La biblioteca de los caníbales
A la pregunta de qué somos, pregunta tan vieja como la humanidad misma, se ha intentado responder desde la unicidad de un ser, desde la percepción de una identificación a sí o con lo similar a uno mismo. Somos caribeños porque compartimos una historia en común que a su vez nos ha marcado produciendo prácticas en las cuales un grupo se reconoce y las hace suyas. Es esto lo que solemos llamar cultura, es decir, unas prácticas y discursos que el sujeto hereda como una especie de oráculo, que le precede, y al que no se cuestiona. Sólo se recibe, sólo se es depositario de tal legado a través de una lengua, la cual, aunque no exclusivamente, nos habla con sus acentos, nos baila, nos hace ser sin que nos opongamos al legado, al menos, durante largos periodos de nuestra existencia en los que somos sujetos casi pasivos.
¿Qué es lo caribeño? Peliaguda pregunta esta. Pregunta a la que muchos pensadores caribeños han tratado de responder suscribiendo a una tradición occidental que responde a la pregunta desde una percepción unitaria del ser o, dicho de otra manera, suscribiendo a la tradición metafísica y a su lógica de lo uno, de lo homogéneo, de lo puro. Doy solo dos ejemplos: Fernando Ortiz y Antonio Benítez Rojo. Son casi dos opuestos con respecto a la lógica discursiva de la definición identitaria que tanto ha determinado el pensamiento de los investigadores caribeños y latinoamericanos. Ortiz, en El contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, busca lo más auténtico de la cubanidad y lo encuentra en el tabaco, un producto autóctono, cultivado por los taínos cubanos. El tabaco es en su poética el mejor ejemplo de transculturación, es decir, de algo que se transplanta y se aclimata a otro lugar. Insisto en que se trata de buscar aquello que sería lo más autóctono y auténtico. Por tanto, su preocupación es la de fundar una antropología cubana desde lo más “verdaderamente” cubano.
Antonio Benítez Rojo por su parte, en La isla que se repite, propone “una manera de”, un escuchar el acento, la música y la oralidad para tratar de deslindar aquello que podría servirnos como anclaje para pensarnos caribeños. Se siente, en las páginas de La isla que se repite, una tensión entre ese deseo de poder definir unos aspectos de las culturas de los “Pueblos del mar”, como él llama los pueblos del Caribe, y su imposibilidad. En los capítulos dedicados a la obra de Carpentier, se torna más difícil la empresa definitoria pues su brillante lectura termina constatando las influencias de la cultura letrada europea en este escritor cubano. La isla que se repite se escribe como el vaivén de las olas entre un despertar nuestras esperanzas de una definición en la que podamos reconocernos como caribeños, y el hecho de que todas las características que le podamos dar a esa caribeñidad son el producto de una mezcla de culturas, que no son autóctonas por tener su origen en otro lugar. De su recorrido nos quedan los relatos de caribes posibles, tantos, como relatos de los “Pueblos del mar” hay. Y nos queda entrañablemente “su manera de”. Él oscila entre querer definir el Caribe y admitir que no se puede, aunque sin cesar de leer en el Caribe.
La imposibilidad de demarcarnos reside en el hecho de que el Caribe es un invento, el del Nuevo Mundo. Nuevo mundo que produjo un encuentro, un mestizaje de prácticas.
Creo que uno de los escollos con los que nos encontramos cuando abrazamos la idea de la identidad es que nos olvidamos de que esa idea, así como los modos que ella ha tomado, los hemos heredado de Europa. Y como pensamos que para ser caribeños debemos de cortarnos de esa Europa, resulta siempre una tensión, una contradicción, más aún una aporía, que reside en usar, para mirarnos, un espejo que, de una manera o de otra, ha sido impuesto, prestado, dado, tendido por ese otro. ¿O quizá se lo hemos arrancado de las manos?
Creo que el meollo de todo esto se encuentra en la Biblioteca, que no es sólo un lugar, sino que también representa la diseminación de ideas, y que surge para espacializar la ilustración y la cultura letrada.
Por eso creo que todo escritor del Caribe termina siendo un tanto caníbal. Todo lo que podamos decir del Caribe, todo lo que podamos contar, narrar, pensar, escribir proviene de La Biblioteca que heredamos de Europa y de su cultura letrada. Por tanto, siempre nos parecemos un poco a … un poco, y no basta con reivindicar la oralidad para producir un propio de la cultura caribeña.
