Christian Marclay da la hora
Para Ricardo
En ti, alma mía, mido los tiempos. No quieras perturbarme, que así es; ni quieras perturbarte a ti con las turbas de tus afecciones. En ti -repito- mido los tiempos. La afección que en ti producen las cosas que pasan -y que, aun cuando hayan pasado, permanece- es la que yo mido de presente, no las cosas que pasaron para producirla: ésta es la que mido cuando mido los tiempos. Luego o ésta es el tiempo o yo no mido el tiempo.
-Agustín de Hipona
Rarísimas veces ocurre que una pieza de arte contemporáneo genera tal interés y aprobación que se hace prácticamente imposible encontrar alguna disidencia a la hora de proclamarla como “obra maestra”. Este es el caso de The Clock (2010), composición de arte vídeo del artista californiano criado en Suiza, Christian Marclay (1955). La obra, ganadora del León de Oro de la Bienal de Venecia en 2011, ha creado inmenso interés en todos los lugares donde se ha presentado, en ocasiones, con largas filas para experimentarla.La estructura de The Clock es en apariencia sencilla. Se trata de un vídeo de veinticuatro horas de duración totalmente realizado con el ensamblaje de cortes, tomados de un sinfín de películas, en los cuales aparece un reloj. Mediante una sincronización computarizada, el fragmento se proyecta a la hora real en que los espectadores lo están observando, esto es, cuando en la pantalla aparece un reloj con una hora específica, esa hora es exactamente la misma que llevan los espectadores en sus propios relojes. El tiempo es, por supuesto, el gran tema de esta pieza, tiempo que se experimenta como nunca suele suceder en una sala de cine, pues aquí el público siente constantemente ese transcurrir, al margen de lo que en pantalla pueda estar sucediendo alrededor de un reloj.
El público observa The Clock sentado en sofás, en vez de butacas de cine, como en una gran sala de estar. La extensión de veinticuatro horas dificulta el consumo de la pieza completa, por lo cual cada espectador decide cuánto de su tiempo puede emplear en verla. Aunque no experimentamos las veinticuatro horas corridas, somos conscientes de que, como el Finnegans Wake, la obra siempre vuelve a comenzar, siempre está comenzando, y que no importa cuánto de la misma observemos, será suficiente. El fragmento lo aceptamos como una totalidad.
Marclay es un artista plástico de gran experiencia en el arte sonoro, y la mayor belleza de esta obra posiblemente radica en su meticulosa edición sonora, pues el artista extiende los sonidos de una toma hacia la próxima, produciendo con ello gran unidad en la obra. Otro elemento unificador es el hecho de que siendo el reloj, tradicionalmente, innecesario en el campo, la pieza ofrece un dominante aspecto urbano. Observamos The Clock con el mismo interés, quizás hasta con más intensidad, que un filme convencional, y seguimos una trama—realmente queremos saber en qué desemboca cada escena—a pesar de que constantemente se nos revela esa trama como inexistente. En un juego cercano al de Sherezada, Marclay presenta un sinnúmero de historias que seguimos simultáneamente pero que nunca se resuelven, minuto a minuto reemplazadas por otras historias que nuevamente nos seducen, aunque tampoco se desarrollan ni se resuelven. Decía Jean-Luc Godard que sus películas tenían un principio, un desarrollo y una conclusión, “aunque no necesariamente en ese orden”, pero en The Clock Marclay prescinde de las tres cosas, cancelada la estructura narrativa. Resulta muy revelador de nuestra necesidad del “orden”, el que nos instalemos en una narrativa y hasta sintamos una tensión dramática, aún plenamente conscientes de que esa tensión es totalmente ilusoria.
Junto a la experiencia de ver y sentir el tiempo fluir, los espectadores enfrentan una serie de imágenes que son harto familiares para todos aquellos consumidores del cine de Occidente—que es, para todos los efectos, el mundo entero. Marclay ha seleccionado escenas de películas hechas en Estados Unidos y Europa, por lo cual toda la pieza tiene un familiar aspecto “internacional”, esto es, el del cine comercial. Desde la periferia de ese mundo, la ausencia en esta pieza de imágenes provenientes de Latinoamérica, Asia, y África nos hace de esas imágenes, paradójicamente, una muy familiar, pues es el cine que se nos obliga a consumir y, por lo tanto, a reconocer como la imagen “real” o “verídica” de nuestro mundo.
