Casas jíbaras: Anotaciones sobre arquitectura y tradición
Ultimately, not only does the distinction between the fake and real become meaningless, but also the simulation may become the real in and of itself.
—Nezar AlSayyad, The End of Tradition?
Salida
De 1943 a 1958, Puerto Rico operó una rápida transformación socio-económica que, dentro de los parámetros políticos de su entonces asociación con Estados Unidos obligó a múltiples transacciones. Entre ellas, la negociación de las pautas culturales en un país que, por un lado, enfilaba su modernización –con cierta esquizofrenia bipolar– desde un discurso que adelantaba la supuesta biculturalidad puertorriqueña como uno de los aspectos neurálgicos para el posicionamiento de Puerto Rico como puente entre Américas. La modernización accionaba el abandono de la agricultura como motor económico y escenario social y, con ella, la liquidación de valores y costumbres que se asociaron a lo primitivo o premoderno. En ese periodo de 15 años –desde las declaraciones en las revistas Harper’s y Life que señalaron a Puerto Rico como una “letrina” o un “arrabal”, hasta su flamante renacimiento como la isla moderna e industrializada que funcionaba como laboratorio (y vitrina) de la democracia[1]– se diseñó al país con lo moderno y eficiente como marcas de desarrollo y progreso.
La construcción nacional se vuelve crucial en los procesos de industrialización[2] como el que asumió Puerto Rico a partir de la década de 1940. Una noción convincente del porqué se la debemos a Marshall Bergman, quien en su icónico Todo lo sólido se desvanece en el aire: La experiencia de la modernidad desmenuza los contradictorios entramados ideológicos de dicho espacio-tiempo y sus amenazantes contextos. Según Berman, y simplificándolo mucho, la modernidad carga tanto el poder constructivo y esperanzador de lo nuevo como el del exterminio.[3] Ante tan antagónico y potencialmente destructivo panorama, la identidad nacional aparece como un instrumento de salvamento donde un sistema de representación simbólico y narrativo rescatable formaliza la idea de (una supuesta) estabilidad y continuidad. Se trata, como bien señala Stuart Hall, de un discurso y, como tal, de un sistema que organiza y define, pero que también produce, un catálogo de signos y significados –de puertorriqueñidad en nuestro caso– que nos permite identificarnos como miembros de esa categoría cultural.[4]
La fetichización de ciertos símbolos extraídos repetidamente del pasado con el propósito de balancear las peligrosas dinámicas que prescriben la desaparición, durante esos procesos de cambio fulminante, resulta, según Eric Hobsbawn, en tradiciones inventadas.[5] Inventadas, porque no necesariamente provienen de una continuidad histórica remota o acostumbradamente aceptada por consenso, sino que surgen como respuesta a situaciones contemporáneas que, como contrapeso, echan mano de imágenes y/o narrativas del pasado.[6] Ello, sin embargo, asume una dimensión adicional a partir del argumento de Benedict Anderson en cuanto a su definición de la nación como una “comunidad política imaginada”[7] y el hecho de que, según su criterio, “las comunidades no deben distinguirse por su falsedad o legitimidad, sino por el estilo con el que son imaginadas.”[8] Y vale su advertencia: la “‘calidad de la nación’… [es un] artefacto cultural de una clase particular.”[9] Es decir, serán unos sectores específicos de la sociedad quienes inventen la cultura nacional.
Néstor García Canclini y otros han observado que el transcurso formativo hacia la modernidad se articula desde espacios de oposición que confrontan lo moderno –equiparado esto a lo culto y lo hegemónico– contra lo tradicional –alineado a lo popular y lo subalterno–.[10] Por su parte, Stuart Hall destaca cómo en múltiples instancias la identidad nacional se sostiene sobre la idea de mitos fundacionales basados en lo popular. No obstante, no será el pueblo quien construya el discurso.[11] Este será solo instrumento en una operación de mitificación de sus productos pero, paradójicamente, se le mantendrá en un estado subalterno y ello, porque como bien sostiene el teórico, la identidad siempre se negocia “contra la diferencia”.[12]
Dentro del proceso, serán los “modernizadores”, según los categoriza García Canclini, quienes por “una inquietud romántica [definirán] lo popular como tradicional”.[13] Lo popular, según discute, se presentará entonces por las clases dominantes como el “depósito de la creatividad campesina [y] la profundidad que se perdería por los cambios ‘exteriores’ de la modernidad”.[14] Se trata de una táctica de supervivencia que agrupa ciertos productos, narrativas e imágenes escogidas como parte del mosaico de la identidad (colectiva) –esto es, de la cultura nacional– pero solo si son compatibles con el nuevo presente/futuro.[15] Tómese en cuenta, además, que solo interesan los productos y no la conservación del modo de vida (caducado, según la consigna de lo moderno) al que aluden.
Los estudios que han propuesto incidir sobre el tema de la representación cultural –de lo local– en la arquitectura moderna en Puerto Rico tienden al análisis desde la tendencia que la historiografía denomina Regionalismo.[16] No obstante, ello no necesariamente dirige a la concepción de lo local dentro de los parámetros de lo puertorriqueño o lo nacional. Y menos, desde lo rural –entendido como lo popular y por defecto, lo tradicional– como referentes dentro del proceso de invención inscrito en la modernización de Puerto Rico.
