Como ellos quisieron que yo fuese
Esta es la cara de un muchacho de 14 años en un cuartel de la policía en Manhattan, confesando un crimen que nunca cometió. Se llama Raymond Santana. El nuevo documental Central Park Five, dirigido por David McMahon, su esposa, Laura Burns y el padre de ésta Ken Burns, cuenta que la policía lo coaccionó a incriminarse diciendo que era uno de cinco delincuentes entre las edades de 14 y 16 que violaron a una mujer de 28 años que trabajaba en la industria bancaria y que estaba jogueando en Central Park. En una atmósfera de miedo y recriminación, cuando la ciudad de Nueva York se encontraba en medio de una crisis de crímenes violentos y buscaba desesperadamente echarle la culpa a estos jóvenes, los acusados se convirtieron en la personificación del miedo que se vivía en la ciudad. Los cinco fueron declarados culpables y pasaron entre 7 y 13 años en la cárcel. En el 2002 un convicto llamado Matías Reyes confesó el crimen, y cuando los resultados del ADN probaron que él atacó a la víctima esa noche, desestimaron los cargos contra los inocentes.
Lo increíble de esta historia es que desde el principio el Departamento de la Policía creó una versión de los hechos que casi todo el mundo creyó –incluyéndome a mí, que era parte del nuevo equipo editorial del Village Voice–. Yo había trabajado en programas para desertores escolares y también había sido víctima de dos robos en mi apartamento en el famoso Loisaida; estaba muy consciente de que existía una juventud un tanto inquieta, o quizás hasta desesperada. Mi interpretación después de ver el pietaje de las “confesiones,” que repetían constantemente en las noticias de las 6, era que este era un crimen terrible que se pudo haber evitado si existieran más recursos para trabajar con los problemas sociales.
Como muchos de los que no clamamos por la pena de muerte –cosa que sí hizo el imbécil de Donald Trump– yo aceptaba la evidencia presentada por la policía, y simplemente sentí tristeza de ver cómo se deshacía la fibra de mi ciudad. Pero resulta que todo este caso fue construido a lo loco, basándose en el racismo y el miedo. Los detectives querían arrestar a alguien y tenía que ser rápido, querían resolver un problema por el cual la sociedad blanca ya no quería hacerse responsable. La primera señal era obvia. En el video de la confesión de Raymond Santana aparece una fecha: 4-21-88 pero el crimen ocurrió en el ’89. Quizá es un detalle menor, que solo indica que el que estaba a cargo de la cámara no se preocupó por poner la fecha correcta, pero esa misma falta de voluntad para corregir el récord revela las múltiples falsedades que se juntaron para mandar a estos niños a la cárcel.
En el documental vemos el testimonio de Santana y los otros acusados: Antron McCray, Kevin Richardson, Kharey Wise y Yusef Salaam, que pinta un retrato de mentiras que se construyeron para las necesidades de los dos lados. La policía quería anunciar que cogieron a los culpables, ¡y los muchachos querían ¡irse para su casa ya! Sí, a casa. Los detectives no les permitieron ver a sus papás, los secuestraron por más de 24 horas sin comer ni dormir, y cuando dejaron a los papás entrar a ninguno se le ocurrió llamar a un abogado. Esto es indicativo de que este sector de la ciudad vive sin sentirse conectado con el proceso legal, y que tampoco tiene pleno entendimiento de sus derechos como ciudadanos.
La policía presionó a los jóvenes, insistiendo en que estaban en la escena del crimen, que participaron, que vieron cómo los otros participaban y que no había duda de esto. Esto fue complicado por el hecho de que muchos jóvenes salieron al parque esa noche a hacer maldades de muchacho. Pero ninguno de ellos estuvo en presencia de la víctima en ningún momento. Poco a poco, con el cansancio, el hambre, y el miedo, empezaron a aceptar las acusaciones de la policía. Y al final del video aparece Raymond Santana mirando al fondo con los ojos vacíos, diciendo: “Sí, yo le dí con una piedra, y otro la violó, y entonces la agarré…”
¿Para qué fue todo esto? ¿Por qué fue tan fácil mandar a estos niños a la cárcel? Todavía estábamos empezando a usar los vídeos para las confesiones antes del juicio, y cuando la policía dijo que tenían prueba de ADN, nadie preguntó si era una prueba indiscutible. Pero lo más importante es que Nueva York culminaba así un largo proceso de crear una clase de pobres sin trabajos, y la política de Reagan y el alcalde “liberal” Ed Koch (que en una época fue el abogado principal del Village Voice) era una de que ya se nos acabó la paciencia y si hay problemas de pobreza y crimen, tiene que ser la culpa de los que están en esos líos. Koch sale en el documental insistiendo en que por más que se canten inocentes el público no les debe creer. Llorando lágrimas de cocodrilo.
