Carlos Varo, in memoriam
Carlos Varo
Ha fallecido Carlos Varo, nacido en España en 1936, a escasamente un mes de estallar la Guerra Civil, y residente de Puerto Rico desde 1966 hasta hace unos años, cuando su familia, alertada por el deterioro de su salud, se lo llevó a Valencia, donde pasó sus últimos días cerca de sus hermanos y sus sobrinos. Siempre se molestaba cuando sus amigos le insinuaban que de seguro regresaría a España luego de su jubilación. Le gustaba afirmar que no era del tipo de exiliado que soñaba con volver. Y es que Carlos se tomaba muy en serio eso de vivir en Puerto Rico. Escribió dos libros que consignan su pasión: Consideraciones antropológicas y políticas en torno a la enseñanza del Spanglish en Nueva York, de 1971, y Puerto Rico: radiografía de un pueblo asediado, de 1973, cuando apenas comenzaba a estar viviendo entre nosotros. El primero es una conferencia larga, escrito durante una breve estadía en Manhattan, una diatriba enardecida en contra de un curso de Spanglish que planificaba enseñarse por aquel entonces en la Universidad de Nueva York. El segundo es un tratado extenso y apasionado sobre los efectos nocivos del colonialismo en la isla, muy marcado por Pedreira, Rene Marqués, Gordon Lewis, Germán de Granda y toda aquella retórica de la colonia asediada por la transculturación y la patología de la dependencia a principios de los setenta, en el Puerto Rico de Luis Ferré.
Este segundo libro, muy hermano de El puertorriqueño dócil, está escrito bajo el aura de la terminología médica tan prevaleciente desde los tiempos de Zeno Gandía, donde la “radiografía” sigue siendo un eco de las “crónicas de un mundo enfermo”. Lo más fascinante de este libro es, sin embargo, el otro libro que desapareció para que éste existiera. Varo había escrito un texto largo que se hubiese titulado Los machos, basado en las transcripciones de cinco adolescentes de las barriadas pobres de la zona metropolitana, un poco en respuesta a La vida, de Oscar Lewis, que había aparecido el mismo año de su llegada a Puerto Rico, en 1966. Su “radiografía de un pueblo asediado” iba a ser meramente el prólogo de las transcripciones, pero decidió destruirlas. El prólogo terminó convirtiéndose en un tratado serio y académico de casi quinientas páginas. Me hubiera gustado, sin embargo, escuchar las voces de aquellos machos callejeros. Varo fue un poderoso escritor y, hay que decirlo, un temible destructor de sus propios manuscritos.
“Nací solo, meteco y extranjero”, nos dice con una voz muy autobiográfica, en un opúsculo de una novela inédita suya que saliera en el periódico Diálogo en 1993. A lo largo de su fructífera vida enseñó humanidades y literatura en el Colegio de Humacao, brevemente en el Recinto de Río Piedras y mayormente en el Recinto de Bayamón de la Universidad de Puerto Rico, donde estuvo durante casi toda su carrera docente. Fundó y dirigió Plural, la revista de los Colegios Regionales, además de fundar y dirigir la Editorial Puerto. Presidió el P.E.N. Club de Puerto Rico y escribió regularmente ensayos puntuales y provocadores para Claridad, Diálogo y otros rotativos. Puerto Rico fue una presencia definitiva de su obra y de su gestión, pero nunca se consideró verdaderamente un puertorriqueño. Siempre prefirió el papel del testigo interesado, apasionado, fiel, aunque distante y solitario. Curiosamente, el crítico acérrimo del colonialismo isleño, se vio siempre a sí mismo como un meteco, como un griego de los márgenes, habitante peregrino de una de las muchas ciudades estado en las antípodas del imperio. Tampoco podría decirse que fuera español, sin más. Se pasaba los veranos, después de visitar a los suyos en España, en el apartamento que se compró con la herencia de su padre (un notario itinerante de la era de Franco) en Tánger. Varo vivió siempre el imperio español desde sus colonias de ultramar, desde el Caribe y desde África del norte.