Entonces, cabe preguntarse, ¿qué es lo puertorriqueño? O, más bien, ¿qué es lo puertorriqueño en ese momento de modernización y de particular construcción cultural nacional que mencioné antes? Y, ¿cómo se inserta lo puertorriqueño o lo nacional en el lenguaje/discurso de la arquitectura? Lo que prosigue es un breve vistazo donde tomo como punto de partida la imagen de la casa jíbara –ícono local–. Lo que presento es una serie de reflexiones informadas sobre la casa rural y su invención como signo patrio e imagen de lo local en Puerto Rico dentro del recorrido (incompleto) hacia la modernidad.
Parada: La invención de la cultura puertorriqueña por el discurso populista
El acto de “pensar la patria” que se inició durante la década de 1930[17] dio paso a varios textos con los que los intelectuales del país esbozaron interpretaciones incipientes de lo puertorriqueño. Las complejidades asociadas a una realidad colonial doble resaltan, pero vale mirar fragmentos del primero, Insularismo (1934) de Antonio S. Pedreira,[18] a modo de apuntes para una invención de la tradición. Ahí, es sumamente significativo que uno de los signos que el autor delimite resulte ser la casa porque, en términos arquitectónicos, la vivienda es la tipología que asume –o a la que tiende a adjudicársele– el rol evocativo de lo tradicional.[19] La convicción de Pedreira que discursa “[f]lor de la tierra es la vivienda”,[20] registra una alusión del autor a un pensamiento quasi existencialista donde la casa nace/es del territorio, y ese vínculo la nutre de los valores espirituales del país.[21] No obstante, “la tradición” arquitectónica construida por el ensayista prefirió cimentarse en lo español, si bien con adaptaciones a las condiciones climáticas y territoriales que garantizasen su permanencia.[22]
La idea de la invención de la tradición en una comunidad imaginada resulta un lente sugerente para revisar la interpretación de lo local y sus representaciones. Me interesa, particularmente, la definición y manipulación de lo popular –convertido en lo tradicional– dentro del proyecto de modernización puertorriqueño. Ello, porque la condición colonial de Puerto Rico hacía el discurso nacionalista es una empresa problemática[23] y, por eso, el Partido Popular Democrático (PPD) prefirió esquivarlo para impulsar en su lugar una narrativa cultural específica; de referente nacional, pero que se desligaba de los entramados políticos del nacionalismo.
Con su retórica populista, Luis Muñoz Marín estableció una transformación ideológica donde, en vez de la Nación-Estado –imposible para el Puerto Rico colonia–, se enfocó en la definición y la construcción de los signos culturales de la Patria-Pueblo, capaces de coexistir con la modernidad. Como explica García Canclini,
[…] el populismo selecciona del capital cultural arcaico lo que puede compatibilizar con el desarrollo contemporáneo […] En las ritualizaciones patrimoniales y cívicas […] la sabiduría y la creatividad populares son escenificadas como parte de la reserva histórica de la nación ante los nuevos desafíos. En el populismo estatizante, los valores tradicionales del pueblo, asumidos y representados por el Estado, o por un líder carismático, legitiman el orden que estos administran y dan a los sectores populares la confianza de que participan en un sistema que los incluye y reconoce.[24]
Es fácil conceder la intención de manipulación institucional en la construcción del discurso cultural a partir de la fundación del Instituto de Cultura Puertorriqueña (ICP) en 1955, brazo del Estado creado para estudiar, conservar, difundir y enriquecer la cultura. Y ello, debido al supuesto desprecio expresado por muchos puertorriqueños por lo autóctono en favor de lo extranjero.[25] Esto resulta muy significativo en cuanto a la situación de Puerto Rico como espacio colonizado (o postcolonial) porque, como abunda Homi Bhabha: 1.) la existencia colonial es siempre una contra-referencia que se enfrenta a lo externo; 2.) la existencia colonial se enfrasca en un debate con/contra el yo y el otro donde el dominado en algún momento querrá ocupar el lugar del dominante; y 3.) la identificación (cultural) colonial no refiere a una identidad coagulada sino que “siempre es la producción de una imagen de identidad y la transformación del sujeto a asumir esa imagen” en un ejercicio de “ser para un Otro”.[26]
Muñoz Marín venía preocupándose por el asunto cultural desde mucho antes que el 1955. En 1941, como Presidente del Senado, expresaría serios conflictos con la estrategia propuesta por el gobernador, Rexford Guy Tugwell, quien inauguró el impulso modernizador en Puerto Rico –al fundar el Comité de Diseño de Obras Públicas bajo el eslogan design for progress–.[27] Para Tugwell, la pobreza anulaba la posibilidad de construcción cultural, y a Muñoz le preocupaba que, en el proceso de abolirla, “[pudiese] superficializarse la cultura al punto de convertirla en mero adorno de una estupenda y estupefaciente base económica”.[28]
Ya electo Muñoz Marín como gobernador, la intención por consolidar lo rural como imagen de lo nacional se torna evidente y se introduce con más énfasis dentro del discurso populista. Con el llamado al rescate y la preservación de lo tradicional,[29] en múltiples discursos y mensajes, Muñoz habló de cómo los valores rurales –“el básico buen saber” que fomenta “la vida buena”– eran necesarios para no sucumbir ante las tentaciones de la “buena vida”. Como muestra, está el siguiente fragmento del discurso de 1953 en su toma de posesión como gobernador del recién fundado Estado Libre Asociado. En esa ocasión indicará:
Estamos inexorablemente disminuyendo el campo y agrandando las ciudades, en el tránsito, necesario a nuestra supervivencia, de una economía agrícola a una economía industrial. No se puede preservar la manera rural en la vida urbana, pero será noble el esfuerzo de buscar en nuestra educación, en nuestro sentido de nosotros mismos, manera de adaptar en alguna forma válida el buen saber del campo a la vida de nuestra industrialización en marcha. Veo este como un objetivo digno de nuestro ideal cultural.[30]
Como se ve, el Gobernador insta a mantener lo local o las virtudes del campo de maneras no contestatarias con la modernización necesaria.
