Cuentos de turistas
Pero perdiendo de vista a Petrarca, algunos postulan al poeta y dramaturgo alemán Goethe, quien sacó cerca de año y medio de su vida para visitar Italia y sobre todo Roma por el simple placer de conocerlas y no porque se lo recomendara alguien que velaba por las oportunidades de empleo en su futuro, o porque él deseara aparentar ante sus vecinos que también tenía algún dinero. Sin embargo, cuando se señala al autor de Fausto también se pierde de vista que antes de su época ya había familias privilegiadas que mandaban a sus vástagos de paseo para que conocieran mundo, aun cuando aquella Europa sangrienta de los siglos diecisiete y dieciocho, muy parecida al Mediano Oriente actual, apenas les garantizaba cierta seguridad en sus caminos cuando no pedregosos entonces fangosos. Habría que ver si aquel interés en comarcas ajenas no respondía más a su deseo de familiarizarse con los escenarios en los que eventualmente los hijos habrían de vender los bienes producidos por el negocio familiar, que con el disfrute desinteresado de la peculiaridad arquitectónica de alguna iglesia, puente o alcaldía que se iba haciendo legendaria.
Otros van más lejos e insisten en que en la Antigüedad europea también debió haber turismo, aunque sus protagonistas no lo hayan visto así. Por ejemplo, ¿cómo fue que el poco comprendido Tiberio llegó a vivir en la Capri de playas de piedritas molestosas, pero de gratas aguas entre azules y verdes, si no fue porque entre batallas, como turista despreocupado que no tiene más que hacer que pasearse para que la comida le baje y pueda volver a sentarse a comer algunas horas más tarde, se dio cuenta de que era mejor vivir allí que cerca del pantanoso Tíber romano? Mientras observaba aquellas interesantísimas rocas de cerca y al Imperio y su corrupción desde lejos, debió haberse convencido de que le venía mejor vivir como turista perpetuo.
¿Y cómo fue que Alejandro Magno pudo dar con aquellos jardines colgantes de Babilonia, cerca de los cuales establecería residencia temporera con su Roxana, o alguna otra princesa, si no fue porque quiso ver algo de lo que alguna gente hablaba y él, comprensiblemente, querría ver también? La expedición que continuó hacia India probablemente se inspiró en el mismo interés.
Cuando se habla de turismo y no se menciona la Antigüedad se pierde de vista no solo a Tiberio y a Alejandro como precursores de Petrarca y de todos los que nos hemos ido por ahí a visitar lares ajenos, pero también la obsesión que compartimos los seres humanos de que se tiene que ver aquello de lo que todo el mundo habla. En la Antigüedad serían las Siete Maravillas a las que se tendría que peregrinar, no a Disneyworld, que hay que aclarar, por aquello de mantener clara la cronología, no fue construido por Luis de Baviera o Luis el Loco, que fue quien construyó un castillo en el sur de Alemania, pero sin hadas madrinas que revolotean sobre sus empinadas torres, como ocurre con el de acá.
Contrario a “Disney”, que está recogidito, las Siete Maravillas están regadas por todo el Mediterráneo. Estas se construyeron porque alguien, o algunos, sentían que tenían que construirse; no para que las fueran a ver sino porque sí, porque había que hacerlas aunque no llegara nadie en guaguas repletas de turistas, como si fueran sardinas españolas en latitas imposibles de abrir cuando se tiene prisa o hambre. Las Maravillas no fueron planificadas, ni respondieron al interés de algún país para aumentar sus numeritos turísticos, según ocurre hoy pues se ha convertido en un negociazo que aumenta el GDP y el GTS y el BIP, ¿o será el VIC?
