Conversaciones con desconocidos
Pero nuestro trabajo no era traducir exactamente, sino resumir en inglés lo que estaba en español. Había cientos de miles de solicitudes en camino —de Puerto Rico, de Florida, de Texas—, que teníamos que procesar lo más rápido posible. Así que teníamos que presentar solo los detalles que se consideraban pertinentes para FEMA: los daños y las pérdidas materiales que se informaban, si alguien en el hogar padecía condiciones de salud, si había niños o ancianos…
Esto no era irrazonable. Mientras más tardaran en procesarse las solicitudes, más se retrasaría la asistencia que las personas necesitaban. Además, alguien incluso podría preguntarse qué más podrían contener esas cartas, qué más tendría una persona que decirle a FEMA.
La respuesta es que las personas contaban sus historias:
La mujer con su hija de dos años que había estado durmiendo en el piso de la casa de unos familiares que también habían perdido parte de su casa, pero al menos todavía tenían más techo que ella. La niña, recién operada del corazón, comida por los mosquitos todas las noches. Cuando escribió, ya estaba viviendo en un estado del medio oeste con su hija; decía que solo quería estar ya bien con su hija.
La familia del área metro que estaba durmiendo en un cobertizo en el patio de un familiar, con un niño pequeño y un bebé. La madre que describía el terror de su hijo a los murciélagos, que no lo dejaba dormir.
El hombre que le reclamaba a FEMA, furioso, que lo había perdido todo y solo le habían dado los $500 de emergencia. Decía que en su vecindario muchas familias que no habían perdido tanto como él habían recibido más, y que su familia había recibido menos porque eran los únicos negros.
La pareja mayor que había regresado recientemente a Puerto Rico luego de décadas trabajando en Estados Unidos y había invertido todos sus ahorros en comprar su casa, una casa modesta en un pueblo rural de Puerto Rico, para su retiro. La señora aclaraba que no tenían lujos; hacía el conteo de los pocos muebles y enseres con los que habían llenado su hogar. Todo perdido.
Traduje órdenes médicas, estimados de arreglos, declaraciones juradas. Listas de muebles perdidos. Certificados de defunción. Leí a las personas que escribían con sus familias desde diferentes estados esperando ayuda para volver, varados, o temerosos de que los hicieran regresar cuando todavía no tenían adónde. Leí a incontables personas en refugios, quedándose con familiares, en la calle. Leí a las personas que pedían ayuda para cubrir sus gastos funerarios.
Todo eso lo tenía que compactar y aplanar, convertir las cartas y los documentos en un paquete limpio, digerible, fácil de procesar.
No sé cuántas cientos de cartas y documentos de puertorriqueños habré leído en ese tiempo. Lo más que tenían en común todas, luego de lo obvio —la angustia, la desesperación—, era el esfuerzo de cada persona por controlar la manera como sería entendida y percibida; de escribir de una manera que se leyera como ecuánime y razonable.
“Yo entiendo que hay mucha gente afectada”… “Yo entiendo que hay gente que está peor”… “Yo no pretendo que FEMA me dé todo”… Pero habían perdido todo, todas las pertenencias que les había costado años de trabajo y sacrificio obtener, explicaban, y no sabían qué hacer. Necesitaban ayuda para al menos empezar de nuevo, decían.
Me identificaba con esa negociación como cualquiera podría identificarse con el miedo a que lo interpreten o juzguen mal, con las situaciones en la vida en que uno necesita ganarse a alguien y hace todo lo posible por que lo entiendan, seguro de que si pudiera presentar toda la información, si pudiera hacerlos ver, estarían del lado de uno.
Pero más que nada, quienes probablemente entienden cómo se siente, quienes ya habían pasado por eso, son todas las personas que alguna vez han tenido que solicitar cualquier otra ayuda pública. Ellas saben qué es estar en una oficina donde te miran con desprecio y te juzgan; interpelar a personas que dudan de todo lo que dices, que hacen suposiciones sobre ti y tus razones para estar allí.
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Ese canal abierto de historias personales era lo contrario de la radio pos María. En los días inmediatamente después del huracán, la radio era una transmisión continua de palabras y oraciones sin información, un vacío total. A falta de nada valioso ni útil que decir pero queriendo llenar el aire, las voces no hacían otra cosa que regañar. Hora tras hora, minuto a minuto de paternalismo, de decir que no salgamos, que no hagamos nada, que esperemos, que la gente deje de “novelerear” y pasear.