La pieza de Marclay es heredera de uno de los inventos más significativos del arte del siglo XX: el collage. The Clock evoca los ya centenarios trabajos pioneros de Pablo Picasso y Georges Braque, y también hace uso de esa otra invención fundamental, el montaje cinematográfico de Lev Kuleshov, Sergei Eisenstein, y Dziga Vertov. Como lo fue la ciencia de la perspectiva pictórica en el Renacimiento, el collage en la era moderna potencia una nueva manera de dar cuenta de nuestra existencia. La virtud del collage radica en la posibilidad de observar una totalidad simultáneamente con sus partes. En un collage de Picasso, por ejemplo, reconocemos la figura y, al mismo tiempo, los pedazos de periódicos y empapelados de pared que la construyen, materiales autónomos, en sí mismos expresivos. Los montajes cinematográficos de los maestros rusos también requieren nuestra participación activa en el proceso de consumir la obra, tanto, que resultamos ser los editores/constructores putativos de la misma, nuestra intervención imprescindible en la creación artística. Este proceso de observación/colaboración ocurre bajo el signo de la multiplicidad y la fragmentación, como expresión de nuestro actual proceso vital.
La familiaridad que experimentamos en The Clock debe mucho a los actores que aparecen en los fragmentos. Son rostros y voces que forman parte de nuestras historias personales, sean Laurel y Hardy o Jean-Pierre Léaud. Y es sobre esos rostros y voces que recae la parte más punzante de la pieza. Los fragmentos, separados de las narraciones que contribuían al desarrollo de una historia, conservan su fuerza original—es terrible que vayan a ejecutar a una inocente Susan Hayward en la silla eléctrica alrededor de las 11:30—pero quedan en entredicho al prescindir del apoyo de la narración, el argumento, ese “pegamento” que ata los fragmentos y les da su sentido. Al quedar desposeídos de una historia, no nos queda más remedio que fijarnos en la actuación, el gesto, el modo en que cada actor construye la expresión de los sentimientos humanos. (Giorgio Agamben: “El cine devuelve las imágenes a la patria del gesto.”) Si al ver I Want to Live podríamos conmocionarnos con la historia de la ejecución de una mujer inocente, en The Clock, al ver fragmentos de esa misma película, sólo podemos fijarnos en el repertorio de clisés que utiliza Hayward y su director para mostrarnos la agonía de su personaje. El que la hora de ejecución de Hayward y nuestra propia hora coincidan exactamente, devela con más fuerza la construcción de esas emociones, tanto las del personaje como las de los espectadores.
Al presentar fragmentos de narrativas perdidas, Marclay nos propone un inmenso modelo de Verfremdungseffekt (efecto de extrañamiento) brechtiano, que nos hace sospechar no solamente de lo que se nos presenta en pantalla, sino de nuestros sentimientos. The Clock nos provee la perturbadora sensación de que, tal como lo vemos en la pantalla, nuestros propios, reales, sentimientos son una copia de los sentimientos fabricados en Hollywood o, para decirlo de otro modo, que en nuestro mundo reificado hasta nuestras pasiones son una construcción mediada por la ubicua industria cinematográfica.
He ahí la fuerza de este trabajo de Marclay, su puesta en evidencia de la alienación de los seres humanos, examinada a través del lente del cine, ese medio tan poderoso que tanto incide en nuestra visión de mundo. El reloj, instrumento medidor de tiempo indiferente al tiempo natural, junto al cine, instrumento distribuidor de una imagen de mundo fabricada por la industria, se combinan en esta obra para revelar nuestra propia y aterradora angustia. Ante nuestros ojos desfila la muestra indiscutible de que, independientemente de nuestras historias particulares, la muerte avanza hacia nosotros, firme e inexorablemente. Refugiados en la ilusoria comodidad de nuestra enajenación, por un periodo indeterminado de tiempo permanecemos sentados en atenta observación, con la esperanza de que el desarrollo de alguna historia nos permita burlar el fin. Pero no hay remedio, sabemos que una vez nos levantemos del sofá, nuestra vida continuará en su ineludible camino hacia la muerte: no en balde se nos hace tan imposible abandonar la sala.