De Cataño a Río Piedras, pasando por París: recuerdo de un libro
A su regreso de la Guerra de Corea, valiéndose de las becas que el gobierno estadounidense les ofrecían a sus veteranos, mi padre pudo terminar sus estudios de escuela secundaria y comenzar su carrera en la universidad. Cuando tuvo que irse del pueblo para continuar sus estudios, descubrió que el dinero que recibía para ello no era suficiente para mantenernos a mi madre y a mí en Aguadilla y para costear su vida en Río Piedras. Por ello los tres fuimos a vivir con mis abuelos maternos a su pequeña casa en el Barrio Amelia de Cataño, barrio que todo el mundo cree que pertenece a ese pueblo pero que cae bajo la jurisdicción de Guaynabo. Sorprende que este barrio tan poco burgués, por describirlo por de forma indirecta y por oposición, sea parte de la elegante y simbólica Guaynabo City.
Incorporarme al nuevo ámbito en el Barrio Amelia se me hizo difícil. Ya no estaba en el mundo familiar y cómodo de la Calle Nueva de Aguadilla, barrio también de carácter obrero pero que no presentaba, al menos para mí, los peligros de este nuevo mundo urbano sobre el cual todos los adultos a mi alrededor –padres y abuelos y hasta vecinos– me hacían serias advertencias antes de que llegara a poner un pie fuera de la casa. Pero ese nuevo mundo, aunque periférico y peligroso, tenía para mí un aura de central y afortunado: estaba cerca de San Juan o, al menos, de Río Piedras, nombre que asociaba sólo con los estudios universitarios de mi padre.
A Río Piedras mi padre iba en guagua. Alguna vez creo haber hecho yo esa travesía por ese medio y el mundo que observaba absorto por la ventanilla del vehículo me hacía confirmarle a un imaginario perro que me acompañaba que “we are not in Kansas anymore”. Guaynabo ni Río Piedras eran la tierra de Oz, pero lejos, muy lejos estaba de Aguadilla y del Barrio Amelia de Cataño.
Pero esos viajes infrecuentes nada tenían que ver con los verdaderos que me deslumbraban y me hacían soñar: el de Cataño a San Juan por lancha. Ésos se convirtieron en mis primeros viajes en serio o en lo que como tal me parecía en ese momento. Esa casi media hora que tomaba entonces cruzar hasta San Juan en un viejo lanchón nos permitía a los pasajeros ver una panorámica de la ciudad desde el centro de la bahía y, a la vez, estar aislado de ésta por el transcurso del corto trayecto. Las lanchas tenían una especie de balconete en la popa y siempre insistía en que nos colocáramos allí. Desde ese punto privilegiado en alguna travesía creo haber visto varios delfines que escoltaban la lancha; pero quizás esas sean idealizaciones mías, falsos recuerdos que imponen la añoranza de un mundo perdido, aunque entonces la bahía no estaba contaminada y esos animales podían aparecer por allí. La experiencia de ese breve viaje era única para mí y se convertía en la mayor delicia que me podía ofrecer la nueva vida en Cataño, lejos de la seguridad del pueblo natal.
El trayecto en lancha era una verdadera aventura y una invitación al viaje o, a lo que es lo mismo, a soñar despierto, pues, cada vez que me subía a ésta me imaginaba que iba a un país distinto. Además, al llegar a San Juan, me encontraba con una arquitectura y una estructura urbana nueva para mí. Las calles adoquinadas y las casas de más de una planta y sin espacio entre sí me hacían sentir que verdaderamente estaba en un lugar muy distinto, que estaba en un centro urbano diferente y distante al de Aguadilla o al de Cataño mismo. Allá, en el pueblo, las casas eran de madera, casi todas de una planta y tenían espacio, mínimo a veces, entre ellas. Al desembarcar en San Juan sentía que cambiaba de mundo y, por ello mismo, ese breve viaje doméstico fue mi primera experiencia como viajero y me marcó para siempre. Por ello no desperdicio la oportunidad de llevar a Cataño en lancha a los amigos extranjeros que visitan Puerto Rico. Sin decirles nada, intento al hacerlo viajar en el tiempo, regresar a la inocencia de mi niñez donde la humilde lancha era el vehículo de mi “grand tour”.
Pronto esos viajes se acabaron porque se agotaron los fondos de la beca de estudio de mi padre y, por ello, regresamos todos a Aguadilla, ya no al mundo pueblerino de la calle de clase obrera sino al campo, a una pequeña casa casi rodeada completamente por cañaverales. Era el regreso al mundo conocido y era a la vez el distanciamiento de la aventura del trayecto a otro ambiente. Pero la certeza de que allí quedaba disponible el viaje en lancha de Cataño a San Juan –humilde alternativa, pero alternativa al fin– me hacía sentir que no había perdido las posibilidades de viajar y conocer nuevos mundos.