Así, ante ese legado, me llaman más la atención los escritores caníbales, es decir, aquellos que han devorado sin modales ni formas la biblioteca del otro. Considero caníbales a Fernando Ortiz y a Antonio Benítez Rojo mas también a escritores como Voltaire, Jean-Jacques Rousseau, Jacques Derrida, Jamaica Kincaid, Maryse Condé, Alejo Carpentier, Nilita Vientos Gastón, Rubén Ríos Ávila. Entre otros. Mi lista no es exhaustiva ni cronológica ni geográfica. La biblioteca siempre es del otro y es el lugar de la disyunción del sujeto por medio de la lectura. De hecho, esta práctica de devorar no tiene geografía asignada. Es cierto que tomo el modelo a un escritor renacentista, de padres judeoconversos (sefardíes) y franceses: Michel de Montaigne. Me refiero, en particular, a un ensayo: De los caníbales.1
¿En qué sentido reivindico la figura del caníbal de la cultura letrada o de la biblioteca como el lugar de un banquete primitivo en el que se acomete el acto ya prohibido de comerse al otro? ¿Quizá este acto de introyección de las culturas europeas es el acto más sacrílego que los habitantes del Nuevo Mundo jamás hayamos cometido?
El ensayo de Montaigne, el cual perfeccionó dicho género, ha sido comentado por toda una tradición académica, y ha servido a los antropólogos de la modernidad para redefinir términos como “salvaje” o “barbarie” cuando de cultura se trata. Desde su apertura, Montaigne propone una definición de la cultura del otro que supone un cuestionamiento del que mira:
Y el caso es que estimo, volviendo al tema anterior, que nada bárbaro o salvaje hay en aquella nación [los indígenas de América del Sur], según lo que me han contado, sino que cada cual considera bárbaro lo que no pertenece a sus costumbres. Ciertamente parece que no tenemos más punto de vista sobre la verdad y la razón que el modelo y la idea de las opiniones y usos del país en el que estamos.
Si hay barbarie o salvajismo, ello consistiría tan solo en la pobreza del punto de vista de aquel que se contenta con estar en un solo país. No hay tal cosa como barbarie, no hay tal cosa como una cultura bárbara. Todo es, según Montaigne, un asunto de punto de vista. He aquí el primer charrascazo caníbal que da el sabio ensayista a la cultura europea en pleno momento de los viajes de explotación al Nuevo Mundo. Se debe subrayar el hecho de que Montaigne nunca sería leído por los caníbales de Brasil, el sujeto, tema de su ensayo. El ensayo es pues una reflexión dirigida a sus contemporáneos, en contra de la idea de que la barbarie, el salvajismo se encuentran en los pueblos del Nuevo Mundo, y que la vieja Europa es más civilizada. Montaigne, que nunca viajó de forma real al Nuevo Mundo, opone la idea de una destrucción de la naturaleza en aras de la civilización que hace a los europeos a sus ojos más salvajes. Europa habría perdido el arte de la naturaleza reemplazado por el artificio destructor de la civilización.
Escribe Montaigne a sus contemporáneos en defensa de los caníbales:
Tan salvajes son como los frutos a los que llamaos salvajes por haberlos producido la naturaleza por sí misma y en su normal evolución: cuando en verdad, mejor haríamos en llamar salvajes a los que hemos alterado con nuestras artes, desviándolos del orden común.
Los caníbales estarían más cerca de la naturaleza mientras que los europeos habrían, con sus artes, corrompido esa armonía natural del ser humano con su entorno. Este tropo luce usado en el sentido de que podemos denunciar la oposición naturaleza/cultura y sospechar de ella. No obstante, la inversión de Montaigne no deja de obligar a sus contemporáneos a hacer un ejercicio de desvalorizar el concepto de civilización como avanzada. En medio de la colonización, explotación del Nuevo Mundo y guerras de religión, Montaigne, el caníbal de su propia cultura, invita a cambiar de punto de vista, a variar la perspectiva para ver qué se ve del otro lado, para tratar de ver al otro y verse a sí mismo.
Como sabemos, Michel de Montaigne vivió, después de haberse dedicado por cierto tiempo a la administración pública, haber sido alcalde de Burdeos, a leer en su biblioteca. Ahí pasaba su tiempo leyendo y recopiando, de escritores clásicos, algunas de sus frases preferidas, las cuales hizo grabar en las paredes de la biblioteca en cuyo frontón de la puerta de entrada aparece la pregunta: ¿Qué sé? ¿Habrá una figura más ejemplar para el humanismo europeo y que ha servido a todos los “scholars” del mundo para convencer a sus estudiantes de las buenas intenciones del humanismo ilustrado? ¡Pero de las buenas intenciones líbreme Dios, que de las malas me cuido yo! (Creo que Montaigne suscribiría mi irreverencia en este punto.) Montaigne es él y su biblioteca. ¿Qué usos hace este de la biblioteca? ¿Él que nunca viajó a Brasil y sin embargo su ensayo parece haber sido escrito por alguien que posee una cierta cultura del viaje? ¿O al menos por alguien que tiene ojos nuevos para ver lo que es extraño a su cultura?