La radio aplanaba al pueblo también, lo convertía en una masa anónima e infantilizada, que tenía que salirse del camino de los miembros del gobierno, policías, rescatistas y federales; en el trasfondo de cartón de los verdaderos héroes que teníamos que dejar hacer su trabajo. A través de ella, ese lenguaje llegaba a la gente en las horas de filas interminables. La misma gente a la que la radio amonestaba y sermoneaba repetía los regaños como si fueran sobre otros. Señores molestos de que tanta otra gente necesitara gasolina mientras ellos la necesitaban repetían la gente estaba gastando gasolina “paseando” y “novelereando”.
“¿Para qué tiene que estar saliendo la gente? ¿Para qué?”, gritaba un hombre de unos 50 años en una fila de gasolina en Trujillo Alto. “No tienen ninguna razón para estar en la calle, andan novelereando por ahí.”
No se me ocurre una manera más literal de ver a los demás como no-personas que decir que no tienen razón para salir de sus casas, como si fueran extras que solo están ahí para rellenar el fondo en la película de tu vida, o personajes de videojuego que siguen una programación. Yo sé para qué yo salgo, pero los demás no, ellos no tienen necesidades que satisfacer, familiares que visitar para ver si están bien, trabajos a los que ir.
Durante esos días, las ocasiones en que conseguía señal de Internet eran un gran alivio, no solo por la oportunidad de comunicarme, sino porque me consolaba un poco leer en los medios sociales la complejidad que faltaba en la radio, ver a amigos y conocidos reaccionar como seres humanos: desahogarse, quejarse, y también ofrecer solidaridad y apoyo, reconocer y legitimar el sufrimiento y las necesidades de otros, y cuestionar la información que recibíamos por canales oficiales. La insistencia en aplanar a los demás y simplificar que veía a mi alrededor era agobiante y deprimente.
Por coincidencia, en un ensayo que publiqué 18 días antes de María había escrito:
Lograr [empatía] requiere tiempo, pausas, un ritmo. Así como la trama de una película triste no nos conmovería si nos la resumieran en un minuto, cada historia de la vida y posible muerte de una persona no sería igual de efectiva si uno la leyera de un tirón.
La empatía requiere imaginar complejamente a los demás, y eso a su vez requiere imaginarlos con temporalidad; imaginar no solo cómo se sentiría estar en su lugar sino qué llena sus días, cuánto contienen sus horas que jamás podremos conocer y que influye totalmente en quiénes son.
Este es el fracaso de muchas personas cuando presumen que si ellos pueden, cualquiera puede. Que no es lo mismo trabajar y estudiar para “echar pa’lante” si eres saludable, que si tienes problemas de salud crónicos o una enfermedad mental. No es lo mismo hacerlo con carro que cogiendo guagua. No es lo mismo hacerlo con hijos que sin ellos, como no es lo mismo hacerlo con una pareja que soltera, ni es igual con la ayuda de familiares.
No es lo mismo tener un salario de pobreza pero venir de una familia de clase media que en el peor de los casos puede darte comida o adelantarte un dinero que venir de una familia que ha sido pobre por generaciones o no tener familia. No es lo mismo tener un salario modesto pero vivir en un apartamento que era de un abuelo o un tío, que ganar lo mismo pero pagar alquiler o hipoteca. No es lo mismo tener abuelos y bisabuelos pobres que nacer en una familia que ha sido clase media o más por medio siglo, con los bienes y recursos acumulados que eso trae. Cuando imaginamos la vida de los demás, y pensamos que podemos juzgarla, nunca podemos imaginar todos los factores que diferencian cada vida de la otra, la de ellos de la de nosotros.
Y no se trata solo de la historicidad de quiénes somos, sino de la complejidad de cualquier vida particular en cualquier momento. El minimalismo, la sencillez, el poder concentrarse en una cosa a la vez, es un lujo. Podemos creer que “el problema” (en singular) de una persona es que no tiene dinero, pero no solo tiene los problemas que derivan de eso sino que sigue teniendo los de cualquier otra persona, las dolencias y ansiedades humanas que tiene cualquiera —enfermedades, problemas familiares, preocupaciones por los hijos o por padres ancianos—, todo en una fórmula química de agotamiento y sueño perdido.