Como sea, las dimensiones pragmáticas que se le han añadido a toda gestión humana de una época para acá no inspiraron a Fidias cuando esculpió su Zeus, ni estaban presentes cuando se hizo la Pirámide de Guiza, el Coloso de Rodas, el mausoleo de Halicarnaso, el faro de Alejandría, el templo dedicado a Artemisa en Efeso ni, naturalmente, tampoco en la construcción de los Jardines Colgantes de Babilonia donde Alejandro pasaría noches seduciendo a Roxana o a alguien de su séquito. Para eso había esclavitud de sobra, no como ahora que todos los que trabajan en Disney son millonarios y salen de allí riquísimos a comprar yates y a seguir turisteando alrededor del mundo, según lo hizo Odiseo. A este, a quien por poco olvido, lo que hubiera sido imperdonable, porque el papá de Telémaco, pues así se llamaba su hijo, y marido de Penélope, que así se llamaba su esposa y el nombre no se lo inventó Serrat, y quien también fuera el amo del fiel, pero ya anciano Argos, su insobornable perro, ocasionalmente tuvo que haberse sentido turista en aquellos diez años que se tardó en regresar a su casa, después de haber pasado diez más frente a Troya, donde también debió haber turisteado de vez en cuando. Pues, ¿quién podía resistir aquellas playas del mar Egeo, sobre todo entonces que no estaba contaminado ni ataponado de cruceros que son otro capítulo del turismo global que no se puede perder de vista?
Pero los viajes no se los inventó Odiseo, ni Homero, que fue quien narró los del también conocido como Ulises. Ya antes Gilgamesh había viajado extensamente en busca de la inmortalidad y también debió haber visto mucho en aquel camino que lo llevó a confrontar a Humbaba y a tantos otros peligros de aquel mundo mesopotámico que todavía nada sabía de jardines colgantes.
Odiseo y Gilgamesh, y hasta Moisés, quien tuvo que viajar, pero sin rumbo y con gente que esperaba que los llevara a algún lugar, debieron haber sido turistas de otra categoría, en absoluto comparables a los de hoy, que son fundamentalmente pasajeros con prisa. Lo mismo Goethe, Petrarca y los hijos de aquellos comerciantes de la Europa del norte que se inventaron irse al sur a coger calor durante varias semanas al año. Lo que iban a ver se podía observar desde lejos, la mayoría de las veces llegaban y se iban solos y no tenían que pagar ni una peseta por sentarse en el foro o treparse sobre alguna muralla venida a menos, pero en su día testigo de alguna invasión repelida o exitosa.
Los turistas de nuestros días no se sienten incómodos con ser descargados de sus cruceros en alguna islita que se expone a hundirse el día que traigan más turistas de la cuenta, o de sus autobuses frente a miles de pasajeros más, que harán, como ellos, filas kilométricas durante tres o cuatro horas antes de que salga el sol en Florencia, para entrar al Ufizzi, o en París para entrar en el Louvre y luego esperar cuarenta y cinco minutos (contados) en este último en lo que alguien mueve su cabecita, o cabezota con sombrero si se tiene mala suerte, para por fin poder ver desde treinta pies de distancia los cachetitos de la Mona Lisa, que más chiquita no podía ser, contrario a lo que el turista de la cabezota y el sombrero que no permite observar a nadie, se imaginaba pues las veces que ella se deja ver en revistas de toda clase siempre aparece imponente. Pero allí, en aquella sala de parqué desgastado, repleta de turistas y algunos policías, el rostro de la pobre mujer parece estar más protegido que el de Anthony Hopkins en la película The Silence of the Lambs, quien, como todo el mundo sabe, al final aparece como turista en una de otra de esas islas caribeñas que a los boricuas nos gusta pensar que son tan distintas a las nuestras, como si nosotros fuéramos un continente. Fingiendo de turista despreocupado, Hopkins se acomoda con estilo un sombrero de ala ancha mientras le sigue los pasos a quien le ofrecerá muy pronto sendo menú para su cultivada antropofagia.
Desde luego, el sombrero no podía faltar. ¿A qué turista no le gusta encaramarse uno que raye en lo exótico cuando se asegura de que entre su hogar y el lugar en el que se encuentra hay por lo menos mil millas de distancia? Se lo ponen en las playas de Hawaii, en las aceras de Madrid y de Santiago de Chile, y mientras los desplazan en tuktuks en Bankok. También en Vancouver, en Moscú y en Sidney, y se lo ponen en las laderas nevadas de Colorado, Vermont, Grenoble o Cortina. Cuando entran en museos con ellos los ujieres los miran con desaprobación porque saben que cuando se acomoden frente a su Mona Lisa no dejarán ver a los de atrás. Solo los curas ancianos de catedrales mal iluminadas ven con buenos ojos a las turistas que entran con los suyos porque estas por lo menos todavía recuerdan las buenas costumbres, pero luego cambian de parecer, llegando a maldecirlas cuando reparan en las minis que a algunas les llegan a los ombligos. A los hombres con sombrero estos curas amargados no los ven bien desde un principio pues saben que les caracteriza un desconocimiento impresionante sobre las tradiciones esclesiásticas que exigen de ellos, aunque no de las damas, quitarse lo que sea que tengan en la cabeza frente al Santísimo.
