mierdero, gente capaz de se demerder. Son los que no aparecerán en los programas de cocina, ni en las portadas de los lustrosos libros. Junto con ellos, hay también una caterva de afro-descendientes estadounidenses que tampoco aparecerán.
Hay que decirlo, Bourdain tiene la pinta de esos marxistas arrogantes que desarman los mecanismos del capital con cierta insolencia y defienden a los oprimidos, mientras degustan una jornada experimental con Ferrán Adrià, en El Bulli, o mientras ambos saborean unas gambas al ajillo y un buen vino en el pequeño restaurante de la esquina. (Créanme, no le critico, moralmente no puedo hacerlo.) Sus observaciones cáusticas le hacen el portaestandarte de los oprimidos que se agrupan como sardinas en las estrechas y fogosas cocinas del mundo. Todos y todas, lavaplatos, ayudantes, chefs, sous-chefs, commis encargados de las estaciones forman parte de esa cofradía que trabaja intensamente para dar placer a otra gente quienes usualmente se ubican en los sectores de clase dominante o entre aquellos con un alto poder adquisitivo. Bourdain defiende a todos sus congéneres, incluyendo a quienes ahora son famosos y ricos, porque ellos saben muy bien de qué se trata y siguen siendo solidarios con ese mundo.
Hay en Bourdain un análisis profundo de la relación entre la familia (de las relaciones de parentesco que tanto nos fascinan), la amistad (y redes sociales), la tradición, la praxis y la buena mesa. Es allí, en la mesa familiar, que este antropólogo –medio misógino y casi sin familia– extrae la esencia de una gastronomía que surge del corazón de la gente, del vínculo de sangre, de la solidaridad y la sociabilidad, de la pobreza, de los restos… de una práctica lumpen de retazos, de huesos y tuétano (donde está el gusto), de sobras y pedazos misceláneos; de esa manteca que une a la gente, como brillantemente expusiera Magaly García Ramis. En la esquina, en el cuchitril, entre candungos y asadores portátiles de una calle de Hanoi, en un recoveco, en la mera calle mexicana, Bourdain ve la belleza de las tradiciones culinarias y de la riqueza gastronómica de un mundo que muchos jamás veremos por no alejarnos del hotel, por no comprometer nuestra salud en un antro de mala muerte del tercer o cuarto mundo, y preferir comer en la aséptica cafetería del museo, o en el bistro cercano.
Al igual que los practicantes de la antropología y la etnografía, Bourdain tiene la increíble capacidad de reducir, como si se tratase de una salsa a espesarse, sociedades inmensas en un puñado de descripciones coherentes, de un gran valor heurístico. Su descripción de Río de Janeiro y de Salvador de Bahía parecen relatos sensatos de la vida urbana y de las grandes desigualdades y solidaridades que se manifiestan en esos tejidos urbanos, al son de su hermosa música, de cachaça y feijoadas, claro está. Lo mismo hace con China, aunque con relativo éxito. China es enorme y, además, al igual que la comida china, está en todas partes del globo; entonces si uno no llega ahí, “China llegará donde uno esté.”
Mientras puedo, busco en la TV por cable el programa Anthony Bourdain: No reservations. Escucho su voz narrando cada paso del programa, su parecer, su sentir y sobre todo, su empatía por la gente de verdad. Tomo nota de sus estrategias para establecer rapport y de su habilidad para estar allí con cierta humildad. Vivo su placer por la comida y la buena compañía y voy cerrando mis ojos junto con los suyos mientras se sumerge en el sopor del alcohol que sigue a cada hartera. Observo al observador (cuando está sobrio) observando, hago etnografía de sus gestos antropológicos (sus preguntas, sus comparaciones, las metáforas, la mirada a la comida y el tacto), de su ternura con los otros y de sus buenos modales en la mesa. Tomo nota de su rabia contra los poderosos y los desconsiderados. Ausculto su andar pausado, altanero, cadencioso, como quien se dice a cada paso “a mi plín y a la madama dulce de coco.” Una actitud aparentemente blasé, pero sabemos que se trata de una máscara. En el fondo, a Bourdain le interesa todo lo que pasa a su alrededor y quiere insertarse de lleno en el mundo que le rodea. Neoyorquino por excelencia, Bourdain es un antropólogo-chef tele-transportado todas las semanas a entornos urbanos y rurales distantes y exóticos donde todos los días se renueva con gran intensidad el rito de comer bien, con mucho gusto.
*Como siempre, mi agradecimiento a Cynthia Maldonado Arroyo por sus recomendaciones y trabajo editorial.