Un espacio desde el que se manejaron las narrativas e imágenes de lo rural a tenor con la invención de la tradición y que precedió también al ICP fue la División de Educación de la Comunidad (DivEdCo), fundada en 1949. En su libro Negociaciones culturales: Los intelectuales y el proyecto pedagógico muñocista, Catherine Marsh Kennerley incurre en una amplia disertación sobre los modos en que, desde dicho proyecto educativo, se “creó una infraestructura de imaginario cultural puertorriqueño” que inició la nacionalización de la cultura jíbara, mientras discute el rol de los intelectuales, artistas y políticos en dicha construcción.[31] La DivEdCo es importante en ese panorama porque sus productos pedagógicos iban dirigidos al llamado pueblo y figuraban como un potente instrumento de comunicación para las masas.
Como señala Marsh, la discusión sobre la casa rural fue uno de los temas recurrentes en la DivEdCo, colindante con el discurso muñocista sobre la cultura y la búsqueda de la personalidad puertorriqueña en lo jíbaro. Todavía en 1967, la casa rural era tópico vigente. El libro para el pueblo titulado Tu casa y la mía[32] –de una narrativa sencilla y repleto de dibujos– funcionó, puede argumentarse, como un recurso pedagógico para reforzar la tradición inventada y la intención de que el discurso por lo jíbaro excediese los límites temporales del presente. Esto se aprecia en la sección dedicada a “El futuro de nuestra arquitectura rural” que ilustra una casita levantada del suelo, en madera, con balcón y con techo a dos aguas, mientras el texto indica:
[…] construimos una vivienda en el campo para una familia que vive de la tierra. Se han introducido nuevos materiales de construcción en el mercado. Pero este hecho no altera las necesidades de vivienda rural dentro de la cultura puertorriqueña. Una casa en el campo llena funciones algo distintas a una casa en el pueblo o la ciudad. El hombre en el campo vive en amorosa comunión con la naturaleza. La arquitectura rural no puede ignorar esta realidad. […] Aunque hayan [sic] habido fundamentales cambios económicos en la sociedad de Puerto Rico, la unidad de la familia campesina sigue requiriendo que la casa, además de estructura física, sea un verdadero hogar, un albergue adecuado que esté de acuerdo no solo con el clima, sino con los buenos hábitos rurales que hemos conservado a través de una larga tradición cultural.[33]
Con todo, quien más apasionadamente abogó por la casita jíbara fue la Primera Dama, Inés Mendoza, quien, dirigiéndose a las maestras de economía doméstica durante el verano de 1955 denunció: “Lo mejor de Puerto Rico se pierde si no salvamos la casa rural con lo que lleva adentro” porque “[…] la pareja rural es el potencial humano más valioso de nuestra cultura, que contiene las esencias de ella”. Y continúa: “Hay que tirarse de pecho para defender y guardar como un tesoro a la casa campesina porque dentro de ella se guarda el buen entendimiento que del bien, la libertad, la paz y la justicia, tiene nuestro pueblo. […] Yo las invito a ustedes a salvar nuestras raíces dentro de esa casa rural y a protegerlas, porque son buenas”[34]
Doña Inés comienza entonces a diseñar la casita del porvenir que, dicho sea de paso, reconoce como el espacio femenino:
[…] la cocina del campo debe ser la más acogedora habitación de la casa. Que la idea de sala-comedor que imitamos del pueblo [pase] a ser cocina-comedor. Como la madre es la que hace casi todos los oficios de la casa en el campo, su sitio durante el amanecer, el día entero y parte de la noche es la cocina –ya allí para ella debe haber espacio de agradable reunión, mesa grande y fuerte, bancos cómodos, fogón amplio y bien hecho, trastes duros y fuertes, fregaderos y sumideros adecuados. [La] casa rural […] me parece que tiene que tener por lo menos tres habitaciones. Una para el matrimonio y el nene y las otras dos para separar niños de niñas. Tiene que tener cuarto de aseo y una gran sala-batey. La sala debe extenderse hacia fuera como es natural en un trópico, bajo los árboles. […] El batey es la verdadera sala del campo [e]se debe ser el frente de la casa campesina y no el frente de la fea arquitectura de imitación de ‘chalet’ que ya pasó hasta para nosotros en el pueblo y que nos amenaza con afear el campo. Es más, yo había pensado en que esta casa rural no tuviera sala en absoluto [p]ero si hay que tener sala para dentrar [sic],[35] que se extienda bajo unas soleras hasta los árboles afuera que es en donde verdaderamente se hace la sala en el campo, en el batey natural. La sala que se extienda hasta el batey debajo de los árboles va a ayudarles a las mujeres a retener a los hombres en la casa, lejos del friqutín […][36]
Se concede entonces, que el entramado de rescate de lo tradicional en su calidad de lo local y desde la imagen de la casa jíbara se articuló desde un ejercicio que pretendió trascender el tiempo. Sin embargo, como se discutirá adelante, también trascendió el espacio.
