Cuánto despilfarro y la resistencia de los locos de antes
La mayoría de ellos recogía basura, pero basura selecta, la que más evidenciaba el despilfarro que los obsesionaba hasta volverlos locos. A veces recogían botellas, a veces cartones, o cajas que todavía no se habían convertido en cartones, en ocasiones sombrillas o figuritas de cerámica, colillas de cigarrillos o zapatos viejos, lápices y plumas que habían visto pasar sus mejores días, muñecas a las que les faltaban ciertas extremidades y lo que más de uno habremos visto en distintos pueblos, peluches abandonados, tristes, despintados, azules, rosas, violetas, ositos, osotes, peluches que los locos arengaban y organizaban en sus guaridas. Pero no era que lo recogían todo. Había, recordando un poco al poeta, bastante orden en su aparente monomanía. Si eran muñecas, eran muñecas; si eran peluches, eran peluches los que se coleccionaban.
Les parecía que se despilfarraba demasiado. No sé si pensándolo mucho, pero habían concluido que este despilfarro era la razón por la cual el mundo no funcionaba como debía de funcionar. Se mostraban convencidos de que se despilfarraba lo que no tenemos, pero también de que se despilfarraba lo que se tiene en abundancia. Daban la impresión de ser muy conscientes de que los demás, los que los observábamos con cierta suspicacia y mucha inmerecida burla, no éramos selectivos en nuestro despilfarro. Sabían que despilfarrábamos lo que nos regalaban, al igual que despilfarrábamos lo que nos costaba obtener. Probablemente se compadecían de nosotros porque no éramos capaces de organizarnos. Ellos sí estaban cumpliendo con lo que les correspondía.
El despilfarro de todos los tiempos, el de hace cincuenta años y el de hoy, no conoce límites y da vergüenza. Ahora como entonces, despilfarran los ricos y despilfarran los pobres. Aquellos porque nunca tendrán lo suficiente; estos porque nunca tendrán lo que realmente necesitan. Si los primeros acumulan, puro despilfarro, lo hacen porque sienten que no tienen que rendir cuentas de sí mismos; si los segundos no conservan nada, puro despilfarro también, es porque no sienten que tienen que rendir cuentas por lo que nunca contribuirá a mejorar su situación.
Nacemos y crecemos despilfarrando, rodeados de objetos que despilfarramos y con los cuales se podrían hacer tantas cosas. Morimos igualmente despilfarrando. Cuántas cosas no se podrían hacer con nuestros cuerpos inertes. Fue esta toma de consciencia la que debió haber sumido a muchos locos en las depresiones que se observaba en ellos cada cierto tiempo.
Verían perplejos cuánta agua se despilfarra por las calles, en las casas, en los fregaderos de estas, en los baños de nuestros hogares, en los baños de los restaurantes y los de los hotelitos de pueblo que conocían, en las tuberías que se supone que la desplace de un lugar a otro, en las gotitas que caen y caen y caen. Igualmente, el despilfarro de energía, en pueblos chiquitos y en grandes ciudades, que nunca termina. En los parques de pelota, que son los que más vergüenza dan, pero también en cancha tras cancha y lo mismo en oficina tras oficina, en edificio tras edificio, en casa tras casa, luces por dondequiera, máquinas de todo tamaño, prendidas, más despilfarro, puro despilfarro que nunca termina. Aun de día, casa tras casa, oficina tras oficina, edificio tras edificio, igualmente mantienen sus luces encendidas, aun bajo el más potente de los soles. Pero despilfarramos energía igualmente en nuestra sobreabundancia de medios privados de transportación que se repiten sin razón alguna, sin importarnos que nuestro despilfarro es explicación breve, pero certera, de nuestras penas y de la locura de aquellos que lo cogían en serio en épocas ¿tan distintas a las nuestras de locos generosos?
