Convicciones religiosas y debate público
Hasta hace algunos años, y durante dos milenios, frecuentemente se respondía a los conflictos que podía haber entre la religión y su supuesto poder celestial, y la política y su también supuesto poder temporal, mediante las expresiones de Jesús de Nazaret en Mateo 22:21. Este pide allí que se le dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Sus palabras se traían a colación porque se entendía que con ellas se manifestaba diáfanamente que existían unos linderos entre lo religioso y lo político que tenían que respetarse. Se sugería que dentro de su ámbito, cada uno de estos tendría incuestionable autoridad. Pero la distinción, desde sus orígenes, no ha sido clara ni precisa.
Por otro lado, en los comienzos y a través de nuestra época moderna, se ha reiterado insistentemente que con el transcurso de los tiempos la secularización que debía acompañar dinámicas sociales en las que las tecno-ciencias desempeñarían un rol clave, nos evitaría tener que referirnos a consideraciones religiosas a la hora de tomar decisiones importantes. Sin embargo, no ha sido así.
Al hablar hoy en día de estos asuntos se trae inmediatamente a colación el mundo del Islam, perdiéndose de vista que también en el orbe cristiano sectores de la población también se valen de sus creencias religiosas para impulsar agendas sociales y políticas. Puerto Rico no es una excepción. Entre nosotros hay grupos religiosos que intervienen directa o indirectamente en procesos electorales y en la aprobación o no aprobación de leyes. A menudo logran generar presión para transformar disposiciones que entienden contrarias a sus principios cristianos. Se puede decir que son bastante activos en defender aquello que sus convicciones religiosas les han llevado a sostener.
Una de las interpretaciones sobre el texto bíblico de Mateo que no se puede perder de vista, pese al poco respaldo que pueda tener, es aquella que le adjudica a la respuesta de Jesús falta de profundidad. ¿No conocía él, o la tradición que recoge sus expresiones, la propia historia judía? En aquella historia se habían confrontado, y todavía se confrontaban, bandos que disputaban sobre lo mismo. ¿No estaba Jesús al tanto de los esfuerzos de aquellos que se habían resistido a la desautorización de los sacerdotes que supuso el comienzo de una tradición de gobierno israelita laico y que denunciarían algunos profetas? ¿Acaso no tenía conciencia de que justamente los representantes del César de la época, junto a sus propios compatriotas judíos, hubieran podido haber estado concibiéndolo a él como una figura problemática porque él mismo, o algunos de sus seguidores, no respetaba la brecha que desde la perspectiva imperial debía de haber entre ambas dimensiones?
Aquello que escribirían sobre el tablón que pondrían a la cabeza de su cruz y que lo identificaba como “Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos”, no debe tomarse ligeramente. Constituía una sospecha de que Jesús era más que un predicador atento solo a la salvación de almas. Pero quizás Jesús no era consciente de que de él se sospechaba esto y al responder de aquella manera indicaba que realmente pertenecía al grupo de los que creían que definitivamente debía de haber una distancia entre lo religioso y lo político.
No nos debe llamar la atención que a través de su historia, el cristianismo no haya sido muy riguroso respecto al asunto. En algunos de sus capítulos históricos más importantes, la Iglesia católica medieval se esmeró por ocupar el espacio del César y buscó mantener el poder temporal que por diversas razones había llegado a manejar en algunos lugares del Imperio Romano cuando este estaba en proceso de desintegrarse. En otros momentos, cristianos convencidos han entendido que sus mismas convicciones religiosas les obligaban a intervenir, como creyentes, en dinámicas políticas. ¿No es este el caso de personas como el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, el ministro afroamericano Martin Luther King y tantos individuos y comunidades identificadas con la teología de la liberación latinoamericana?
Tampoco se deben perder de vista a aquellos que desde la oficialidad cristiana, o quienes desde sus perspectivas político-económicas, han entendido que la religión debe de intervenir abierta o subrepticiamente en la dinámica social. Esto ha ocurrido a través de la historia mucho más de lo que acostumbramos recordar. No se trata de un fenómeno nuevo ni en lo que se llama Occidente, ni en lo que se describe como el Mediano y el Lejano Oriente. Las más recientes acciones de algunos monjes budistas en defensa del Dalai Lama no son nada nuevo tampoco.
