Culto y cultura en Puerto Rico
“Yo quisiera vivir
sin tener que ser profeta…
perder la huella de la noche,
no sostener más la perla del abismo…
Pero es imposible, Dios mío.”
Canto de la Locura
–Francisco Matos Paoli
Contrario a lo que muchos científicos sociales pronosticaron cuando se iniciaba, a mediados del siglo pasado, la modernización acelerada de Puerto Rico, las expresiones religiosas comunitarias y populares de toda índole se han multiplicado. Se ha forjado una peculiar y poco estudiada convergencia entre actitudes seculares y devociones religiosas, la cual ha dado al traste con los augurios, proferidos en tono entusiasta o nostálgico, sobre el declinar del sentimiento de lo sagrado. Como ha escrito Fernando Picó: «Por un lado, el mundo mítico-mágico se desvanece al toque de la secularización de la vida, y por el otro renace en un nuevo ropaje religioso» (aunque, aclaremos, el ropaje en ocasiones no es tan nuevo, es en realidad un renacer de antiguas expresiones religiosas, como los cultos a las apariciones marianas, las sanaciones milagrosas, las ceremonias de exorcismos y la invocación a toda la gama de entidades divinas intermedias provista por los textos bíblicos, el santoral católico o las tradiciones cúlticas afroantillanas).
Indicativo de esta tenacidad del fenómeno religioso en toda su abigarrada complejidad es la mayor atención que comienzan a prestarle nuestros literatos. Los escritores de ficción, en muchas ocasiones, captan dimensiones y matices cruciales de su entorno social con mayor audacia y anticipación que los científicos sociales académicos, más lastrados estos segundos por rígidos paradigmas epistemológicos y hermenéuticos. Rosario Ferré explora con sutil erotismo femenino y audaz heterodoxia el doloroso proceso de liberación espiritual de una mujer enredada en las exóticas mescolanzas de la piedad criolla en su novela La batalla de las vírgenes (1993). Ángela López Borrero, en dos breves y seductores libros, Los amantes de Dios (1996) y En el nombre del hijo(1998), desarrolla una lectura alterna de relatos bíblicos, trazando senderos hasta ahora inéditos en nuestras letras. Es una mirada heterodoxa y transgresora de los textos sagrados canónicos que también asume con un amplio caudal de imaginación y destreza Rubis M. Camacho en su Sara: La historia cierta (2012).
Marta Aponte Alsina, en su enigmática novela, El cuarto rey mago (1996), intenta una fascinante reinterpretación del tema clásico de la santidad, montada sobre la misteriosa tradición cayeyana del culto a Elenita de Jesús, además de tocar fondo en las leyendas relativas al cuarto rey mago. Ángel Rosa Vélez, con sutil ironía y humor, traza una mirada perspicaz al mundo íntimo de las iglesias protestantes en su novela El lugar de los misterios (2008) y Ángel Lozada, en La patografía (1998), nos ha legado una emotiva reflexión literaria sobre los estigmas y desdichas provocadas por la homofobia eclesiástica. Ya en 1986, en su libro Nueva visita al cuarto piso, José Luis González, desde su crítico y mexicano mirador, había descubierto las continuas actividades evangelísticas llevadas a cabo por sectas pentecostales, fundamentalistas y carismáticas como signo de una dimensión sustancial de la historia contemporánea de Puerto Rico: un vigoroso y complejo pluralismo religioso, el cual, dicho sea de paso, González, desde su tradición laica y marxista, percibe con evidente recelo.
La religiosidad católica popular se manifiesta con vigor en fenómenos como el culto a Elenita de Jesús, en la montaña santa, en Cayey, a pesar de los intentos de la jerarquía eclesiástica de domesticarlo y controlarlo (no pocos seguidores de Elenita ven en ella a una encarnación de la virgen María); la adoración a la Virgen del pozo, en Sábana Grande; el renacer de la artesanía popular con referencias religiosas (como lo demuestra la popularidad del Encuentro Nacional de Santeros, en el municipio de Orocovis); el auge notable en la asistencia a las parroquias y la mayor atención a los sacramentos en muchos pueblos de la isla.
Un vigor aún mayor se muestra en el incremento aritmético de las llamadas «iglesias protestantes históricas», hijas de la Reforma del siglo dieciséis, y el aumento geométrico, en ocasiones excepcional, de las congregaciones pentecostales, además de la difusión notable de instituciones religiosas autóctonas de muy diversa índole, como la Iglesia de Mita, poblada por pobres y humildes, la mega iglesia «Fuente de Agua Vida», de nuevos ricos y su teología de prosperidad, el políticamente lujurioso «Clamor a Dios» y un creciente número de comunidades litúrgicas que superan la homofobia que tan gravemente lacera la integridad ética de tantas congregaciones y parroquias. Es un caleidoscopio barroco de religiosidades populares que hace más de medio siglo dejó perplejo al joven antropólogo Sidney Mintz, quien concluye su clásico Worker in the Cane (1960) con la inesperada conversión al carismático pentecostalismo de su sujeto de estudio, Anastacio (Taso) Zayas Alvarado.
