Cinco décadas, cinco escultores contemporáneos
yo quisiera llenar unos espacios sobrantes con cosas de aquí, también los del patio son hijos de Dios: democrática, bien maquillada, objetiva, algo de ese Homar, algo de esa Myrna Báez, algo de ese Martorell: pero son tan trágicos que si los coloco en el comedor quitan las ganas de comer, que si los coloco en la sala quitan las ganas de charlar. Pero en los pasillos cuelgan los tapices traídos de Amalfi. Desde luego, queda siempre el gran foyer. Pero en el gran foyer he colocado los aparadores que albergan la colección numismática de mi esposo. [205-6]
Ante tal disyuntiva, Graciela Alcántara y López de Montefrío concluye que mejor será, “Llenar los espacios sobrantes con viñetas en porcelana de Sevres” (206).
¿Arte, o decoración de interiores? La pregunta nos obliga a considerar, particularmente, la escultura, tan marginada entre nosotros. A pesar de la nobleza de tantas obras realizadas por nuestros escultores, todavía esperamos por una gran exhibición que nos muestre el excepcional crecimiento de la escultura en Puerto Rico. Excepcional, pues ese desarrollo ha sido producto de la voluntad ciega y empecinada de los artistas, quienes, felizmente, han hecho caso omiso a la ausencia de un espacio beneficioso para el quehacer escultórico.
Por tratarse de arte, ninguna de las más significativas obras escultóricas puertorriqueñas pasaría el cedazo decorativo de Graciela Alcántara y López de Montefrío. Como muy bien apunta Luis Rafael Sánchez, la excelencia del arte puertorriqueño no radica en sus posibilidades decorativas, sino en su combatividad. Por ello, nuestras más significativas piezas escultóricas son aquellas que rehúsan ocupar con comodidad los espacios domésticos, aquellas que no toleran “espacios sobrantes”, porque su función no es adornar, sino dialogar, denunciar, ser de utilidad a la colectividad. Útiles y necesarias obras que, al igual que nuestra nación, insisten en proclamar “aquí estamos, gústele a quien le guste”.
Los escultores en las notas siguientes son todos contemporáneos y están muy vivos y activos; por ello, la división de su trabajo por décadas es una arbitrariedad debida a nuestro intento por estructurar este escrito y no por confinar a estos artistas en décadas específicas. Los examinamos por orden de fecha de nacimiento.
Década del 1960 – Rafael Montañez Ortiz
Nacido de padres puertorriqueños en Brooklyn en 1934, Rafael Montañez Ortiz es, junto a Rafael Ferrer, el artista puertorriqueño más conocido y de más impacto en las artes a nivel internacional. Su trabajo de performance a mediados de los años sesenta en Estados Unidos y Europa le valió una notoriedad inusual para un artista puertorriqueño, amén de un respeto sin precedentes de parte de sus colegas europeos. De la importancia de su trabajo habla el hecho de que sus piezas pertenecen a colecciones de instituciones de arte tales como el Museo de Arte Moderno y el Museo Whitney en Nueva York, la Colección Menil en Houston, el Museo Ludwig en Colonia, por mencionar algunas. La bibliografía crítica sobre este artista es considerable, parte de la cual fue consignada en el catálogo de la retrospectiva que el Museo del Barrio en Nueva York le organizó en 1988. Recordemos, además, que le debemos a Montañez Ortiz la creación del Museo del Barrio. Se trata, entonces, de un artista imprescindible.
De más está decir que en Puerto Rico su obra ha pasado inadvertida y su trabajo, desconocido. Es a raíz de su visita a la Universidad de Puerto Rico en 1995 para realizar dos performances en el festival Rompeforma que su trabajo comienza a ser reconocido localmente. Recientemente se exhibió una escultura hecha con plumas en el Museo de Arte de Puerto Rico, única ocasión que aquí hemos tenido de ver su trabajo escultórico.
Como muchas veces Montañez Ortiz ha señalado, su proceso artístico se cimenta en la destrucción, la deconstrucción de objetos existentes: colchones, sillas, sofás, pianos. Este proceso destructivo adquiere en manos de Montañez Ortiz el carácter de un verdadero ritual, durante el cual el objeto escogido es “sacrificado”. En el caso particular de aquellos objetos que permanecen como objetos escultóricos, el proceso de creación/destrucción es particularmente lento y laborioso, de técnica compleja, con la aplicación de varias capas de diversos barnices y selladores durante un periodo de meses de trabajo constante. Contrario a lo que se podría pensar, el proceso de destrucción del objeto es deliberado, controlado y estructurado por el artista, en un proceso similar al de los artistas que trabajan a partir del principio de la construcción.