Llegada: El culto a la casita
Simplemente expuesto, en una sociedad, la cultura se conforma por aquello a lo que se le rinde culto.[37] Esto es, lo que se ritualiza. Si, como expone García Canclini, las tradiciones que se teatralizan son las que se internalizan, entonces la casita jíbara se instala en un lugar (político) privilegiado porque para los puertorriqueños ocupa un espacio patrimonial espectacularizado con el que se pretende reflejar la identidad nacional.[38] Una identidad construida mediante el rescate de objetos/signos de una vida rural otrora, que interesan únicamente por su supuesto poder unificador y redentor.
Esa casita de encarnación múltiple se consume reiteradamente como parte del inventario inscrito en el registro folclórico puertorriqueño. No obstante, también desde el repertorio de nuestro arte culto.[39] Sin hablar de la rica producción gráfica en carteles y publicaciones populares donde se romantizó –y se romantiza– el espacio rural en una estrategia de definitiva complicidad para su continua mitificación. No hay que desatender, sin embargo, que esa romantización se da sobre la imagen de la vida campestre y no necesariamente sobre la vida en sí. Como explica William John Thomas Mitchell desde la esencia del Romanticismo artístico y literario, la exposición de esos escenarios y la intención que los maneja son clave dentro de momentos históricos específicos porque “[t]hey thus play a crucial ideological role […] in mediating a double desire to own and renounce […], to possess the countryside without real ownership […]”.[40]
Otro punto a enfatizar es el hecho de que nuestra casa nacional, la escogida, es la vivienda del obrero. Un informe de 1914 es sumamente importante toda vez que aporta un vistazo panorámico a las viviendas obreras disponibles al momento de su edición. A partir de dicho registro, se desprende que el signo patrio casa, esa que hemos teatralizado para adoptarla como patrimonio identitario, se extrae de las centrales. Aunque existían diferencias, generalmente se levantaban unos dos pies del suelo, eran de madera importada[41] y se techaban con cinc fijado con clavos directamente a las vigas, por lo que el metal quedaba expuesto en el interior. Además, paredes de poca altura –aproximadamente de seis a siete pies– contribuían a una vivienda sumamente calurosa.[42] Los jíbaros, por su parte, construían sus chozas con palma, yagua y paja porque eran los materiales disponibles sin costo.[43]
Enrique Vivoni observa que el modelo de casa para los esclavos en las plantaciones del sur de Estados Unidos –importado al territorio continental desde las colonias en las Indias Occidentales– se introdujo en las centrales en Puerto Rico para sustituir los bohíos de los trabajadores (imagen 2 y 3).[44] Por otro lado, en términos sociales, las casas que construía la administración de centrales como Aguirre se amarraban a esquemas de jerarquización ligados al espacio habitado. Por lo general, para los obreros había tres modelos de vivienda. La que se describe arriba la ocupaban los peones con familia (imagen 4 y 5). Pero además, existían barracones para peones solteros –donde los hombres compartían un único espacio habitacional– y las casas de los capataces. Estas últimas, incluían un elemento arquitectónico fundamental para la señalación de un nivel superior en el estatus social obrero del Company Town: el balcón.
Para su vivienda idealizada, los jíbaros señalaban el balcón como espacio del deseo. Eso se confirma a partir del Programa de Ayuda Mutua y Esfuerzo Propio que comenzó a desarrollarse en Puerto Rico en 1945. Para tomar en consideración los patrones culturales e incorporarlos en el diseño de una vivienda modelo, se realizaron estudios de casas rurales y encuestas a los campesinos. Las entrevistas reflejaron que, como valor cultural, el balcón era un elemento al que los jíbaros adjudicaban gran significado porque señalaba un estatus social más prominente.[45] Con esto, se concluye que la casa jíbara o casa rural que se consume como ente patrimonial conecta, sin duda, con la vivienda del capataz de la central (imagen 6).
Esa casita, eventualmente, evadió las fronteras de la central. En los arrabales de los centros urbanos se desarrollaron primero casuchas construidas de materiales encontrados, pero, a medida que la situación económica de las familias mejoraba, se levantaron casas que repetían los patrones habitacionales desarrollados en las centrales. No sorprende tampoco que el mismo modelo, con variaciones mínimas, se utilizase para asentamientos obreros como Barrio Obrero (1921) en Santurce y, aun antes, para las viviendas para los héroes del 25 de enero (las casas para los bomberos) en Ponce (de 1906 en adelante).(Imagen 7)
La casita incluso emigró con la diáspora puertorriqueña. Actualmente, se le ve pavoneándose en espacios completamente antitéticos de lo campestre (en el Bronx, East Harlem, Brooklyn y el Lower East Side en Nueva York). Eso no debe asombrar, porque, como apunta Juan Flores, “desde que se concibió en sus primeros tiempos, la arquitectura de la casita ha sido portátil…”.[46] La aparición de casitas en lotes desocupados de los barrios de Nueva York las identifica como emblema de lo puertorriqueño. Sin embargo, no solo refieren a un signo identitario de una comunidad excéntrica sino que revierte a memorias de lo local desplazadas de su origen e inscritas en lo foráneo. Se trata, además, de una operación contestataria hacia la metrópoli, de retroconquista, que comprueba quizás que, contrario a lo esbozado por Gayatri Spivak,[47] el subalterno sí encuentra oportunidades de expresión subersiva. (Imagen 8)
Ello, como señala Luis Aponte Parés, se visibiliza en Nueva York mediante las casitas, por su ocupación física del lugar otro y su alusión a valores metafísicos que mantienen una conexión con la Isla mediante la reproducción de corolarios culturales tradicionales/populares/nacionales y la producción de nuevas tradiciones inventadas.[48] Esto es, desde una estrategia de [re]presentación que es un dar presencia en constante repetición y traducción. Las casitas, como consigna Flores, son “actos de expresión en sí mismas”[49]donde la invención percola más evidentemente en las operaciones de adaptabilidad en las que se incurrió para su puesta en escena. Estas, en efecto, no funcionan como viviendas en el sentido estricto, sino que son centros comunitarios y de congregación. La manipulación y la resignificación de la tradición se inscribe en sus espacios y en sus usos: el balcón se piensa como escenario o tarima, el patio o batey es pista de baile, el interior es camerino, cocina, sala de estar, todo a la vez.