Es esa la geografía precisa de su novela Rosa Mystica, salida en 1987 por Seix Barral, con una estupenda portada de Gabriel Suau. Rosa Mystica convirtió a Varo en un novelista importante, una novela que produjo un apasionado interés crítico local, con ensayos de Sofía Cardona, Áurea Sotomayor, Juan Gelpí y Alexis Aquino, entre otros. En mi propio ensayo sobre la novela, “Camino de perversión”, que salió en La raza cómica, exploraba los caminos misteriosos de la religiosidad en su escritura, donde una fuerte raigambre católica se revestía de un igualmente poderoso libertarismo sexual, para producir una especie de santidad del desvío, una suerte de catecismo sagrado del cuerpo y sus pasiones.
Rosa Mystica es lo más cerca que estuvimos de la grandeza de Varo, de la verdadera fuerza de su pensamiento. En esa novela, muchas de las características que notábamos de su aguerrido temperamento formaban parte de un inusitado concierto. Varo podía ser tan cariñoso como beligerante, tan devoto como atrevido, taciturno y arrojado, melancólico y mercurial. En la novela, que narra la transformación del huérfano Antoñito en Rosa Mystica, una santa de la iglesia, estos contrastes no eran sino los acrisolados ingredientes de su particular misticismo, que él se figuraba como una especie de permutación transgenérica. En una columna para Claridad de 1993 dice lo siguiente, en alusión a San Juan de la Cruz: “El misticismo es una suerte de cambio de identidad, de travestismo espiritual”. Rosa Mystica es el testimonio novelado de ese travestismo, escrito en una prosa barroca, de un barroquismo que pudiera llamarse de Indias.
Por aquellos años de aparición de la novela fuimos varios los que vimos con su llegada un texto perfecto para la consagración de una literatura gay o queer en Puerto Rico. Pero Rosa Mystica no se ajusta tan fácilmente a estas etiquetas. Era una novela demasiado católica para ser sencillamente gay. Pero también era demasiado gay para ser sencillamente católica. Más que católica, la profunda y atormentada religiosidad de Carlos Varo era más bien de cuño jesuita. Más que español, o católico, o marroquí o puertorriqueño, Varo era jesuita. Formado en la orden de San Ignacio, fue como estudiante y misionero de esa orden que llegó a Bolivia y a Ecuador a fines de los cincuenta. En Quito se doctora en letras clásicas, con una tesis que se convirtió en un enjundioso libro sobre El Quijote. En 1961 se va a Barcelona y se sale de la Compañía de Jesús, donde había recibido su definitiva formación espiritual e intelectual. Luego en París, donde estuvo otra temporada antes de venir a Puerto Rico, dirigió Ruedo Ibérico, para el que preparó su edición de la tremebunda y obscena Carajicomedia, la parodia del siglo dieciséis del Laberinto de la Fortuna de Juan de Mena. Fue una publicación de aquellas que hacían los españoles en el exilio para demostrarle al franquismo que había otra España libérrima e insobornable. También fue quizá un modo de tratar de desligarse con cierta violencia de sus ataduras con los jesuitas. Ya al final de su vida, en Puerto Rico, visitado tal vez por los fantasmas del Alzheimer incipiente, comenzó a ponerse de nuevo su antigua chaqueta de estudiante del colegio jesuita de su adolescencia. Yo que, además de su amigo y colega, fui su vecino en el condominio de Miramar que compartimos por una década, observaba sobrecogido su tierno regreso al origen sagrado de la Compañía.
Sus últimos años estuvieron dedicados a la redacción de una novela suya que permanece inédita. Tuvo varios títulos posibles: En soledad de amor herido, sacado de un verso de San Juan de la Cruz, o Memoria secreta, o Secreta memoria: autohagiogafía de un alter ego. Del paradero de esa novela no tenemos noticias. Es posible que la haya destruido, como el manuscrito de Los machos, en un arranque de cólera. Es posible que quede alguna copia de ella en alguna versión guardada en los archivos de su ordenador. Iba a ser una novela grandiosa, enorme, de más de ochocientas páginas, con al menos dos líneas narrativas. En una de ellas protagonizaba Juba II, rey de los numidas y los mauritanos, un rey africano berebere, surgido de la Tangis antigua de los sueños de Varo, de su Tánger adorada. Y la otra era propiamente una memoria secreta, el relato de una vida de amores arriesgados y fugaces, amores por donceles tan aguerridos y seductores como el gran Juba II. Escuché intensos y prometedores pasajes de esa novela de labios del mismo Varo con la ilusión de leerlos algún día en el libro publicado. Ojalá y que suceda. Que alguien encuentre la pista de esa deslumbrante e insobornable memoria secreta.