En el restaurante contemporáneo parecen creerse que es una gran expresión de amabilidad la accesibilidad a abundantes servilletas de papel. Pero los mozos dadivosos solo contribuyen al despilfarro que nos caracteriza. El despilfarro de estas se observa en el piso, en las sillas, en las mesas. Servilletas todavía sin utilizarse, planchaditas, servilletas ya usadas, arrugadas, servilletas manchadas con el kétchup despilfarrado, o con la mayonesa despilfarrada, o con alguna papita frita despachurrada que queda en la mesa, en las sillas y en el piso que acogieron el festín opíparo. Además, cuánto despilfarro de azúcar, de colorantes y tantos otros ingredientes innecesarios, todos despilfarrados en la Coca Cola o en la Pepsi o en la Seven UP. Y los vasos en los que las sirven, más papel y cartón despilfarrados, tirados otra vez al piso, virados sobre la mesa, ensuciando la silla. Y los sorbetos plásticos y otra vez el papel en el que envuelven estos, y más papel en el que envuelven la comida, sea cual sea, que muchas veces también acaba como despilfarro en los zafacones de las casas, cuando no en el inmenso depósito hecho de hierro, más despilfarro, sin alimentar a nadie, a menos que un pobre loco pase por allí, con la herencia de los locos de antes y decida disponer de él, según le parezca más propio. O un triste perro. Si toda la comida que sobra se sumara, se conservara y se organizara, según lo hacían aquellos sufridos amigos con sus latitas de metal o sus bolsas, un porcentaje alto de las hambrunas que aquejan el globo, globo que es puro despilfarro, llegarían a su fin.
¿Pero y el despilfarro de bolsas? Data de décadas y nuestros locos lo sabían. Había quienes coleccionaban las de papel, de un cuarto de libra, de media libra, de una libra, en las que cabían las que contenían el café, la harina y el azúcar. Otros le eran fiel a los sacos de papas, de cebollas, o de maíz, que eran de tela, olían a tierra fértil y duraban años. Las bolsitas de ahora, de un material indescifrable aunque les decimos plásticas, se las encuentra uno por dondequiera, indiscriminadamente ocupando pastizales, en la parte inferior de verjas de tela metálica, y hasta en esquinas de cualquier calle, puro despilfarro. ¿Habrán locos que las coleccionen en nuestra época?
Ahora, últimamente, nos dedicamos a despilfarrar computadoras, apenas sin darle tiempo para que se vuelvan obsoletas. Las mantenemos en una esquina de la oficina en donde no molestan durante algún tiempo, pero después de moverlas mil veces, patearlas no se sabe cuántas veces más, las escondemos, las amontonamos en closets llenos de cachivaches, pero pronto no caben en estos. Las conducimos ingenuamente aliviados a salas que hemos dejado de utilizar, pero que pronto se abarrotan y entonces no se sabe qué hacer. Los encargados, después de no poder identificar otra esquina de la oficina que las acoja, las llevan a otra oficina que en algún momento también, más despilfarro, se dejó de utilizar. Pero a veces las meten debajo de escaleras que ya casi nadie usa, semiobscuras, despilfarradas también, pues quedan al final de algún pasillo que tampoco nadie visita, otro despilfarro más, esta vez de cemento, piedras, arena, bloques, varilla, losetas y pintura. Los que tenemos computadoras en las casas no nos quedamos atrás y pasamos eras desplazándolas de un lado a otro, hasta que las escondemos en algún garaje durante años y después acabamos metiéndolas en una bolsa plástica grande, pero poco llamativa, para que se confunda con la basura de todas las semanas.
El despilfarro de las computadoras nos ha llevado a olvidar el despilfarro de las maquinillas. ¿A dónde fueron a parar, despilfarradas, aquellos pesados aparatos que poblaban algunos salones de nuestras escuelas públicas? ¿Qué habrá sido de aquellas Remingtons negras, anticipos modestos de una tecnología inimaginable entonces? Y las innumerables cintas de aquellas maquinillas, ¿en qué lugar del mundo se encontrarán? ¿Cuántos metros de tierra y más y más basura les habrán tirado encima? Puritito despilfarro.
Y tantos periódicos, millones, billones y trillones de periódicos, panfletos, folletos y revistas que no se reciclaban y que hoy todavía no se reciclan, qué despilfarro. Muchos locos optaban por usarlos para dormir en ellos, para arroparse con ellos, para calentarse con ellos, como si conocieran el valor de la información que contenía. Quizás la obsesión de guardar periódicos, panfletos, folletos y revistas, cuánto despilfarro, nos provean hoy una pista para dar con los locos de nuestra época. Quién sabe si los que todavía guardan obsesivamente periódicos, panfletos, folletos y revistas son locos venidos a menos, locos que no soportamos el despilfarro de tinta, de papel, de árboles, de las hojas que vemos despilfarradas por todos lados, en campos y en los jardines de las casas de pueblo o ciudades, hojas que nadie quiere, hojas que se ignoran, puro despilfarro, y que antes algunos locos que vivían a la intemperie recogían, metían en sus sacos, y utilizaban como lecho. No sé.