Sin perder de vista que en el Islam también se ha debatido el grado de penetración adecuado en la política de los intérpretes de sus escrituras, que no son sacerdotes según los entendemos nosotros, la intensidad del activismo religioso que se ha observado en décadas recientes en el mundo mahometano muy posiblemente responde, entre otras razones, a la secularización que se comenzó a vivir tras la Segunda Guerra Mundial y a una decepción colectiva con condiciones materiales que no han mejorado. La intensidad que ha adquirido el actual activismo religioso de corte estadounidense tiene un origen similar.
No se trata de religiosidades nuevas. Tanto en el cristianismo como en el Islam, siempre ha habido grupos que se han resistido al arrinconamiento al que se les había, directa o indirectamente, condenado en el proceso de una progresiva modernización que prefiere referirse al mundo mediante cifras que pretenden dar explicaciones objetivas. Este arrinconamiento no había sido cuestionado por los sectores religiosos dominantes que convivían cómodamente con sus respectivos gobiernos, pero según decíamos, en la medida en que los esfuerzos modernizantes no se tradujeron en mejores condiciones materiales de existencia, se abrió paso una impugnación que se no sería dirigida por ellos.
La colaboración discreta, aunque a veces claramente indiscreta, de las oficialidades religiosas con sus respectivos Estados, como el protagonismo que han aspirado a alcanzar y que en momentos han alcanzado los que se rebelarían en contra de estos, revelan que efectivamente la divinidad y el César han estado mucho más cercanos de lo que se ha pensado cuando se trae a colación el texto de Mateo.
Sin embargo, en la modernidad se suponía que esto quedara atrás. La sociedad estaba supuesta a secularizarse y lo religioso, cuando se diera, ocuparía un lugar en la privacidad o interioridad de los seres humanos, no en su exterioridad. Lo que estamos observando a nuestro alrededor es algo muy distinto. Ha habido guerras en Europa (la antigua Yugoslavia) por causas religiosas. Apenas se tiene que mencionar lo que se ha vivido en lo que se conoce como el Mediano Oriente en las últimas décadas. En Estados Unidos, organizaciones evangelistas participan activamente en sus procesos electorales. Y en Puerto Rico, entre otras intervenciones, líderes de organizaciones fundamentalistas expresan oposición a transformaciones curriculares.
Acostumbramos mirar al pasado con indignación por la cantidad y crueldad de episodios vinculados a diferencias religiosas, perdiendo de vista los que tenemos muy cercanos. Todavía se escuchan entre nosotros llamadas a guerras santas. Todavía tenemos demasiado del fanatismo cruzado que ve un infiel en quien sostiene visiones religiosas distintas o en quien es indiferente a ello.
Uno de los planteamientos más conocidos sobre la historia y la cultura de nuestra época, se basa precisamente en la supuesta incapacidad que tenemos los seres humanos para llegar a entendidos en donde lo religioso esté en juego. Samuel P. Huntington se expresa a favor de un arreglo internacional basado en la separación de culturas, alegando que su base religiosa las hace fundamentalmente incompatibles. Para él, como para T.S. Eliot, las civilizaciones tienen un punto de partida religioso que parece estar eximido de toda deliberación.
Ciertamente, en vez de alegar esto, Huntington hubiera podido haber sostenido que la humanidad no habrá de superar los males de la guerra hasta tanto no seamos capaces de desprendernos de religiones cuyas concepciones de la realidad las conduzcan a las confrontaciones que la historia documenta con demasiada frecuencia. Pero su interés era la geopolítica y el rol que estaba llamado a desempeñar los Estados Unidos en esta, no los problemas que acompañan en nuestra época a los fenómenos religiosos.
En Puerto Rico también vivimos dinámicas que hacen pertinente preguntarnos sobre la distancia que hay y que debería haber, si alguna, entre el César y la divinidad. Aquí no ha habido guerras civiles ni revueltas que puedan vincularse a diferencias religiosas, pero se puede señalar que cada cierto tiempo nuestra convivencia se resiente, habría que ver si positiva o negativamente, del encuentro. ¿Acaso no experimentamos situaciones en las que organizaciones religiosas intentan por todos los medios hacer sentir su peso como, por ejemplo, en campañas electorales?
