Cold War: guerra interna
Sin embargo, están allí para someterse a audiciones que los cualifiquen para pertenecer a un grupo artístico. Los que grababan son de la oficialidad del momento y están buscando intérpretes para crear una troupe que ayude a levantar el país de las ruinas de la segunda guerra mundial. Van a dar a conocer su historia llevando la música a diversos lugares, pero la cumbre de su logro, les dicen los que mandan, será cuando lleguen a Moscú y los escuche “el gran padre benévolo, Stalin”. Han salido de los nazi para caer en los brazos de los estalinistas.
La música es de una belleza que deja claro cómo el folclor de un país influye en sus compositores. No pasa mucho tiempo antes de que Wiktor Warski (Tomaz Kot), quien es el director musical de lo que ha de ser un grupo de buena voluntad que representa a Polonia en el extranjero, toque la Fantasía Impromptu de Chopin. Antes, Wiktor ha escuchado cantar a Zuzanna “Zula” Lichoń (Joanna Kulig) una bella chica y, aunque lo hizo a dúo, es en ella no en la otra en quien se fija. Intuimos que se ha de desarrollar un vínculo entre los dos.
El director Paweł Pawlikowski establece su estilo; no hay pérdida de tiempo narrando lo que es obvio: necesita una sola escena, intensa, para dejarnos ver que Zula y Wiktor se han convertido en amantes. También nos ha comunicado sin mucha fanfarria política que Wiktor rechaza el nuevo dominio impuesto por los invasores rusos y los ideólogos del partido comunista de su país. Con insistencia, sin embargo, nos muestra algunos montajes de la música que se ha elegido para llevar las glorias del pasado por la Europa de posguerra. Y, en una escena que hace crujir la sangre, vemos, extendiéndose poco a poco, un gran telón. Según la cámara se aleja vemos que desde él Stalin vela a todos los que están en la sala de conciertos.
La cinematografía en blanco y negro de Łukasz Żal enfatiza sutilmente la opresión en la invadida Polonia y, en un giro genial, la soledad del emigrado en Paris. Pero allí las calles pueden estar bañadas de luz, la música fluye libremente de los instrumentos típicamente asociados al jazz, y, para el emigrado, reconciliar el amor es difícil a pesar de las parejas amorosas en las orillas del Sena. La guerra fría del título no solo se está llevando a cabo en la Europa Occidental, sino en el corazón de los personajes: es también una guerra interna. Esa combinación de lo visual escueto con la precisión del diálogo nos comprime casi veinte años de la vida y vicisitudes de los dos amantes que no pueden vivir ni juntos ni separados. La sensación de predestinación que nos dio la llegada de los camiones a la casa de campo donde se conocieron, se va cumpliendo.
Joanna Kulig es una actriz bella que tiene una voz magnífica. A veces parece una adolescente (como se supone que sea; tiene 38), otras una mezcla de Marilyn, la Carol Baker de “Baby Doll” (1956) salpicada de la temprana Jeanne Moreau. Su caracterización en este filme de una mujer voluble y triste es una de las mejores que se pueden ver en este momento en la pantalla. Tiene la suerte de que además de su talento como actriz y cantante, la cámara la adora. Lo hace a pesar de que a ella poco le importa cómo está vestida o si su cabello está peinado o no. Tomaz Kot le sigue sus pasos sin que se evidencie ninguna duda de que está perdidamente enamorado.
El triunfo del filme no reside solamente en las dos actuaciones principales, sino en la sutil fuerza narrativa, acentuada por la cinematografía en blanco y negro, de lo que es vivir añorando la madre patria mientras está ocupada e invadida por extraños. Eso mata la gente, pero peor aún, puede matar el amor.