Lorenzo Homar ha sido entre nosotros quien mejor ha captado ese aire de frivolidad que nos inspiran otros turistas, que no nosotros mismos. Pero habría que ver qué es lo que piensan los chinos cuando ven a un boricua retratando mil veces la Plaza de Tiananmén, o un checo cuando nos escucha preguntarle por la Plaza de Wenceslao en inglés. Seguro que no reconocen nuestro interés en la historia de sus respectivas naciones y nos ven tal como Homar, en una de sus estampas de San Juan, representa a cuatro turistas de carnes abundantes, una de las doñas con gafas oscuras, todos vestidos a todo color con estampados de flores y pecesitos alegres, pero a final de cuentas distantes del país pese al loable intento de cumplir mediante su vestimenta con la moda local que entienden que es tropical. ¿Pero tropical nosotros? Jamás. Eso es lo que nosotros los puertorriqueños no somos. Quizás los hawaianos, pero nosotros no. Somos igual de blancos que los suizos, de acuerdo a los censos, y culturalmente más cercanos a Iowa y a Wisconsin que a Santiago de los Caballeros. No faltaba más.
En la estampa de Homar los dos hombres llevan gorras no de peloteros sino propias de golfistas republicanos identificados con el presidente Eisenhower. Supongo que allí quiso referirse caricaturescamente a los americanos que ya desde principios de los cincuenta venían a jugar golf en el Hotel Dorado perteneciente a los Rockefeller. Homar tiene además un grabado en el que también le presta atención a turistas americanos y llama la atención sobre todo uno que presenta con un sombrero muy parecido a los que utilizaban Frank Sinatra y sus amigotes, los llamados fedoras, de alas limitadas y una cinta en la base. Es otra imagen inolvidable del turista que nos llegaba en aquella época. Se parece al turista de los anuncios de la vieja y puertorriqueña cerveza Corona, aquellos que protagonizaba Cantalicio y que se podían disfrutar en las paredes de cuanto colmado-cafetín había en el país. Con la cámara guindada al cuello, “Joe” llevaba también un sombrerito de aquellos mismos, que por cierto se han vuelto a poner de moda, más como nota al pie de la página que como parte de la vestimenta. Sea como fuera, el sombrero del y de la turista es nota característica que los identifica.
En el dibujo que le hiciera Tischbein en la campiña romana a un Goethe todavía joven, este lleva un sombrerazo gris que hubiera podido haberlo protegido a él y a tres más del sol mediterráneo. No le podía faltar. ¿Pero qué llevan sobre sus cabezas las turistas inglesas que andan en busca de novios italianos en los escasos valles del Lacio, la Umbría y la Toscana, o griegos en otra de esas islitas del Egeo que se prestan tanto para conocer futuras parejas, sino sendos sombreros, la mayoría de paja? Me pregunto si Petrarca andaba con sombrero aquel día en que escaló el monte Ventoso, por cierto perdiéndose varias veces en el trayecto, o si volvió a ponerse la capucha propia de la época y que nosotros hoy identificamos casi exclusivamente con el monacato.
Debo añadir que los sombreros como marca registrada del turista se las vieron feas cuando a alguien le dio por mercadear bermudas a colores. No me refiero a los pantaloncitos kakis como los usaba el Dr. Schweitzer en África, “Joe” el turista de los anuncios de la cerveza Corona y otros europeos, pues estos apenas llamaban la atención. Me refiero a los de cuadritos a colores que no le quedaban ni le quedan bien a nadie. Bueno, quizás a los bermudenses que trabajan en los hoteles de aquellas islas. Los pantaloncitos hasta la rodillas que usan los baloncelistas de la NBA probablemente descienden de ellos y como ocurre con los hombres que todavía se ponen bermudas de cuadritos, los jugadores parecen nenes grandes a quienes los pijamas les quedan chiquitos.