Pero no solo portavoces del protestantismo se han alineado y han pretendido alinear a sus feligresías con un partido en específico. Los católicos han hecho lo mismo. Por ejemplo, a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, se organizó el Partido Acción Cristiana con el respaldo de los obispos estadounidenses que entonces dirigían la Iglesia católica boricua. Las llamadas de entonces a Roma y la visita de un funcionario puertorriqueño al Vaticano para que se interviniera en una intromisión que indignó a muchos católicos no se trajeron a colación recientemente cuando un sector del país intentó desbancar al Arzobispo Roberto González por supuestamente identificarse con una de nuestras ideologías políticas al querer establecer un Altar a la Patria.
No es casualidad que las iglesias desarrollen doctrinas sociales. Lo hacen no solo para evitar situaciones como las anteriores, sino porque pueden estar legítimamente interesados en articular posiciones con respecto a dilemas que confrontan sus feligresías y en torno a asuntos en los que sienten que deben intervenir. A veces lo hacen a tiempo, en ocasiones un tanto tarde. De todos modos, las doctrinas les permiten insertarse oficialmente, a veces sobriamente, a veces menos, en los esfuerzos del respectivo país por terminar, por ejemplo, con la pobreza y la ausencia de literacia, proyectos que siempre han tenido sendas implicaciones políticas y en las que vuelve a surgir la dicotomía entre el César y la divinidad. ¿Se puede trabajar comunitariamente en la abolición de la pobreza sin una visión de lo que debe ser la sociedad? ¿Podemos dedicarnos a la educación careciendo de un modelo de cómo debemos vivir comunitariamente?
Era de esperarse que un tema como el de la educación basada en el concepto de género, produjera reacciones negativas de creyentes que sostienen visiones religiosas que parten de interpretaciones literales de las escrituras cristianas. Probablemente se trata de aquellas y aquellos que no aceptan todavía el paradigma de la evolución como una explicación científica.
El caso del Altar de la Patria que el Arzobispo Roberto González impulsara, es distinto. Se podría decir que quienes se han opuesto no lo han hecho dejándose llevar por una interpretación específica de su cristianismo, que les llevaría a reclamar desde el texto de Mateo la separación de Iglesia y Estado, sino desde una visión partidista y hasta frívola, que es la misma que les conduce a despreciar cualquier expresión, venga del foro que venga, que pudiera poner en entredicho una fidelidad muy específica a los Estados Unidos.
El modo en que se aborda el asunto del género nos interesa más pues nos permite dialogar sobre las condiciones de posibilidad de aseveraciones que se nutren conscientemente de la fe. Estas, como ya señaláramos que plantea Huntington, pueden conducir a expresiones que hacen muy difícil, cuando no imposible, la convivencia pacífica entre creyentes de distintas denominaciones y entre creyentes con aquellas y aquellos que no lo son, y otros y otras que de serlo, no hacen públicas su religión o religiosidad. Pero no tiene por qué ser así. Por un lado, se puede partir de la fe para sostener las posiciones que sean y no terminar con expresiones que pongan en entredicho la convivencia. Recordemos lo que Martin Luther King supuso para los Estados Unidos en términos políticos y lo que tantas otras figuras vinculadas a la religión en el mundo entero han supuesto para sus respectivos países. Los últimos, como el primero, no abandonaron el lenguaje del púlpito desde el cual se habían iniciado en sus reivindicaciones y fueron muy exitosos en adelantar la causa que defendían. Por otro lado, no se debe perder de vista que hay visiones que no se nutren de principios religiosos y que conducen a quienes las sostienen a auspiciar o impulsar la violencia y de este modo a generar nuevos problemas aun más complicados.
Pudiera ser que lo importante fueran las posiciones que se asumen de cara a los asuntos que se discuten y que el modo en que se ha llegado a ellas, o el ámbito teórico o práctico del que provienen, no sea en absoluto relevante. La conciencia del individuo, que es lo que ya llamábamos su privacidad o interioridad, es lo que lo impulsa a favorecer esto o lo otro. Es un ámbito muy personal al que los otros no entran a menos que se inviten. Las posiciones que allí se asumen están vinculadas a los efectos que se piensa que tendrá en la sociedad aquello que se sostenga tanto en la deliberación como en el ejercicio de participación. Pero esta deliberación y esta participación se dan ya en la esfera de lo público, para valernos de la frase de Jürgen Habermas, sin que por ello asumamos su teoría. En esta esfera es que se trabaja con las otras y los otros. Aquí es que se establecen entendidos de manera que se pueda convivir en la mayor armonía posible.
