Carcomidos de corrupción
En estos tiempos de perturbación e inestabilidad, valdría la pena desempolvar algunos de los postulados teóricos que marcaron el paso de la época de la Ilustración para rescatar y subrayar la dimensión ética del arte de gobernar. Es importante, ante todo, porque cada día que pasa se evidencia que hemos llegado al filo del cataclismo de nuestras instituciones sociales.
Las reseñas noticiosas que circulan a diario, por ejemplo, van señalando el desprestigio de la gestión pública enfatizando en el abuso de autoridad en la que incurren muchos funcionarios –electos y nombrados– al extremo de desembocar en actos de corrupción. El mal es tan fuerte que no parece haber antídoto que sane la crasa y continua violación a las normas éticas en las que se supone se asienten los deberes y responsabilidades de la acción gubernamental.
Hace varios siglos que andamos advertidos de la vigilancia que, en orden del ejercicio de gobernar, debemos depositar sobre los políticos para evitar, como señalaba Jean-Jacques Rousseau, que el apetito individual sucediera el deber. Mucho hemos desaprendido desde entonces cuando hoy contemplamos que nuestra realidad política yace marcada por las acciones inescrupulosas de quienes ostentan el poder.
Lo más trágico es que las actuaciones perversas que embisten los funcionarios quedan, al final del camino, inmunes. Roban, malversan fondos públicos y se aprovechan de sus posiciones para engordar sus cuentas bancarias y nada pasa.
Las autoridades investigativas y judiciales no logran disuadir la corrupción y su inefectividad, en tanto, ha provocado la extensión de esas malas prácticas como una plaga por cada recoveco de nuestras instituciones gubernamentales. Mientras, muchos sectores del país se tornan cínicos e indolentes porque, se escucha decir, “al final todos roban”.
En ánimos de perpetuar el descaro, hay políticos que, con impavidez, defienden a brazo partido que se oculten los detalles de las finanzas de todo aquel o aquella que aspire a ocupar una posición pública por elección. Se niegan a que la ciudadanía conozca y escudriñe la realidad de su condición económica porque quieren mantener en penumbras los conflictos de intereses que arrastran y el aumento de capital que reflejará su “gestión pública” al concluir su labor.
Quieren legalizar el hurto, el soborno y la extorsión para saquear el país. En sus prioridades no está, sin duda, servir a la ciudadanía con transparencia y honradez porque se asumen como entes privados, distanciados del rol público que deben ejercer y para el que se exige ciertas valoraciones éticas.
Es lo mismo que sucede con la primera dama Luce Vela y la escandalosa noticia del aumento de sus finanzas desde el momento en que su esposo, el gobernador Luis Fortuño, ocupó el cargo de comisionado residente en Washington en enero de 2005. Desde entonces, la esposa del Mandatario se ha convertido en la notario más productiva del país devengando ingresos de medio millón de dólares anuales trabajando a tiempo parcial, como ha señalado incansablemente.
Se desconoce, al momento, las fuentes precisas de sus ingresos y cuántos lazos habrán podido tejerse entre transacciones y acuerdos empresariales y gubernamentales. Es un escenario siniestro y deplorable.
Pero hay más y de todo tipo. El rostro de la corrupción también ha quedado develado en la decena de políticos electos que en sólo cinco años han sido señalados, acusados y procesados judicialmente por apropiación de fondos públicos, soborno y venta de influencias. También están los que enlazan sus actividades con la narcopolítica y otros, de niveles intermedios y bajos, que han caído por “tumbarse un par de pesos” interviniendo indebidamente con la otorgación y procesamiento de contratos y facturas, como ocurrió recientemente en el Departamento de Educación.
En varios de sus estudios, el profesor Leonardo Santana Rabell ha establecido que esta actitud corrupta de muchos funcionarios públicos deviene del “predominio de políticas neoliberales, la deslegitimación del Estado como ente regulador del mercado, el alto costo de las campañas políticas, la política de privatización elevada a filosofía de gobierno, las reformas gubernamentales que privilegian una visión empresarial del sector público y el partidismo exacerbado fundamentado en la falsa creencia de que toda acción administrativa está legitimada si beneficia al partido al que se pertenece”.
Advierte que al generalizarse la percepción de la corrupción crece la pérdida de confianza ciudadana en las instituciones públicas poniendo en alarma los valores de la democracia, “particularmente el significado e importancia del servicio público para la convivencia democrática”.
Y es ahí, precisamente, donde se engruesa el conflicto. Si perdemos el sentido ético del ejercicio público desembocaremos en una abyecta desolación social en la que habrá triunfado la perversidad del individualismo y su inseparable avaricia.
Nos resta un tramo más por recorrer antes de sucumbir en esta barbarie. No todo puede estar perdido. Mas en este momento es necesario, ante todo, y parafraseando al filósofo alemán Immanuel Kant, rescatar el principio objetivo y universal del servicio público enfatizando en la importancia del deber, que es donde se anida la virtud de toda acción.