El resultado es una obra que asume la violencia como práctica de trabajo con el propósito de contener esta violencia en el espacio del arte, el estudio, la galería, el museo. Para Montañez Ortiz, la violencia sólo debe tener cabida en el espacio controlado del arte, no en la sociedad; a través de su trabajo el artista purga la violencia para eliminarla de la colectividad. La belleza de este trabajo, entonces, radica en el hecho de que su finalidad es política, y no estética.
Década del 1970 – Antonio Navia
Nacido en Bayamón en 1945, Antonio Navia es un escultor cuyo trabajo no tiene antecedentes ni sucesores en Puerto Rico. Su trabajo escultórico, parte del cual ha desaparecido, no ha sido visto desde el 1990, fecha en que viajó al Museo del Barrio en Nueva York para la exhibición “Tres escultores contemporáneos” organizada por el Museo de Historia, Antropología y Arte de la UPR.
La obra de Navia se caracteriza por una inusual selección y mezcla de materiales, madera y plástico. Aunque ambos materiales son antagónicos—uno natural, noble, con abolengo artístico, el otro, industrial, de uso práctico—son tratados por el artista con el mismo preciosismo y cuido. Fiel seguidor de una tradición puertorriqueña que ejemplifica, sobre todo, su maestro Lorenzo Homar, Navia crea una obra de gran refinamiento técnico, no obstante la vulgaridad de algunos de sus materiales.
Los aportes de Navia al arte escultórico en Puerto Rico son significativos. Su selección de materiales, adquiridos en ferreterías, señaló un camino a aquellos escultores que se veían maniatados por las exigencias de la escultura tradicional de utilizar solamente materiales nobles, madera, mármol o bronce, materiales que son difíciles de conseguir en Puerto Rico, rara vez al alcance de nuestros artistas. Navia nos enseñó que para hacer arte cualquier material es aceptable, con lo cual nos desencadenó de las prácticas escultóricas académicas europeas para adoptar formas convenientes y ajustadas a nuestro entorno.
Por otro lado, Navia ha demostrado que el espacio de la escultura no es necesariamente el del piso o el pedestal, al utilizar el espacio aéreo como parte integral de su escultura, además del movimiento. En piezas tales como Cortex Codex VII, de 1986, Navia utiliza tanto el techo como la pared para sostener un delicado armazón de cuerdas que a su vez sostiene delicadas tallas cuyas sombras en la pared completan el trabajo. El concepto total de esta extraordinaria pieza es solo una muestra de un complejo corpus artístico que todavía espera su reconocimiento a nivel tanto isleño como continental. Pocos escultores hay en toda Latinoamérica que hayan alcanzado la maestría del arte de Navia, artista que sin lugar a dudas ha hecho un aporte singular a las artes latinoamericanas; nuestra ignorancia de ese hecho es, para todos los efectos, trágica.
Década del 1980 – Jaime Suárez
Nacido en San Juan en 1945, Jaime Suárez ha trabajado la cerámica por más de tres prodigiosas décadas. Artista ingenioso a la hora de crear, ha aportado al milenario arte de la cerámica nuevas estrategias de trabajo, como, por ejemplo, la barrografía o grabado de barro sobre papel, que tan prominentemente figura en tantas de sus obras.
El espacio de la cerámica ha sido, tradicionalmente, el doméstico. El reto para todo ceramista es el de lograr un trabajo que se aleje de esa domesticidad que colinda peligrosamente con la decoración de interiores. Si algo caracteriza el trabajo de Suárez es precisamente su reescritura de los modelos tradicionales de la cerámica, a saber, la vasija, el plato y la placa, modelos que en manos de Suárez pierden su función original para convertirse en medios de expresión artística. De ahí que sus vasijas, por ejemplo, abandonen la pretensión de ser recipientes y pasen a ser portadoras de ideas.
Le debemos a Suárez el uso de la cerámica como material para la escultura pública, tal como sucede en su Tótem telúrico o el mural Himno a sol para el Centro de Bellas Artes. Recientemente Suárez, incansable inventor, ha estado experimentando con el cemento como material de trabajo. Su mural para el Centro Comprensivo de Cáncer en el Centro Médico, realizado mediante la impresión de plástico sobre cemento húmedo, o su mural para un condominio, realizado mediante la quema in situ de material plástico adherido al cemento sólido, manifiesta su constante búsqueda de técnicas y materiales cónsonos con el entorno puertorriqueño. Evidencia, además, que el móvil de su obra sigue siendo su preocupación por el manejo apropiado de nuestros espacios y recursos, y su visión de la propuesta cultural como crítica del estado colonial.