En la privacidad o interioridad de su mente, algunos han llegado a concluir que existe una divinidad que creó a los seres humanos tal y como el Viejo Testamento lo plantea y entienden que deben dar testimonio público de ello. Otros han concluido, valiéndose igualmente de la privacidad o interioridad de su conciencia, que no existe tal cosa como una divinidad y por lo mismo sostienen públicamente que en asuntos de esta naturaleza lo propio es dejarse llevar por lo que afirman aquellos que han estudiado el tema. También nos encontramos con que hay personas que sí están convencidos sobre la existencia de una divinidad, pero creen que esta no está interesada en que se entienda el Viejo Testamento literalmente y plantean privada o públicamente que en asuntos como este nos debemos dejar llevar por estudiosos conocedores del tema.
¿Pero deben los primeros utilizar su convicción religiosa, su fe o sus creencias, como un argumento para insistir públicamente en que la enseñanza no debe basarse en la convicción de que los seres humanos construimos, entre tantas otras cosas, nuestra sexualidad? Estos, posiblemente con el respaldo de estudiosos contemporáneos como Cornel West o Gianni Vattimo, podrían respondernos que la confianza que los otros dos tienen en los estudiosos es tan fe como la que tienen ellos y ellas en las escrituras judeocristianas. De modo que la certidumbre que tienen en la presencia de la divinidad les autoriza a plantear que el César debe someterse a ella. Además, podrían continuar insistiendo que la certidumbre con la que los otros les critican les permite sospechar que estos han transformado al César en un ídolo.
Es importante resaltar que el afán secularizador de la modernidad y el sometimiento de todo a las dinámicas económicas, lograron terminar en la mayoría de las democracias liberales con el trasfondo religioso sobre el cual se habían movido desde siempre, y todavía se movían, las expresiones culturales. En muchos lugares el Estado desplazó a la Iglesia como instancia reguladora del trabajo y del ocio, de las artes y la educación, por mencionar solo algunas dimensiones. Pero con el tiempo, sectores amplios se fueron percatando de que el Estado se parecía demasiado a la Iglesia. Este también, en muchos lugares, no en todos, comenzó a percibirse falto de una heurística, incapaz de proveer la base de entendidos en torno a la cual se habrían de debatir los temas claves. Quizás porque el lenguaje laico que se utilizó para fundar la nueva ecclesia había sido desarrollado por una tradición de pensadores cuya mayoría tenía creencias religiosas que se filtraron más bien como enfoque, no como contenido. Aunque más probablemente porque resultó que los nuevos debates apuntaban a las reivindicaciones de aquellas y aquellos cuyas necesidades no habían sido atendidas en el nuevo ordenamiento político.
Desaparecida la antigua Iglesia y el Estado liberal que le sustituyó en proceso de ir perdiendo legitimidad, no han tardado mucho en surgir infinidad de instancias que aspiran a proveer la certidumbre y el consejo que lo religioso ofrecía. La multiplicidad de iglesias sin letra mayúscula, entre las que convive la Iglesia con letra mayúscula, es impresionante. La siempre creciente heterogeneidad que caracteriza nuestras sociedades se manifiesta a través de la variedad infinita de estilos musicales, clubes que atienden todas las pasiones, centros de enseñanza para todas las vocaciones, mercados para todos los gustos y manipulaciones, teorizaciones políticas para todo enfoque imaginado. Se trata de cultos también, no necesariamente menos ambiciosos, contrario a lo que tendemos a pensar.
Qué lenguaje habrá de adoptarse como nueva lingua franca para debatir públicamente en este torbellino de interpretaciones de la realidad es una interrogante que le ha dado parto a más de una escuela filosófica en los últimos cien años. La preocupación es válida si con ello se aspira a mejorar el entendimiento, no si de lo que se trata es de reducirlos a una fórmula que posibilite su administración y jerarquización. Necesitamos comunicarnos para conocernos mejor, no para desvirtuar aquello que no encaja con el ordenamiento imaginado de quienes exigen la traducción.