Hay que tener mucho cuidado con decir que al turista de hoy se le reconoce también por la cámara, que en nuestra época ya no es una camarita como lo eran antes, sino una aplicación más del teléfono celular, la verdadera estrella de esta época, siempre en nuestras manos y nosotros pegados a ellos, como el hombre narizón de Quevedo que andaba pegado a una nariz. Cierto es que durante décadas, como lo resaltan los turistas de Omar y “Joe”, el pana americano de Cantalicio, el turista la llevaba en el pecho, como carnet de identidad junto al sombrero. Luego se llevaría atada a la muñeca porque todavía no era una cosa seria y se trataba de humildes Kodaks que sin embargo habían alcanzado la plenitud de la simplicidad en las inolvidables “instamatics”. Entonces aparecieron las Canon, las Minolta, las Sony, las Olympus y las Pentax, entre miles de otras que costaban dinero de verdad y exigían tiempo para acomodar el rollito con el fin de que pudiera fotografiar adecuadamente. Fue como pasar de carros automáticos a carros de cambio, al revés de los cristianos según se decía antes. Por eso cuando llegaron las digitales, aunque de las mismas marcas y hasta más caras, nadie echó de menos las que se valían de rollitos. Pero hoy todo el mundo retrata y lo que era monopolio de “Joe” y los demás se ha convertido en algo tan común que ya nadie identifica a los turistas por ellas.
Hasta que apareció Disneylandia en California, precursora de la floridiana Disney World, el turismo entre nosotros era fundamentalmente histórico, artístico o playístico. Sin embargo, los ratones Miguelitos y los pato Donalds y toda aquella fantasía sospechosa por inocente determinaría a partir de entonces lo que en algunas familias se haría con las llamadas vacaciones. El “Joe” de la Corona, con sus bermudas kakis, con sus sombrerito y su cámara menguó bastante en territorio boricua, aunque se le ve todavía en el resto del mundo, en lugares como las Galápagos o en el Monte Everest, asustado, como huyéndole al diablo. Anda con los mismos pantalones kakis, una cámara sofisticada y con un sombrero más parecido al de Indiana Jones que al capacete con que Filardi el caricaturista lo presentó en la portada de los Cuentos para fomentar el turismo del olvidado, pero muy actual Emilio Belaval. Con su fina ironía este ya sugería cómo se tenía que comportar el país para hacerse atractivo y merecedor de la atención de turistas que andan buscando un ambiente tropical para darse sus Cuba Libres.
¿Cómo podía competir “Joe” y sus posibilidades de turista intrépido con los millones de niños que hay que entretener sanamente para que no vuelvan loca a la mamá que no sabe qué hacer con ellos en el mes de julio, cuando ya los campamentos de verano están todos cerrados? El entretenimiento de los nenes se quedó con el escenario y con los chavos. ¿Qué vecino se atrevía a exponer a sus hijos a un verano en el que no pudieran decir que iban para Disney? TODO el mundo tenía que ir a Disney, en las buenas o en las malas, aunque cuando han llegado las malas, que es ahora mismo, muchos se han tenido que conformar con decir que regresarán cuando la piña se endulce. El hecho es que ya no va tanta gente a Disney. Me atrevo a decir que la pelambrera ha coincidido con la saturación. Digo, ¿cuánto Disney, o cuanta inocencia, cabía en nuestra imaginación? ¿Y en la de los nenes? Ya nadie podía soportar otro relato sobre la visita anual del vecino, sobre todo ahora que no cuesta revelar los retratos y se anda con ellos en el celular.
En realidad lo que ha pasado es que ya no queda nada por ver. Todo el mundo lo ha visto todo. Si no se ha estado en “San Tomas”, se han visitado las Cataratas del Niágara o se ha tomado un crucero hasta el fin del mundo. ¿Qué queda por ver? Además los turistas se han ido enterando de que se les miente mucho. Eso de que el pescado en especial se pescó hoy mismo por la mañana no es cierto nunca. ¿O no será al revés? Apenas se ha visto el mundo y el gorrito o el sombrero impaciente, y el último celular, que retrata mejor que el anterior, nos siguen convocando. Olvídense del pescado viejo pues donde quiera hay Big Macs fresquecitos. Cuando las cosas vuelvan a mejorar las enfilaremos otra vez hacia Disney.