Sabemos que nada ocurre en un vacío. Casi cualquier historia que contamos sobre nosotros la podríamos seguir conectando con otras, convertir en una novela épica, si decidiéramos seguir rellenando contextos. Pero no sabemos explicarnos de esa manera u optamos por no hacerlo.
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Cuando las personas contaban sus historias en las cartas, era porque todos intuimos que la temporalidad crea empatía. Que para lograr que alguien nos entienda, se ponga en nuestro lugar, tenemos que narrar desde el comienzo.
Desde Santurce, un hombre escribió una carta narrativa que resumía los últimos cuatro meses. Su carta era sentimental, un desahogo. Describía la espera en un cuarto y luego salir para encontrarlo todo destruido; el sentimiento de encontrar que en la habitación donde tenía todas las cosas que, con su esposa, habían ido adquiriendo “para la educación de [su] hijo”, estaba todo perdido. Incluía las notas de la escuela de su hijo adolescente entre los documentos. Decía que se le había roto un puente dental y estaba adolorido. Que llevaba desde María comiendo con trabajo, por un lado de la boca. Su carta estaba llena de rabia e impotencia. (La palabra “impotencia” es cita directa). Decía que la persona que lo leía, ahí tranquilo y cómodo, no tenía idea, no podía entenderlo. Hablaba de pasar los últimos meses sin nada.
Al final, luego de firmar, incluía unas líneas que solo pueden llamarse poéticas, sobre la ferocidad del viento aquella noche. La describía como inolvidable. No fue la única carta que se detenía a describir poéticamente el huracán.
Cuando una carta era narrativa, era consciente de que el resumen de una narración nunca tiene el mismo sentido que la narración, de que cuando uno destila una historia para convertirla en exposición de datos, le quita el tiempo, y cuando le quita el tiempo, deja fuera el significado de los días. Los días fueron espera, y el significado de la espera para muchos fue hambre, dolor, incertidumbre y muerte. El dolor de esperar en una habitación de la casa mientras escuchas los vientos terribles. El dolor de tener un puente roto y comer de un lado de la boca. El detalle era necesario para entender al hombre precisamente porque coincidió con todo lo demás. No se puede resumir en pocas palabras, porque el tiempo, la extensión, es el punto: haberlo perdido todo, estar sin hogar, incómodo, apesadumbrado, y para colmo de todo estar adolorido, no poder disfrutarse un poco de comida, comer de un lado de la boca.
Quizá la razón para las descripciones poéticas era eso: que las palabras se quedan cortas no solo en el sentido de insuficiencia o imprecisión, sino porque literalmente se leen demasiado rápido. El tratar de ser poético es la única manera de alargarlas, de lograr que el interlocutor que no lo vivió, y no sabe, al menos se tarde uno o dos segundos más en leer la carta, antes de que desaparezcas de su cabeza.
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Ya hoy día sabemos que Puerto Rico recibió una fracción de la ayuda que se recibió en otros lugares. Este discrimen no es una sorpresa ni un caso aislado.
Antes de la aprobación en el Congreso estadounidense de la Ley de Seguridad Social de 1935, que creó los primeros programas de asistencia social, los representantes de los estados sureños —donde habitaba la mayor parte de la población negra— exigieron que se eliminara un requisito de que los estados proveyeran suficientes beneficios para garantizar un nivel de vida decente. Según la Encyclopedia of Social Welfare History in North America, no solo querían “limitar los costos”, sino “asegurar que los beneficios no fueran tan altos como para perturbar la hegemonía blanca sobre la fuerza laboral afroamericana”.
Y aun así, los estados tenían protocolos para dificultar que las familias negras ingresaran a los programas de beneficiencia. En oficinas a lo largo de Estados Unidos, la discriminación estaba escrita en las directrices.
Como ha contado la Dra. Nancy Humphryes, profesora de Trabajo Social, sobre el tiempo que pasó como empleada del welfare en los 1960, los formularios que llenaban expresamente calculaban menos ayuda para los solicitantes negros que para los blancos. “Se presumía que una familia negra podía arreglárselas con un poco menos, y que una familia blanca necesitaba un poco más”, ha explicado Humphryes.