Desde luego, este planteamiento que apenas he esbozado no es sino una interpretación más de una dinámica fluida en la que los desacuerdos son múltiples. Pienso por ejemplo que en el campo de las ciencias, algunos están convencidos de que sigue habiendo una orden y un rigor que garantizan el progreso teórico y que la multiplicidad de discursos que ha producido nuestra época pueden ser muy inspiradores, pero no tienen el mismo valor que las descripciones científicas. Se me podría señalar, no necesariamente desde cierto cientificismo radical, que a la hora de evaluar algún fenómeno lo que alguien expresa desde su fe, cualquiera que esta sea, no está a la altura de lo que aporta un investigador que ha desarrollado un estudio sistemático; desde luego negando que entendidas de tal forma, las mismas ciencias constituyan una fe.
¿Pero se equivocaron aquellos que pronosticaron que la civilización humana dejaría atrás las convicciones religiosas y que nos valdríamos de consideraciones científicas para debatir pública y hasta privadamente con nosotros mismos la realidad y que estas disolverían para todos los tiempos la tensión entre el César y la divinidad? Soy de los que piensa que es muy temprano para responder esta interrogante y que por lo tanto tenemos que continuar pensándola. No se tiene que sostener que las ciencias alcanzan una verdad como conocimiento absolutamente seguro y demostrable, según escribió Karl Popper hace décadas, para plantear que el esfuerzo por conocer cada vez más con el que identificamos el quehacer científico es uno de los aspectos más valiosos del fenómeno humano.
Esta búsqueda de conocimiento no es precisamente lo que ha caracterizado la vida pública en Puerto Rico y en tantas partes del Mundo. Sigue generalizada la creencia de que los acercamientos religiosos, si no son los que directamente nos conducen a la verdad y a las soluciones de los complejos problemas que nos afectan, son los que los hacen posibles. Muchos continúan pensando que el César tiene que responder a la divinidad, que era lo que probablemente se sospechaba que Jesús quería.
Paralelamente, se da por sentado que allí donde se intentó, no hemos sido capaces de fraguar los medios para entender lo que debía haber ofrecido una sociedad secularizada. Pero no se debe perder de vista que las sociedades en que esto no se ha intentado se enfrentan con problemas probablemente más complejos. Hay que recordar que en la España a la que pertenecimos, la Ilustración apenas cuajó y que sin haber pasado por una revolución burguesa, hubo restauración. Nuestra poquedad en estos afanes por desarrollar un ámbito público de deliberación enriquecedora no es de hoy.
¿A quién entonces se le debe hacer caso a la hora de tomar una decisión con respecto a un currículo escolar? ¿Quién se expresa con legitimidad sobre este y similares asuntos? ¿Por qué o por quién nos debemos dejar llevar? ¿Por el País sin atributos que se describe ligeramente a sí mismo como creyente en una divinidad que debe velar por los desmanes del César? ¿Por quienes ganaron las más recientes elecciones o por los que las van a ganar en las próximas?
Recuerdo que un juez de nuestro Tribunal Supremo sugirió que se debía de impartir justicia a partir de las convicciones políticas, con las que él naturalmente se identificaba, de la entonces nueva mayoría electoral de 2008. Creo que el juez se equivocaba. A donde él quería llegar era de donde, generosamente, tenía que haber pensado que partiría. ¿No es de la justicia de lo que se debería de partir, como ha sugerido Rawls? Huelga decir que la justicia es tan solo una idea, aunque una idea muy poderosa. Platón parece habérsela reservado para darle sentido a las otras tres virtudes. No quería que se confundiera con ninguna clase social ni con ninguna parte del cuerpo. Pero en esta época, la justicia podría ser una metáfora pública como la bondad. Ellas podrían ser punto de referencia para propuestas que miran hacia el futuro, aún cuando este sea limitado.
En muy escasos casos la esfera pública logra acoger la discusión que se debería dar sobre este y otros temas y ocurre entonces que alguna dinámica fortuita determina lo que ha de ser. Eventualmente sin embargo, la carta circular, la ley o el nuevo enfoque, se hacen inevitables por los testimonios que se continúan acumulando, provenientes de quienes los estudian o de quienes lo viven, inspirados siempre en tales metáforas. Estos son los que están llamados a ofrecernos consejo más allá de dicotomías que debieran haber ido perdiendo relevancia.