Carmen Valle, o los paisajes secretos y fugaces de la complicidad
Antes de escuchar a Carmen se la oía venir. Sus múltiples brazaletes de plata marroquíes y subsaharianos o indios tintineaban como amuletos antes de verla llegar. El olor a sándalo que exhalaba su piel y su cabello te envolvía en espirales mucho antes que su abrazo te acogiera con sincera calidez, arropándote, cobijándote, resguardándote como si hubieras llegado de lejos, de otro país. Aparecía entonces su palabra, la palabra escogida y degustada por ella para ti, saboreada en su paladar, exacta en su proyección, geografía y densidad, escueta, sin embelecos, como solía decir virando los ojos y alzando los hombros y las manos en una forma que me recordaba a mi mamá y a mis tías cuando asumían una autoridad, un poder irrecusable, un reino inaccesible y misterioso, que yo identificaba con lo femenino y lo criollo, de inapelable rotundidad. Era su palabra una incitación, su invitación a una complicidad, y en el momento en que respondías estallaba entonces la risa como asentimiento o confirmación, detonando una corriente que la hacía sacudirse y extenderse hacia atrás como para dejar pasar una resaca o aluvión sin perder su compostura y equilibrio de mujer elegante y bella, tal y como aparece en la foto adjunta que le saqué en mi casa hace quizás ya 20 años. Al otro lado de la foto, visible sólo para ella, estoy yo, como cómplice y testigo de esa eclosión, de ese paisaje secreto y fugaz que ella había creado momentánea y provisionalmente para ampararnos a los dos.
En su hermoso libro, Esta casa flotante y abierta, el Nueva York, que ella tanto amó y recorría todos los días con minuciosa intensidad, aparece como un espacio cambiante, de furiosa transitoriedad, que anuncia fantasmática y fantasmagóricamente toda suerte de augurados triunfos y bíblicas profecías mientras nos convoca a la vez “a la suerte del olvido / más ligero que ninguno en otras calles / servidas con la magia cambiante de su sueño”. Ante este espacio, los poemas de su libro se erigen como pequeñas y efímeras cartografías, mapas para propiciar los encuentros, hechos de redes secretas e íntima complicidad. Está aquí su “Mapa para llegar a casa” donde la poeta anticipa la llegada cotidiana de su amante desde el mundo obrero de sus andanzas, agitado y agotador, de pura horizontalidad, a su reino compartido, “centro frágil y amado, / cielo indeciso y tierno” que es el planeta hogar. Y el “Mapa para una amistad” donde dos vecinas comparten sin conocerse o saberlo el pequeño y amorosamente elaborado jardín que una de ellas cultiva, entrando así la vida de una en la de la otra: “Somos amigas sin serlo; / abierto el jardín a la mirada mía, / entro en su vida y ella, / quizás presienta que envía de su casa / más que un jardín a la mirada ajena”. Y el atrevido e irreverente “Mapa para hacer el amor en Gramercy Park” donde los amantes se cuelan sigilosamente en este hermoso y privado jardín al resguardo de los ruidos citadinos y de sus propios agitados rumores “acaballados”: “Con sigilo, de los besos / pasas a la montura, / que en un parque frondoso, / caverna rumorosa de grillos en la noche, / disimula cómplice bebiéndose / el compás de los corredores, los perros retozones / y los caballos y acaballados que ellos esconden”. Hay aquí algo más que el choque baudelairiano frente a la transitoria imagen centelleante del otro surgido del torbellino de la ciudad, que Benjamin registró, como ocurre en su emblemático poema, “À une passante”; hay contagio e interpenetración, encabalgamiento (y acaballamiento) de flujos y reflujos que van formando un paisaje tan vulnerable como íntimo; habitable, frágil y sudoroso.
Con el tiempo desaparecen –insólita, inescrutable y dolorosamente– los amigos, y la ciudad que compartimos se vuelve extraña e inhóspita. Crecen entonces los arrepentimientos y el olvido. Nunca tuve, por ejemplo, una conversación con Carmen sobre el fascinante tema de su tesis doctoral, la poesía del colombiano Porfirio Barba Jacob, cuya polémica figura proto gay aparece fugazmente en su paso por La Habana en el Paradiso de Lezama Lima, que por tantos años estudié. Ni llegué nunca a indagar sobre sus años de formación en el perdido Camuy premoderno de su infancia. Quedan, sin embargo, las huellas de esos paisajes secretos, de íntima complicidad que compartimos, como surcos imborrables en el cuerpo perdurable de ese aparente olvido.