La prensa centrista jugó su parte en la creación de este mito. En Newsweek del 8 mayo de 1989, por ejemplo, salió un artículo titulado: “Going ‘Wilding’ in the City.” “Wilding” era un término que se dice viene de un policía que escuchó a unos jóvenes diciendo que iban a hacer “the wild thing,” citando la canción del rapero Tone Loc. “Wilding” sería la actividad de jóvenes que no tienen nada que hacer, que salen a las calles para cometer crímenes indiscriminadamente. El artículo sigue, tratando de explicar en términos sociológicos, el fenómeno de “wilding”:
Frenzied attack: Something like that process was evident in the Central Park rape. As the defendants themselves told it later, it was one of the group, a 15-year-old, who first spotted the woman and said, “Go get her.” Another, 14, helped knock her down, then punched and kicked her. Others, in turn, hit her with a rock, a brick and a length of lead pipe, pinioned her legs and arms, ripped off her shirt and sweat pants, and committed the actual rape and sodomy.
Todo esto se presenta como hechos, extraído de las “confesiones.” Pero quizá el papel más importante fue protagonizado por el New York Post, recién comprado por Rupert Murdoch antes de empezar Fox News. Lo que hizo el Post fue añadir este incidente a una cadena de violencia racial que había revolcado a la ciudad por muchos años. La muerte a manos de la policía de la anciana Eleanor Bumpurs y el joven Michael Stuart. El incidente de Bernard Goetz, que tiroteó a jóvenes afroamericanos en el subway porque se sintió amenazado. Las pelas que le dieron a varios negros y latinos por entrar a vecindarios “blancos.” Hasta que, como reportero novato del Village Voice, me encontré en un juicio de un profesor puertorriqueño, el pintor Rafael Rivera García, que le metió cinco o seis balas a un hombre Italiano-Americano que quería sacarlo de un condominio porque era boricua. Todo esto el New York Post lo convirtió casi en la tercera guerra mundial, y vendieron periódicos como pan caliente mientras establecieron una consciencia racista y enfocada en la venganza que persiste hasta nuestros días con cada calumnia racista que publican contra el presidente Obama o contra inmigrantes mexicanos.
De todas maneras, tenemos que celebrar que existe el documental, lo ví en una presentación especial en el pequeño teatro Maysles en Harlem, que se llenó de público cada uno de los cuatro días en que la mostraron. Esa noche estaban allí Laura Burns y Yusef Salaam, vestido en un traje y corbata, acordándose de la camiseta que su mamá siempre llevó al juicio, que decía: “Yusef Is Innocent.” Laura contaba de acciones recientes de la ciudad, que está exigiendo que se le entregue como evidencia las entrevistas que hicieron para el documental–resulta que los acusados están en proceso de demandar a la ciudad por violar sus derechos civiles. Pudieron defenderse como periodistas, dijo Burns, mientras Salaam sonreía. Salam daba la impresión de ser alguien que había podido salir del infierno, pero sin coraje, agradecido por la oportunidad. Y contó que tenía sueños de ser rapero, y habló del trabajo de los poetas que se presentaba en el Nuyorican Poets Café en los noventas. Salam nos presenta la posibilidad de que podemos superar todo esto.
Era una noche fresca en Harlem, unos aires de otoño que anuncian el frío que nos viene encima. Pero aunque me sentí contento de que hay esperanza para que estos hombres puedan vivir una vida normal, me acordé de lo que me pasó en estas calles hace dos meses. Saliendo de una tienda en la 125, vestido en mahones y gorrita de beisbol al revés, el uniforme urbano, me pararon dos policías Latinos, aparentemente en la práctica del controversial programa “Stop and Frisk,” que se supone que busca arrestar a quienes llevan armas ilegales.
“¿Dónde está esa navaja que ví cuando entraste a la tienda?” dijo uno. “No me mientas, si la encuentro te vamos a llevar a la cárcel,” dijo el otro. “Tú sabes que la tienes, ¿dónde está?” “¡Enséñamela!”
Yo tengo unos mahones que me encantan pero ya tienen los bolsillos rotos y cargo el llavero en el bosillo pequeño, y algunas veces se ve algo plástico que sobresale del bolsillito. Parece que estos policías pensaron que era una navaja. Hablamos allí, en plena calle 125, discutimos el issue por más de diez minutos. ¿Cómo tú puedes imaginar que yo tengo un cuchillo?, les dije, sin poderlo creer. Pero siguieron insistiendo, revisaron mis bolsillos y me miraban con una cara de sospecha peor que la de cualquier novia que tuve en la universidad. Eran como unos robots, repitiendo lo que los enseñaron a decir, buscando provocarme y tener alguna excusa para llevarme. Por fin, cinco minutos después de enseñarles mi identificación de Columbia University, donde enseño, uno de ellos dijo, “déjalo”, y se fueron. Sin pedir disculpas.
Y me acordé de cuando mataron a Amadou Diallo porque creían que su cartera era un revolver. Me sentí como Raymond Santana, y pensé que si yo hubiese tenido 14, 15 años, estaría bajo arresto, empezando mi carrera como el boricua que ellos quisieron que yo fuese, desde niño.