Los empleados tenían instrucciones de hacer preguntas íntimas para desalentar a las mujeres negras que solicitaban; por ejemplo, sobre la frecuencia de su actividad sexual. También se hacían “pruebas de limpieza” y “redadas de medianoche”. Si un trabajador social pasaba su dedo por cualquier superficie de la casa y salía con polvo, podían echar a la persona del programa. Si un grupo de trabajadores que invadía el hogar de una madre soltera a mitad de la noche encontraba a un hombre, o cualquier pieza de ropa u objeto que podría pertenecer a un hombre, también expulsaban a la mujer del programa, y podían procesarlos por fraude. En Luisiana se implantaron medidas para negar asistencia a las mujeres que se habían embarazado solteras o que habían quedado embarazadas mientras recibían beneficios públicos. De los 22 500 niños afectados por esta legislación, el 95 % eran afroestadounidenses, dice Kaaryn S. Gustafson en el libro Cheating Welfare: Public Assistance and the Criminalization of Poverty. Por todas estas razones, se llegó a describir el sistema de welfare como “un colador con huecos justo tan grandes como para que la mayoría de las familias negras lo atravesaran”.
“Entre 1934 y 1962, la FHA (Administración Federal de Vivienda) y la Administración de Veteranos financiaron más de $120 mil millones en viviendas nuevas, pero solo 2 % fue recibido familias que no eran blancas”, escribe Eula Biss en el libro Notes from No Man’s Land. Este no era un racismo que ocurría sutilmente, que alguien pudiera insistir en que era inconsciente o producto de “problemas sistémicos”. Al igual que el discrimen en el welfare, el manual de la FHA lo exigía. Durante estas décadas, también era casi imposible para una familia negra conseguir un préstamo hipotecario; tenían que comprar una propiedad al contado. Esto era si conseguían quién se la vendiera, porque el código de ética de los corredores de bienes raíces explícitamente les prohibía vender hogares a estadounidenses negros.
Con el tiempo, se crearon más regulaciones para dificultar la discriminación en el acceso a las ayudas, y la cantidad de afroestadounidenses y puertorriqueños registrados en programas de asistencia pública aumentó. Por supuesto, esto causó que la opinión pública acerca de las ayudas comenzara a cambiar. El comienzo de los estereotipos sobre los “mantenidos” y “vagos” que abusaban de los beneficios coincide exactamente con el aumento del acceso de las minorías raciales y étnicas a ellos.
En 1996, la administración del presidente Bill Clinton sustituyó los programas anteriores por el programa TANF (Asistencia Temporal para Familias Necesitadas), que consiste en subvenciones que cada estado puede administrar y asignar a su discreción. Desde que los estados tienen la libertad de escoger cuánta ayuda ofrecerán, los estados que más dinero ofrecen son los más homogéneamente blancos. Los estados que menos dinero otorgan son los que tienen las mayores poblaciones negras.
No importa qué cambia, cómo se rediseñan los programas, lo constante es que el dinero de las ayudas federales siempre ha sido y será para los estadounidenses blancos.
Por eso tantas de las cartas que leí eran una negociación. Tenían que luchar de entrada con la sospecha, con la presunción de que, como hispanos, como sujetos coloniales, como isla de toda variedad de personas que no son consideradas blancas, íbamos a mentir, exagerar, robar. Que, como nos acusó el presidente Trump en aquellos días, pretendíamos que resolvieran todo por nosotros. Que en realidad podemos arreglárnoslas con menos.
Esto lo damos por sentado, a nadie le sorprende. Todo el mundo lo normaliza cuando repite leyendas sobre el boricua mentiroso y tramposo. Es fácil no darse cuenta del peso de eso, la carga que conlleva para muchos.
La semana pasada, cuando Donald Trump tuiteó negando las muertes en Puerto Rico, la antropóloga Yarimar Bonilla señaló a una cita de Toni Morrison: «The function of racism is distraction. It keeps you from doing your work. It keeps you explaining, over and over again, your reason for being».
Una de las ventajas del privilegiado es poder concentrarse en pocas cosas a la vez. Que a veces tengas un problema con el carro y otras estés enfermo o tengas estrés en el trabajo o un problema personal, pero que casi nunca te caiga todo a la vez, porque tener dinero significa tener un buen carro, buena alimentación, servicios médicos preventivos, cuido para tus hijos, ahorros para emergencias, y acceso a trabajos menos estresantes. La posición del marginado y el pobre es estar luchando para mantenerse a flote, todo el tiempo, sin descanso.
La posición del colonizado es encontrarse en medio de un desastre y tener que explicarse y justificarse, tener que convencer. Es tener que gastar tu energía en esa negociación, en ese manejo de los sentimientos de la persona que tiene todo el poder, cuando lo único que quieres es pedir ayuda.