Ciencia, razón y bienestar
A partir del siglo XVI en Europa occidental se comenzó a fraguar una nueva y revolucionaria promesa de cara al porvenir: el ser humano no tenía que estar sometido a las “verdades” que la institución de la Iglesia había establecido como intocables. Sin pretender que se entienda que este salto fue masivo, desde los particulares casos, había un fantasma rondando Europa: la ciencia. La naturaleza se convertiría en mundo cognoscible, se alejaría de las dimensiones creadoras de Dios y del pintoresco encantamiento popular para entrar en su etapa más quieta, en su etapa de objeto, de otredad cosificada. El ser humano, a través de sus propias experiencias, sin mayores mediaciones que no fueran su curiosidad, cuestionamientos y el método, quedaba formalmente invitado a lanzarse a la mar de secretos que la naturaleza tenía para develar. Las asociaciones entre conocer y poder quedan más que claras. Copérnico, Bacon, Kepler, Brahe, Galileo y Newton, entre otros, serían los paradigmas del saber y proceder científicos. De igual forma, serían los portaestandartes de las verdades que iban estableciéndose mientras pudieran destronar las opiniones eclesiásticas. Todo era porvenir. No habría algo que el ser humano no pudiese conocer y, de paso, controlar. Esta, al menos, era la expectativa como magistralmente se ha establecido a través del personaje de Víctor Frankenstein.
Durante el siglo XVII advendría el complemento de la ciencia: la razón. Las capacidades inherentes del ser humano para pensar y pensarse serían enarboladas. No habría, entonces, que recurrir a ninguna autoridad gnoseológica, pues el saber era algo que partía de la duda metódica, por traer a Descartes, o de las cualidades que, antes de la experiencia como tal, se poseen para darle forma a lo que se percibe, por traer a Kant. Conocer iría de la mano de explicar. Todo entonces sería o podría someterse en la horma etiológica. La razón moderna se auto coronaba y pretendería ejercer el monopolio de la humanidad ante todo lo que la rodea. La lógica, al servicio de la razón, impondría los parámetros de veracidad argumentativa. Una cosa tendría que seguirse de la otra en un orden sucesorio que no permite deslices pues con uno solo todo el aparato discursivo se desmorona. Todo lo que desafiara lo anterior corría el riesgo de ser eje de la peor acusación de la era de la razón: la locura.
Los desarrollos que tuvieron lugar, entre aciertos y fracasos, durante los siglos XVII y XVIII, comenzarían a catapultarse durante el XIX y definitivamente conocerían su época de apogeo durante el XX. De hecho, ya para la primera mitad del siglo XX, la confianza en que la ciencia médica, entre otras, nos salvaría de nuestra endeble condición humana se encontraba muy popularizada. Esa confianza, a su vez, iba a acompañada del tropo del bienestar. Es decir, en la carrera científica se suponía que el siglo XX, y lo que va del XXI, sería el período en el cual todas las bondades de la ciencia relucieran casi de manera ineludible. A la luz de la mentalidad evolutiva social, el progreso científico suponía la superación de los obstáculos hasta lograr el tan ansiado poderío sobre la naturaleza. Sin embargo, como claramente se puede apreciar, si bien muchos de los intentos se han convertido en logros importantes, aún la dinámica de ensayo y error domina el metarrelato de la ciencia. No obstante, tal realidad no va de la mano con la buena fama que la ciencia médica ocupa en sociedades como la nuestra. La gran cantidad de diagnósticos y tratamientos para los distintos tipos de cáncer confirman lo anterior. En el cáncer, la oncología y la hematología poseen su némesis y, a la vez, su infinita dotación de oportunidades experimentales, por cruel que esto parezca.
Si bien, al parecer, conocimientos sobre la presencia de tumores carcinógenos ya existían en el Egipto, Grecia y Roma antiguos, no es menos cierto que durante miles de años la patología permaneció sin habérsele desarrollado tratamiento alguno. De hecho, la palabra carcinoma proviene de la combinación de las palabras griegas karkinos (cangrejo) y oma (que traga o tragando). Por otro lado, la palabra cáncer proviene del latín cancer que significa cangrejo. De ahí, no solo proviene la clásica representación del cáncer con un cangrejo sino que de igual forma proviene la idea de una enfermedad que se devora a la persona. Tanto Hipócrates como Aulo Cornelio Celso compartían esa visión. Durante el siglo XVIII, la práctica de autopsias llevadas a cabo por Giovanni Morgagni aportaría definitivamente al tratamiento original del cáncer que consistía en extirpar el tumor. Sin embargo, a nivel celular, sería durante el siglo XIX cuando Rudolph Virchow estudiaría la patología. A partir de este siglo se tendría por procedimiento estándar la cirugía y la recién establecida radioterapia, la cual a finales del siglo XIX habría sido estudiada por von Roentgen y el matrimonio Curie, y utilizada para el tratamiento del cáncer.