Década del 1990 – Melquiades Rosario Sastre
Nacido en Morovis en 1953, Rosario Sastre realiza su primera exhibición individual en 1985. Décadas después resulta muy difícil entender la conmoción e incomodidad que entonces causó la visión de tanta obra en madera sin pulir, con una cantidad inesperada de burdos cortes hechos con herramientas eléctricas. Y es que Rosario Sastre nos enseñó a observar, no desde el “buen gusto” del canon europeo, sino desde el Puerto Rico rural y proletario que el llamado “progreso” colonial declaró pasado muerto, enterrado, olvidado.
La obra de Rosario Sastre ha sido, desde sus comienzos, una obra en conflicto con los cánones de belleza tradicional. Es una obra que se niega a ser encajonada en lugar alguno, de ahí los continuos saltos del artista para evitar lo predecible, ya sea por la experimentación con otros materiales además de la madera, o un pionero interés en el arte de la instalación. (Sus dos primeras instalaciones son de 1985.) Su trabajo en madera ha recorrido caminos diversos, desde el brutalismo de sus piezas en los años ochenta y noventa, hasta el inesperado preciosismo de las piezas más recientes. Por otro lado, el uso del bloque de cemento y del plástico como materiales de trabajo han resultado en una formidable puesta en crisis de la definición misma del arte. Rosario Sastre, mago sin par, tiene siempre otra carta bajo la manga, que no nos deja predecir su próximo y bienaventurado paso, para gran beneplácito nuestro.
Década del 2000 – Elizabeth Robles
Nacida en Camuy en 1960, Elizabeth Robles hoy se levanta como la mayor pesadilla de Graciela Alcántara y López de Montefrío. Rara vez, si alguna, habíamos visto en Puerto Rico una obra tan bellamente repulsiva como la de Robles. Como una Baudelaire caribeña, Robles nos sumerge en el más refinado asco para descubrirnos la belleza inherente al mismo, belleza que no hace mas que reafirmar nuestra humanidad en todo su esplendor y miseria.
El gran tema de Robles es la vida. Su escultura testimonia el difícil proceso vital, con sus ciclos simultáneos de creación/destrucción. Como la vida misma, las piezas de Robles están siempre inacabadas, listas a convertirse en otra cosa distinta a la que ahora son, siempre potenciadas a desarrollar otro miembro, otra compleja excresencia. El cuidadoso y culto uso del color en estas piezas es inusual en nuestra escultura; la variedad y sutileza de matices ratifica la maestría pictórica de la artista.
En este momento en que los puertorriqueños necesitamos reafirmar la vida ante el obsceno espectáculo diario de la muerte, nos es imprescindible reconocer el trabajo de Robles como una respuesta atrevida y valiente a la crisis social. Su obra es modelo de comportamiento, por atreverse a ser, sin pedir permiso, mucho menos disculpas. Robles hace el trabajo que hoy necesitamos, el mismo que en su día realizaron un Francisco Oller, un Carlos Raquel Rivera o un Julio Rosado del Valle, trabajo que nos invita a decirle sí a la transformación, a la creación, a la vida.
Si fuera obligatorio señalar cuáles son aquellos intereses que, nos parece, comparten los cinco escultores mencionados, diríamos que vemos en ellos un deseo de contribuir con su trabajo a la sociedad en que existen; que son críticos necesarios de nuestra sociedad; que interesan descubrir aquellas leyes que rigen el proceso de orden/caos que perciben en la naturaleza; que intentan vivir y trabajar de acuerdo a ese mismo proceso natural; que al enfrentar las luchas intrínsecas a la vida, se anclan en la materialidad como punto de fundamento.
Ninguno de los escultores anteriores, sin embargo, le resuelven el problema de decoración de Graciela Alcántara y López de Montefrío: para ello, tendrá que visitar Plaza Las Américas, donde no tendrá ocasión de toparse con un colchón descuartizado u, horror de horrores, con unas brillosas y coloridas vísceras, pero sí con perfiladas y bronceadas doncellas de porcelana. Su hogar estará finamente decorado, pero ¡cuidado!, que no existe control de acceso que pueda impedir que nuestros siempre vigilantes artistas trastoquen su decoración con el más temible, insistente e inrrajable arte: el arte puertorriqueño.
Obra citada:
Luis Rafael Sánchez. 1976. La guaracha del Macho Camacho. Buenos Aires: Ediciones de la Flor.