Y es que, en el espacio ajeno y anónimo de Nueva York, la casita es Puerto Rico: un signo mutante y polisémico donde se asientan, convergen y viabilizan múltiples episodios de supervivencia –insulares y exiliados–. En otras palabras, y desde los lindes de la subalternación que emerge para el dominado como consecuencia de la maquinaria colonial, la casita figura en su significación de lo local + lo tradicional + lo nacional como un ente de/en traducción y de/en desplazamiento que, como declara Bhabha, “recurre al poder de la tradición para reinscribirse mediante las condiciones de contingencia y contradictoriedad que están al servicio de las vidas de los que están ‘en minoría’”.[50]
Cierre
La modernización implicó la puesta en marcha de procesos económicos, políticos y sociales que fomentaron la transición de los modelos tradicionales a otros, modernos. Como teoriza Michael Latham, con base en ese proceso y su eventual conclusión, se concretó en nuestro hemisferio una ideología con la que se articuló una identidad enraizada en los avances socio-económicos, la vitalidad y el dinamismo cultural de Estados Unidos. El imperio conjugó una manera de continuar los imperativos de dominación, ya no desde una colonización territorial, sino en términos de valores.[51] Ello, porque especialmente luego de la Segunda Guerra Mundial, el sistema democrático-capitalista norteamericano y su cultura de consumo se adelantaron como paradigmas que designaban la modernidad en la sociedad. Esto significó la percepción como inferiores de los países que se resistiesen o no se afiliasen a ese prototipo.[52]
En Puerto Rico, la modernización concurrió con múltiples contradicciones, con pérdidas y ganancias. También, con las usuales oposiciones ideológicas entre ciudad/modernidad y campo/tradición. Ya en 1973, un Muñoz Marín reflexivo de sus posturas y de las negociaciones implícitas en la modernización que lideró escribía: “¡Teodoro industrializa! y él industrializó. Le he debido decir ‘industrializa pero trata de mediocrizar lo menos posible’. No se lo dije , y este es otro de los límites de insatisfacción a mi orgullo por la transformación de Puerto Rico […]”.[53]
En arquitectura, cabría el argumento de definir las casas de urbanización como uno de esos bastiones de mediocridad impulsada por la industrialización. Cierto que, en su momento, estas figuraron como marcas del progreso: la modernización inscrita en las viviendas de hormigón de un Puerto Nuevo, por ejemplo, era indiscutible. No obstante, y quizás solo ideológicamente, nosotros, los posmodernos, continuamos de un modo no tan inconsciente remarcando la casita jíbara como baluarte. Propongo entonces, como conclusión, una imagen de nuestra cotidianidad suburbana: la casita posada sobre la de urbanización. ¿Marcando su hegemonía (patrimonial) contra la casa estandarizada en hormigón (la industrializada)? ¿Colonizando el espacio privilegiado de la modernidad?
*Esta es una colaboración entre 80grados y Polimorfo, la revista de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Puerto Rico con el ánimo de crear y difundir conocimiento y traer una mirada crítica a la disciplinas de la arquitectura, así como a otras áreas de estudio afines a la a la misma. Este ensayo fue publicado en la edición 4 de 2018.
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Referencias
[1] Ver: Burton, 1943, pp. 54-63; “Puerto Rico Investigating”, 1943; y Commonwealth of Puerto Rico, 1958, pp. 2-6.
[2] Hall, 2000, p. 612.
[3] Ver Berman, 1988.
[4] Ver Hall, 2000, pp. 611-613.
[5] Ver Hobswam, 1983, pp. 1-14.
[6] Ibíd., p. 2.
[7] Anderson, 1993, p. 23.
[8] Ibíd., p. 24.
[9] Ibíd., p. 21.
[10] García, 2009, pp. 191-192.
[11] Hall, 2000, p. 615.
[12] Hall, 1991, p. 5.
[13] Ibíd., p. 195.
[14] Íd.
[15] Ver ibíd., pp. 196 y 245.
[16] Casi todos los estudios atienden algún tipo de disección de las características climatológicas del trópico. También, señalan las estrategias de adaptabilidad climática y de tecnologías pasivas utilizadas. A ello, se suman ejercicios de contextualización paisajista que refuerzan la idea de un genius loci.
[17] En 1929, el segundo número de la revista Índice convocó a una encuesta de definición y orientación enfocada en determinar si, en efecto, existía una identidad puertorriqueña y cuáles eran sus características a partir de la pregunta general ¿qué y cómo somos? Se preguntó: ¿cree usted que nuestra personalidad como pueblo está completamente definida?, ¿existe una manera de ser inconfundible y genuinamente puertorriqueña?, ¿cuáles son los signos definitorios de nuestro carácter colectivo? A raíz de las respuestas recopiladas, se evidenció que la mayoría de los lectores no reconocían la existencia de un alma puertorriqueña.