Hay barrios de nuestro país donde múltiples iglesias de reciente formación, matizadas por tonalidades pentecostales y carismáticas, compiten encarnizadamente con bares y cantinas por los cuerpos y las almas de sus residentes. Contrario a lo que hace décadas predijeron los agoreros del secularismo, reiteramos, lo que vemos en estos momentos tildados de posmodernos es una peculiar amalgama de diversas perspectivas modernizantes e intensos y variados fenómenos religiosos, con su reserva impresionante de atavismos mítico-mágicos.
Es un proyecto de investigación provechoso e imprescindible el estudio de la pluralidad de la religiosidad popular puertorriqueña. Este tipo de análisis contribuiría a suplir el defecto señalado recientemente por Arcadio Díaz Quiñones de que «en los estudios históricos y sociológicos puertorriqueños… ha brillado por su relativa ausencia la atención que se le dedica a lo sagrado, a la espiritualidad, a la religiosidad en la cultura». Mi hipótesis es que el resultado de una investigación socioreligiosa de esta dimensión de nuestra vida colectiva concluiría con un diagrama de la cultura religiosa popular mucho más complejo, menos nostálgico y folclórico, que lo que encontramos en algunos escritos que se nutren todavía casi exclusivamente de la memoria de hábitos propios de un antaño más hispanófilo, más católico y menos plural.
En las preludios del siglo veintiuno, la cultura popular religiosa puertorriqueña, aunque a veces enraizada sobre unos paradigmas doctrinales o espirituales similares, se fragmenta y multiplica en miríadas formas imprevistas. Lo que, naturalmente, complica, pero a la vez, hace más interesante su desafío intelectual. Contrario a los intentos, conservadores e ilusamente restauradores, de reiterar la tesis de una nación/una iglesia, la sugerida investigación probablemente muestre una nación puertorriqueña que se expresa en rica y compleja pluralidad en el sentimiento de lo sagrado y en sus manifestaciones institucionales y cúlticas. Se invoca a Dios, se conjuran los males, se exorcizan los demonios, se adora y reza, se conjuga la esperanza evangélica con los temores a la fragilidad de la existencia de múltiples maneras y modos, entre los cuales se pueden detectar semejanzas y parentescos, pero también profundas diferencias y divergencias (algunas de las cuales promueven amargas hostilidades en el seno de la cultura popular).
Requisito metodológico del análisis de la religiosidad en la configuración plural y paradójica de la nacionalidad puertorriqueña es superar las visiones esencialistas de nuestra identidad nacional. Esa visión, vuelta a un pasado mítico, in illo tempore, de la supuesta plasmación definitiva de la identidad nacional se encuentra no sólo en los sectores de la hispanofilia católica boricua, sino paradójicamente también en el famoso ensayo de José Luis González, «El país de cuatro pisos» (1980), con su alegada fijación de la personalidad cultural isleña en el basamento del edificio de nuestra historia étnico-cultural, a saber en el pasado configurado por la esclavitud y la trata africana.
La puertorriqueñidad, como toda auténtica identidad nacional histórica, es un proceso continuo, transversal e intercultural, más que una esencia culminada a preservarse perennemente. Las visiones esencialistas y estáticas, vueltas a un pasado mítico transfigurado (sea por los hispanistas católicos o por el africanista laico), desvirtúan el proceso polivalente, pluriforme, polisémico de configuración de la identidad nacional. La discusión sobre la nacionalidad puertorriqueña padece, en ocasiones, de un esencialismo metafísico que oscurece la historicidad de todo orden social y, en otras, de una fragmentación del pensar y del ser que impide reconocer la formación en proceso de unos rasgos distintivos, aunque plurales y heterogéneos, de una personalidad propia y peculiar dentro de su innegable complejidad existencial.
En ese proyecto, imprescindible y desafiante, de estudiar las convergencias y divergencias entre las diversas religiosidades populares y las configuraciones múltiples de las identidades culturales puertorriqueñas, algo ciertamente debe evadirse: el fundamentalismo anti-religioso crudo y rígido que permea algunos análisis poco serios académicamente. Ese desdén, arrogante pero intelectualmente insustancial, mal disfrazado de disquisición erudita, en nada ayuda al estudio a fondo de los encuentros y desencuentros entre las religiosidades y las culturas populares puertorriqueñas.
«Porque estoy vencido por el otro que sufre por el clamor de una muchedumbre hambrienta.
Entonces, como el Cristo,
cojo el pan, cojo el pez, los multiplico.
Y así traigo al mundo el silencio fiel
de Dios,
la gracia del camino de Damasco
que pone un nombre nuevo a Saulo:
el forjador incorregible de la locura de la cruz…»
Contra la interpretación
–Francisco Matos Paoli