Breve homenaje a Juan Santiago
La repentina y sorpresiva muerte del abogado Juan Santiago ha sido un golpe muy duro de asimilar. Así lo siento y así lo constaté entre los cientos de personas que en la funeraria, en el Colegio de Abogados o en el cementerio coincidieron para despedirse de ese ser tan especial. Ahora, varias semanas más tarde, el golpe todavía duele. En el futuro también dolerá. Todos sabíamos cómo el compromiso con lo justo, la entrega a los demás, el don de la palabra, la inteligencia y la valentía coincidían maravillosamente en una sola persona: Juan Santiago.
Poco a poco fui escuchando a personas de distinta extracción, formación y posturas hablar de lo que Juan significó en sus vidas. En los distintos lugares en que, con su cuerpo presente, se le honró, había familiares, abogados, estudiantes, clientes y amigos. En el inevitable momento de reflexión personal que provocan este tipo de circunstancias, yo mismo recordé cómo, cuando comencé a laborar como defensor público, algunos compañeros me hablaban constantemente de un tal Juan que tenía “el don de resolver todos los problemas”. No transcurrió mucho tiempo para que yo mismo pudiera corroborar dicho atributo. Juan era como un personaje sacado de la imaginación, un personaje que pareciera que casi levitaba porque, a pesar de que le veíamos funcionar y veíamos los resultados de su trabajo, había algo único en él que se nos escapaba, algo que no podíamos descifrar completamente.
Me impresionaba particularmente el efecto que Juan tenía en los estudiantes de derecho de la Universidad Interamericana. Les sembraba la revolucionaria idea de que el derecho —a pesar de sus limitaciones estructurales para lograr cambios radicales— podía y debía ser un instrumento de cambio social y que ese tenía que ser el paradigma de los futuros abogados. Juan recalcaba que esa era la dirección en que había que dejar huellas y no en la de los pasillos de Plaza Las Américas. Sin saberlo, se convirtió en el modelo de muchos.
A través del Derecho, precisamente, Juan logró que se criminalizara la confección de carpetas por razones ideológicas, que se reivindicaran los derechos de los estudiantes de educación especial y que se fortaleciera la autoestima de nuestro pueblo mediante el reconocimiento de la ciudadanía puertorriqueña, entre tantas gestas a las que dedicó su pasión y su inteligencia.
Uno de los sentimientos más generalizados durante sus velatorios era la frustración por la partida tan prematura de Juan, pero, sobre todo, por la pregunta de siempre: ¿por qué él? Más aun: ¿por qué la muerte de Juan justo en estos momentos, cuando enfrentamos los constantes abusos de poder del gobierno de Luis Fortuño, nuevas formas de perseguir y constantes intentos de desculturación? Era y es evidente que todos recurriríamos a Juan para su consejo, apoyo y trabajo perseverante. ¿Qué hacemos ahora, a quién recurrimos?, nos preguntamos todos sumidos en una noción de desamparo, de orfandad, a la cual tendremos, forzosamente, que acostumbrarnos.
No obstante, me parece que es una interrogante sorprendentemente fácil de contestar. Me percaté de ello justamente en las actividades de honor para despedir su cuerpo: habían tantos y tantos hombres y mujeres a los cuales Juan había influenciado y que, a su vez, compartían sus mismos valores y principios. Se trata de personas orgullosas de su puertorriqueñidad y que están comprometidas con la justicia social, cualidades totalmente inexistentes en los dirigentes del país, pero muy arraigadas en quienes fueron a rendirle tributo. En esas personas continúan cifradas nuestras esperanzas para que el desamparo no se instale de modo permanente.
Fue ejemplar y aleccionador ver tantos rostros de abogados y abogadas cuyas ejecutorias —actuales y futuras— harían sentir muy orgulloso a Juan. Después de todo, son ellos parte de su legado y al reconocer la trayectoria y el potencial de muchos de ellos se hace evidente la presencia inmarcesible de Juan. Una de esas personas me comentó que la ida prematura de Juan tiene que visualizarse como la de un combatiente que, por su valor y ejecutorias, tenía el honor de portar la bandera durante el ataque y que, al caer en el fragor del combate, sus compañeros la tomaban conscientes de la obligación que con ello contraían; que incluso el impacto de su muerte en el mismo eje del torbellino de una batalla irradia una energía fundamentada en el honor y la necesidad de lograr la victoria, del imperativo de terminar lo comenzado .
Esa es precisamente la obligación contraída por todos los que allí estábamos. No puede existir mejor tributo o mejor forma de recordar a Juan Santiago que tomar esa bandera y comprometernos a emularlo. Confío en que de ese proceso saldrán centenas de “juanes” al servicio de las causas que el querido amigo, con su tan especial apostolado, defendió durante su prolífica vida.