[18] En Insularismo, Pedreira presentó una reflexión atravesada por el reconocimiento de una crisis cultural traumatizada por la invasión estadounidense y por los factores que, según él entendía, incapacitaron la evolución cultural individual y el desarrollo de una identidad propiamente puertorriqueña. (Ver Pedreira, 2001). Otras propuestas literarias que abordaron el tema fueron: Prontuario histórico de Puerto Rico (1935) de Tomás Blanco; Problemas de la cultura puertorriqueña (1935) de Emilio S. Belaval y el discurso de Vicente Géigel Polanco Puerto Rico: ¿Pueblo o muchedumbre?
[19] Eso es así entre otras razones porque, como expone Simon Bronner, la casa atiende una necesidad física fundamental –el resguardo– a la vez que, metafísicamente, funciona como un símbolo; es decir, es una marca o comprobación de la presencia de la tradición que, de una vez, incorpora los procesos discursivos de su selección como ente icónico y, además, figura el escenario de un modo particular de ser/estar en el mundo. Ver Bronner, 2006, p. 27.
[20] Pedreira, 2001, p. 63.
[21] Sin embargo, como muchos de los intelectuales de la época, aun dentro de la situación colonial vigente en el momento, Pedreira insiste en una identidad española para los puertorriqueños. Antonio S. Colorado, por ejemplo, publicó lo siguiente en las páginas 1 y 4 del periódico El Mundo del 16 de junio de 1931: “Nosotros somos españoles; y esto es necesario que se acepte como realidad cuya validez está fuera de nuestro desear. Porque al así reconocerlo no estamos sino dando paso a una verdad cuya aceptación es nuestra más absoluta necesidad previa para esclarecer nuestro futuro, para fijar nuestra personalidad, para definir nuestras limitaciones y posibilidades. Pero eso no es todo: somos españoles que por cuatro siglos hemos vivido en Puerto Rico, en un Puerto Rico que por treinta años ha venido recibiendo los influjos de la nación norteamericana”. Ello explica por qué a Pedreira no parece alarmarle la pérdida del bohío, todo lo contrario. Según expondrá en el texto: “El bohío de paja y yagua, tan pintoresco a la distancia como elemento decorativo del paisaje regional pero tan miserable de cerca, está llamado a desparecer porque no carga las esencias permanentes de la tradición. […] El bohío indígena, además no puede ser por su endeblez y peligro, la célula primaria de nuestra vivienda. Esta la constituye la aportación española adaptada a las exigencias de la necesidad colonial: paredes de ladrillo o de cemento, techo de teja o de ladrillo, puertas altas y anchas y ventanales con persianas.” Más adelante, el autor abogará por una arquitectura adaptada a las necesidades del trópico –“duradera y fuerte”– capaz de resistir huracanes, terremotos, el salitre y la polilla sin cinc ni cristales que, según considera el autor, remiten a “elementos exóticos superpuestos” e “inconvenientes. (Pedreira, 2001, pp. 63-65).
[22] Esto es así por varias razones. Primero, está el hecho de que Puerto Rico sostuvo una dominación española de más de 400 años. Luego, que el carácter efímero de la construcción “primitiva” rebasaba, para el autor, su potencial de permanencia y la inmutabilidad necesaria para homologar lo tradicional a la idea de un legado histórico donde el pasado se conectase con lo presente. Finalmente, queda la necesidad de las élites locales de mantener cierto control dentro del esquema colonial estadounidense y de sostenerse en un ejercicio de sobrevivencia mediante el cual afirmar su hegemonía a través de los que consideraban sus productos culturales –los cultos– por sobre los de las clases sociales inferiorizadas y desventajadas. Como explica Luis Ángel Ferrao, mientras en América Latina se formulaba un discurso de ruptura con España mediante la construcción de otro que fomentaba identidades propias, en Puerto Rico el hispanismo se adelantó como una manera de contrarrestar los avances del protestantismo, el capitalismo y el anglosajonismo. Sin embargo, como también comenta, se trató además de una manera con la que los descendientes de las antiguas élites españolas reivindicaban la cultura que había sido desplazada del poder por los estadounidenses intentando así, abrirse un sitio socialmente jerárquico dentro de la nueva situación colonial. Cabe señalar aquí el gusto de algunos de los arquitectos más prolíferos de las décadas de 1920 y 1930 por la imagen hispanista. Pedro de Castro (1895-1936), Pedro Méndez (1902-1990) y Rafael Carmoega (1864-1968) diseñaron viviendas para las clases pudientes del país en el estilo preferente del Resurgimiento Español, mientras algunas de las obras gubernamentales de mayor relevancia también se construyeron siguiendo dichos parámetros estéticos: la Escuela de Medicina Tropical [1936] y el Cuadrángulo de la Universidad de Puerto Rico [1935-1939] son sólo dos ejemplos. Del mismo modo, vale apuntar la imagen de Puerto Rico exportada a través de los pabellones para las Ferias Internacionales de Filadelfia en 1926 y Nueva York en 1939, con los que se comprueba el gusto por y la afiliación a las referencias de corte hispanista. En términos arquitectónicos, Enrique Vivoni sostiene que Estados Unidos aprovechó también el gusto por la estética hispanófila para adelantar la aculturación del puertorriqueño durante las primeras décadas del siglo XX. Según el arquitecto e historiador: “la hispanidad en la arquitectura facilitaba la americanización del puertorriqueño” (Vivoni, 1998, p. 142). Ver Ferrao, 1993, pp. 37-60; y Vivoni, 1998, pp. 119-154.