¿A ver? En el ensayo De los caníbales-XXXI, que es como el suelo de una tierra donde crecen como deliciosas trufas negras citas de autores latinos en latín (lengua materna de nuestro escritor) o griegos, los caníbales -superiores a los europeos corrompidos por su alejamiento de la perfección de la madre naturaleza-, se encuentran contrastados en los escritos de los griegos y los romanos. Montaigne busca sus argumentos a favor de los caníbales en la literatura clásica y al hacerlo hace entrar a los caníbales en su biblioteca. Este proceder es propio de una forma de canibalismo que consiste no sólo en devorar la biblioteca, en este caso de aquella que poseía un humanista renacentista, sino en la de servirse de ella a su antojo para leer, releer e interpretar. La definición que da Montaigne de la barbarie no figura como tal en ningún escritor latino. Si bien el ensayo se abre con el ejemplo del rey Pirro, un griego, que al ver el ejército de los romanos se dijo que su disposición “no es bárbara en lo absoluto”, “pues los griegos llamaban así [bárbaros] a todas las naciones extranjeras”. Más bien él se sirve de esa tradición, del uso de ese vocablo “bárbaro” como sinónimo de “extranjero”, para denunciar ante sus contemporáneos su ceguera y prejuicio. Como que ustedes no han leído…, parece decir, y si lo han hecho no han leído con atención, como que los romanos eran también un poco salvajes, ¿y qué es lo que llamamos salvaje?, ¿y los romanos no son nuestros ancestros?
Señalo que Montaigne hace entrar a los caníbales a la gran biblioteca, con su acto de canibalismo. Su entusiasmo exaltado por esos caníbales es tal que no puede evitar contarle imaginariamente de tal perfección a su estimado Platón: “Es una nación, diríale yo a Platón, donde no existe ningún tipo de comercio, ningún conocimiento de las letras […] ¡Cuán lejos de esa perfección apareceríasele la república que imaginó!”. Resulta pues que esa nación no tiene parangón ni siquiera con la república platónica. Algunos dirán que se trata del buen salvaje. Yo no negaré que algo de idealización hay. Pero, me apela el deseo de posicionarse en el lugar del otro, de convertirse él mismo en un caníbal para denunciar la barbarie de sus contemporáneos.
El paroxismo de este ensayo se sitúa en el momento en el que propiamente hay que ponderar el acto de canibalismo mismo. Montaigne interpreta el acto de canibalismo como un acto de sublimación. Dicho de otra manera, cuando los caníbales se comen la carne del cuerpo de sus enemigos vencidos en la guerra, no lo hacen porque tienen hambre y que el cuerpo del enemigo les proporcione un manjar para saciar su hambre real. No. Lo hacen como una representación de la venganza. Esta no es una cosa, no está en el cuerpo del que se come. Sino que se trata de una idea, lo cual para Montaigne es el colmo de la civilización. Él describe en estos términos el acto de canibalismo. Préstese atención al hecho de que Montaigne, una vez más, no pierde la oportunidad de citar a los antiguos, en este caso, a los escitas:
Esto no es, como podía creerse, para alimentarse, tal y como hacían antaño los escitas; sino como símbolo de extrema venganza.
El canibalismo es “símbolo de extrema venganza”. ¿Se pregunta la lectora si una venganza extrema es más que una venganza? En todo caso se trata de una representación, de una forma de arte, de teatralización de un deseo que en sí mismo es irrepresentable. El ensayo de Montaigne no se detiene ahí. Continuará describiendo las torturas a las cuales sus contemporáneos someten a los no creyentes y que, de acuerdo a su manera de ver, no suscitan la sublimación o representación de ideas sino que destruyen y torturan el cuerpo y las ideas. Ese párrafo es un antecedente de las páginas introductorias de Vigilar y castigar en las que Michel Foucault describe un suplicio público. ¿Qué religión es esa que pretende hacer entrar en las cabezas de las gentes sus credos a cuchillo de palo, parece preguntarnos el escritor?
Comencé esta reflexión con la pregunta “qué somos”. ¿Es necesario responder a esa pregunta para intentar dar una idea de los Caribes que habitan el Caribe? A esa pregunta, contesto con una invitación a la biblioteca en actitud irreverente, en actitud caníbal, con hambre insaciable. Pienso entonces que el Caribe es producto de una biblioteca que se retroalimenta. Inicialmente hubo una apropiación: usurpamos la biblioteca que no teníamos. Como los caníbales salvajes y su imaginación mitológica aprendimos a leer y produjimos a su vez una biblioteca de una extrema diversidad de referencias y de prácticas que incluyen muchas formas de escrituras, incluso las llamadas orales y musicales. Nuestra biblioteca será siempre variopinta. Ni nuestra ni de aquellos. Sólo espacio para devorar y será la de aquellos que, con mucha circunspección y ganas de subvertir, interroguen la placentera cultura del país en el que viven.
¿Y habrá cultura sin canibalismo?
* Este es el tercero de la serie «Caribe otros».
- Michel de Montaigne (1533-1592), De los caníbales, en Ensayos I, trad. Dolores Picazo y Almudena Montojo, Ed. Cátedra Letras Universales, Madrid: 4. Edición, 1998. [↩]