Por otro lado, el desarrollo de la quimioterapia se origina en la década de los 40’s del siglo XX. Como resultado de un ataque alemán a una flota estadounidense estacionada en el puerto de Bari en Italia, una cantidad considerablemente grande de gas mostaza (que se encontraba almacenada ilegalmente en los buques estadounidenses) se derramó en el mar. Eventualmente, el ejército de Estados Unidos llevó a cabo una investigación acerca del impacto del tal accidente en la población local. El Dr. Stewart Alexander determinó que uno de los efectos en los humanos fue la reducción de células linfoides y mieloides, las cuales se sabe que son claves en el desarrollo del cáncer (leucemia). En la misma década, los doctores Louis Goodman y Alfred Gilman realizaron terapias contra tumores cancerosos aplicando gas mostaza de manera intravenosa, lo cual llevó a la reducción temporera en la división celular de los carcinomas. En la misma época, los experimentos de Sidney Farber administrando ácido fólico en pacientes de leucemia demostró que este ácido promovía la división celular y, por tanto, el empeoramiento del cáncer en los pacientes. No sería sino hasta que Yellapragada Subbarao, al crear sintéticamente el ácido fólico, obtuvo derivados antifólicos, los cuales uno con el nombre de aminopterina fue administrado por Farber a pacientes de leucemia resultando en el alargamiento de la vida de los pacientes hasta 5 meses del diagnóstico. Dada la agresividad del tipo de leucemia que se trataba, esto se consideró un logro.
En adelante serían utilizados distintos tipos de sustancias con el mismo fin quimioterapéutico: inhibir la división/reproducción de las células cancerígenas. Metotrexato, Taxol, Citoxan, Adriamicina, entre otros, serían administrados de forma intravenosa en pacientes de diversos tipos de cáncer con resultados no siempre tan alentadores. De igual forma, se desarrollarían tipos de quimioterapia administrada de manera oral como Tamoxifen, Arimidex y Femara, entre otras. Todas se utilizarían por sus respectivas cualidades inhibidoras. Sin embargo, hasta este punto habría que cuestionarnos: ¿la administración de quimioterapia en pacientes posibilita sólidamente la remisión? ¿cómo el cuerpo responde a estos tratamientos? No cabe duda de que las preguntas antes formuladas poseen respuestas claras, no solo a través de la literatura científica sino en las observaciones realizadas.
En una conversación con una cirujana oncóloga ésta expresó que hace muchos años el protocolo que se seguía ante un diagnóstico de cáncer era la extirpación (si era operable el carcinoma), la administración de quimioterapia y la radioterapia. Sin embargo, ahora la administración de quimioterapia o radioterapia respectivamente pueden ocupar el primer lugar, según sea el caso, y la intervención quirúrgica es lo siguiente. De igual forma, en muchos casos, pacientes han expresado que sus oncólogos prohíben absolutamente que mientras se esté aplicando quimioterapia el paciente trate con otras alternativas de sanación. Es decir, la ciencia médica monopoliza su promesa de bienestar en un tratamiento que a todas luces, y en muchos casos, no va más allá de lo experimental. Cada paciente se convierte en una oportunidad que la oncología tiene para probar cuán efectiva resulta la quimio o radioterapia. De paso, e increíblemente, el costo de cada sesión es altísimo.
Independientemente de la evidente cualidad experimental, y muchas veces fallida, de los tratamientos de radio y quimioterapia, generalmente el paso a seguir ante un diagnóstico de cáncer es el que la ciencia médica determina. Se han dejado de lado otras posibilidades. La gente muere con quimio y radioterapia pero la práctica, antes de ser cuestionada, en muchos de los casos no lo es. La autoridad científica-médica goza de un aire de infalibilidad que resultaría absurdo ante la vista de cualquiera. Sin embargo, ante el terror que genera el concepto de la muerte, mucha gente, en busca de sanación, hace lo que es “deber”. Durante el tratamiento, los efectos de aplicación de ambas terapias comienzan a aparecer. Náuseas, vómitos, diarreas, inflamación, alopecia, pérdida de peso, inflamación, saturación de riñones e hígado, fatiga extrema, dificultad para articular pensamientos y expresarlos verbalmente, ennegrecimiento de uñas y neuropatía son algunos de los efectos laterales de la quimioterapia. En el caso de la radioterapia, su utilización ha provocado que la radiación explote en forma de cáncer en otras partes del cuerpo que originalmente no mostraban la patología. Todo con el propósito de alargar la vida y alimentar la esperanza de sanar. Resulta obvio que, ante tal panorama, el cuestionamiento de cómo se enfrenta un diagnóstico de cáncer debe incluir la apertura a otras posibilidades aunque a la ciencia médica no le guste. Extender la vida por extenderla no parece muy atractivo. Extender la vida con el mayor bienestar posible: ése es el gran reto.