[23] Hay que recordar que, desde 1948, la Ley número 53, popularmente conocida como Ley de la Mordaza, estableció como delito cualquier expresión en contra de los Estados Unidos y, por adhesión, toda manifestación nacionalista. Para una investigación pormenorizada del asunto y sus efectos ver Acosta, 1989.
[24] García, 2009, p. 245.
[25] Ver Instituto de Cultura Puertorriqueña.
[26] Bhabha, 2002, pp. 65-66.
[27] El Comité se pensó, además, como un espacio de entrenamiento en técnicas modernas de diseño bajo la rúbrica del funcionalismo y la economía; parte de su razón de ser fue la instrumentación de estándares mínimos para la construcción de obras públicas. (Ver Sturcke). Como ampliación al tema que me ocupa, cabe señalar que la presencia de Henry Klumb como Director de la Sección de Diseño resulta fundamental. Primero, porque el arquitecto se adscribía al pensamiento muñocista y al programa social del PPD. Esto se comprueba en una carta dirigida a Ann Cooperland, antigua colega en Los Ángeles, donde la invita a participar del “experimento social con significado” que se impulsaba en Puerto Rico. (Ver Klumb, 1945). Segundo, porque basó su propuesta arquitectónica en dos clausulas radicales: 1.) una intención correctiva dirigida a producir una arquitectura de referentes puertorriqueño y tropical, alejada de la supuesta tradición española y 2.) la idea de una estética de lo existente (aesthetics of what there is) resultante “by working in tune with the conscious reality of need, whatever that need may be” donde, por convicción, la arquitectura “should never be such as to superimpose itself but should become subservient to the requirements of the local building needs based solidly on local problems and thus… developed by needs”. Klumb hace alusión al primer punto en una entrevista publicada en la revista Interiors de mayo de 1962. Allí, el arquitecto discute su impresión de la arquitectura en Puerto Rico a su llegada a la Isla en 1944. Según dijo, le pareció que: “[t]here is no real architecture of the tropics or of Puerto Rico. Everything is bastard Spanish, which was never the heritage of more than 10% of the Puerto Ricans anyway. And the Spanish enclosed everything behind thick walls and grilles. Their women weren’t to be seen; everything was protected. Then you superimpose the Anglo-Saxon traditions on top of that, and you get the most wretched architectural results imaginable”. (Klumb, 1962, p. 116). Para el segundo punto, refiérase a Klumb, 1979 y Klumb, 1944a.
Como modernista que no creyó en la tabula rasa y un negociador colonial que echó mano de la otredad como recurso estético y de diseño, en su trabajo para el Comité, Klumb no descartó los métodos constructivos tradicionales y, de hecho, propuso investigar sobre materiales y métodos de construcción locales para desarrollarlos, mejorarlos y utilizarlos como posibles soluciones de transición sin oponerse a la industrialización proyectada. En el Archivo de Arquitectura y Construcción de la Universidad de Puerto Rico (AACUPR), se conservan los dibujos para varias versiones de propuestas para unidades escolares que abandonaban el hormigón en favor de palma, yagua, vara silvestre y paja. Incluso, el arquitecto propuso un híbrido donde la palma y la vara silvestre se recubrían con tela metálica para terminarse con un empañetado de hormigón. En este periodo, la casa rural no solo se convirtió en un objeto de estudio para Klumb, sino también en uno de los temas a atender. Para el Comité de Diseño, aparece en dos instancias: en las fincas para maestros y en la propuesta que tituló Zero-Plus Housing. Las casas para maestros serían viviendas para normalistas en los distritos rurales, con una parcela para huerto. En términos programáticos, incluían: balcón, sala-comedor, una o dos habitaciones con armarios empotrados, baño, cocina y almacén. En el AACUPR, se conservan los planos para dos versiones. Una de ellas con una unidad en hormigón que serviría de tormentera mientras el resto de la casa se construiría en palma y vara silvestre, con empañetado de hormigón. En términos prácticos, ello evitaría el deterioro por termitas, pero determinaba también una operación con la que se encaraban la tradición y la tecnología moderna. Por la parte estética, sin embargo, la vivienda continuaba los patrones locales al incluir techos de dos aguas, si bien con la construcción del piso en hormigón se perdía el pintoresco perfil de la casa levantada en “zocos”. Según la Ley número 14 de 1943, el propósito fundamental de estos proyectos consistía en aumentar la influencia de los maestros en las zonas rurales, “…not only to carry out their teaching functions with efficiency in the classroom but also to carry out a transcendental cultural mission in the heart of the rural communities”. (Ver Klumb, “A Plan”). Zero-Plus, por su parte, siendo, como explicó Klumb, una propuesta para un método constructivo, no pretendió mantener la fidelidad estética con la casa rural porque no se trataba de un ejercicio de estandarización del tipo sino de su elemento gestor: el Life Core. El Life Core o Médula de Vida, según ha traducido el término Vivoni, se trataba de una estructura en planta de T, propuesta en bloques de hormigón para cada dos unidades habitacionales. Ese elemento estandarizado, supliría las necesidades sanitarias primarias, permitiendo la evolución y mejoría del esquema de acuerdo a los recursos de las familias. (Ver Klumb, 1944b). No obstante, los documentos disponibles sobre la versión rural ratifican el uso de materiales localmente asequibles –palma y paja– igual que los destilados de las viviendas de las centrales –madera y cinc–. Y claro que, por su tipología de casa gemela, se evadía la línea conectiva estricta con la casa rural. Sin embargo, como se aprecia en el documento, las fachadas de ambas residencias se unificarían mediante un ejercicio de diseño que conservaría la imagen de la fachada compuesta por el techo de dos aguas. También, debo hacer hincapié en el hecho de que, entre 1946 y 1947, Klumb continuó estudios de la casa rural con lo cual, al parecer, intentaba mediar las características regionales con una modernidad que solo se ocupaba de forzar técnicas preconcebidas desde el exterior en vez de desarrolladas –como la música y la literatura– desde el folclor. Los esquicios no abandonan la funcionalidad ni la modernidad. En las plantas, se aprecia cómo fueron diseñadas desde la arquitectura orgánica. Así, Klumb plantea la idea de centrifugación expansiva mientras el espacio intersticial (que serviría de una vez como balcón y sala) permitiría que se habitaran el exterior y el interior al mismo tiempo. Sin embargo, al revisar las fachadas, parece evidente que la operación propuesta por Klumb jerarquizaba lo local y, de ese modo, además de convivir con la modernidad se aferraba a lo que para él era una de las responsabilidades del arquitecto: “respect the past, reflect the present, and project the future”. (Ver Klumb, Panfleto 2).
[28]Para el entonces senador, “[n]aturalmente, la preocupación por la cultura no [debía] conducir a desentenderse de la miseria, cuya abolición [era] prioridad indiscutible. La liberación de la miseria [debía] rehacer la economía, para convertirla en base de justicia y de cultura.” (Muñoz, 1992, p. 49).
[29] Como indica García Canclini, “[e]se conjunto de bienes y prácticas tradicionales que nos identifican como nación o como pueblo es apreciado como un don, algo que recibimos del pasado con tal prestigio simbólico que no cabe discutirlo. Las únicas operaciones posibles –preservarlo, restaurarlo, difundirlo– son la base más secreta de la simulación social que nos mantiene juntos”. (García, 2009, p. 150).
[30] Muñoz, 1953.
[31] Marsh, 2009, pp. 46 y 71.
[32] En este, editado por René Marqués, con investigación y redacción a cargo de Emilio Díaz Valcárcel la casa figura el tema central abordado desde distintos frentes. La casa, tanto de Puerto Rico como del extranjero, se examina desde sus contextos históricos, geográficos y constructivos. La casa rural puertorriqueña se atiende, además, como tema mediante el cual se pretende enseñar sobre las mejores prácticas en cuanto a orientación, ubicación e higiene. Ver Departamento de Instrucción, 1967.
[33] Énfasis de la autora. Ibíd., pp. 28-29.
[34] Mendoza, 1955.
[35] Doña Inés Mendoza hace referencia aquí al modo de hablar del jíbaro, con “dentrar” en vez de “entrar”.
[36] Mendoza, 1955.
[37] Forbes, 1912, p. 170.
[38] Ver García, 2009, pp. 151-152.
[39] Refirámonos, por ejemplo, al Pan nuestro de Ramón Frade (1905) y antes, al famosísimo El Velorio de Francisco Oller (1893), por mencionar solo dos.
[40] Mitchell, 2005, pp. 116-117.
[41] Puerto Rico no contaba entonces con bosques de maderas fuertes adecuadas para la construcción.
[42] Government of Porto Rico, 1914, p. 84.
[43] El obrero que no se beneficiaba de una casa provista por la central la construía de materiales encontrados y disponibles en el sitio por medio de métodos tradicionales anónimos heredados. Según el informe de 1914: “The framework of these huts is of poles and small sticks cut from shrub trees. The roofs are generally thatched with a long, tough grass and the walls are constructed by binding leaves of the royal palm (yaguas) with sticks and fiber. The floor is of boards or slabs and is raised from one to two feet above the ground. In some sections yaguas are also used for the roofs and in the inland there are many huts with walls of slabs from the trunk of the palm trees. These huts are usually divided into two rooms by a flimsy partition of yaguas, one room being used as a bedroom and the other as a combined living and dining room. The kitchen is a separate room or shed at the rear and, probably because of the danger of fire, is usually without floor. The furniture consists of hammocks, boxes for chairs, a rough table and a few dishes, all made from gourds except the iron pot used in cooking […]. [T]he value of such a house [is] from $10 to $20”. Ver Ibíd, 82.
[44]Ello, según Vivoni, figura como un ejercicio de reapropiación y reinterpretación de modelos habitacionales caribeños. Ver Vivoni, 2004, pp. 67-68.
[45] Vázquez, 1960, p. 14.
[46] Flores, 1997, p. 122.
[47] Spivak, 1988, pp. 270-313.
[48] Ver Aponte 1997, pp. 53-61.
[49] Flores, 1997, p. 123.
[50] Bhabha, 2002, p. 19.
[51] Latham, 2000, pp. 5 y 16.
[52] Belmonte, 2003, pp. 50-51.
[53] Muñoz Marín se refiere a Teodoro Moscoso, director de la Compañía de Fomento Industrial, quien dirigió la Operación Manos a la Obra que enfiló la industrialización en la Isla. (Muñoz, 1999, p. 67).