Unos años más tarde me tocó el turno de irme a Río Piedras. Era yo el primero en la familia que terminaba la escuela secundaria e ingresaba de inmediato a la universidad. Aunque podía seguir los estudios universitarios en Mayagüez, ciudad mucho más cercana al pueblo, jamás pensé en esa posibilidad porque desde mi infancia, desde mis años en Cataño, la universidad era sólo y exclusivamente Río Piedras. E ingresé en ella; llegué a una institución que cambió por completo mi vida. Me incorporé a un mundo deslumbrante repleto de dudas, cuestionamientos, lecturas, discusiones y puertas que a diario abrían nuevos mundos valientes y desconocidos. No pasaba un día sin enfrentarme a un descubrimiento, a una sorpresa, sin que vislumbrara una posibilidad antes inexistente. Mucho de todo eso se lo debo a mis maestros, maestros, más que profesores; pero, sobre todo, se lo debo a mis compañeros de clase. De éstos aprendí tanto o más que de aquéllos.
Descubrí pronto que algunos de mis compañeros de clase habían viajado o tenían planes de viajar de verdad, que sus viajes no eran de Cataño a San Juan como los míos, sino que habían estado o estarían pronto en Francia o en México o en Holanda o en Estados Unidos. Por temor a parecer ridículo nunca confesé mi idealización o mi fantasía del cruce de la bahía en la humilde lancha. Temía que todos se rieran de mí y en esos años ése era el peor castigo posible. Ante la imposibilidad de emprender excursiones parecidas a las de mis amigos –muchos de ellos participaban en los viajes de estudio a Europa o a México organizados por la misma universidad, viajes que les ofrecía una experiencia parecida al del “grand tour” de los nobles ingleses del XVIII– decidí que no me gustaba viajar. No, no –declaraba–, vayan ustedes a Europa que yo prefiero quedarme aquí leyendo: decía para engañarles y, a la vez y en el fondo, para engañarme y consolarme.
Y de verdad me engañé por muchos años y creí de verdad que no me gustaba viajar. Pero de verdad era todo cuestión de limitaciones económicas. Ni me pasaba remotamente por la cabeza sugerirles a mis padres que quería ir en uno de esos fabulosos viajes estudiantiles organizados por la universidad; conocía muy bien la realidad económica de mi familia, cuyo objetivo principal era comprar y pagar una casa de urbanización suburbana para salir, por fin, de la modesta casita de campo donde vivíamos. En fin, me inventé una aversión a viajar y oculté hasta tal punto mi mitificación del cruce de la bahía en la lancha de Cataño que hasta yo mismo me había olvidado de ello hasta casi hoy, cuando escribo estas páginas.
Pero las cosas cambiaron algo en diciembre de 1967, durante mi último año en la universidad –y lo sé porque tengo la mala costumbre de poner mi firma en la portadilla de mis libros y añadir debajo de ésta el lugar y la fecha de su adquisición– cuando compré en un remate un librito de unas cincuenta páginas. Lo compré por cuarenta y cinco centavos; todavía el ejemplar que atesoro lleva marcado el precio. Se trataba de Impresiones de un viaje de Nilita Vientós Gastón, librito que fue publicado por la Biblioteca de Autores Puertorriqueño en 1957. Si descuento a Marco Polo, éste fue el primer libro de viajes que leí en mi vida. Confieso que es un género que me gusta leer porque siempre termino envidiando al narrador. El texto de Nilita, que trae prólogo de Emilio Colón, un editor que resucitó muchos libros agotados de las letras boricuas, está compuesto por nueve brevísimos ensayos donde la autora, de manera muy reservada y comedida, como todos sus escritos, rememora su experiencia en uno de esos viajes de estudio a Europa organizados por la Universidad de Puerto Rico. El libro se lee en nada pues, como la inmensa mayoría de sus escritos, es una recopilación de brevísimas reseñas, en este caso de su experiencia como viajera. En verdad, el libro, que surgió como idea de Colón quien recogió los textos originalmente publicados en el periódico El Mundo, hoy defrauda un tanto porque la mayoría de las páginas están dedicadas a lugares comunes: en el sentido geográficos y en el ideológico. Aquí no hallamos, a primera instancia, a la aguda lectora que encontramos en otros textos de Nilita. Pero en el momento que leí estas páginas no podía emitir este juicio que pronuncio ahora porque las leía con la admiración profunda con que me acercaba entonces a todo lo que escribía la que fue mi maestra, maestra aunque nunca estuve en su aula. Además y sobre todo, el librito de Nilita se convirtió para mí en un viaje privado y secreto a Europa, el que no podía hacer como mis amigos en las excursiones organizadas por la Universidad.
Me jacto de poseer todo los libros que publicó Nilita. Son libros que he leído y releído y que me han ido formando, de manera distinta en distintos momentos. Su escritura fue mi primer modelo, aunque muy conscientemente no he sido fiel a la parquedad antibarroca y a una retórica muy puritana que mucho tiene que ver con sus modelos estadounidenses y que la caracteriza. Pero, por otro lado, estoy entre los más fieles de sus seguidores porque creo que he escrito tantas y tantas reseñas –objeto de solapado desprecio, si no de franca burla, para algunos que ven como mirada negativa la escritura de este tipo de texto– porque en el fondo he intentado siempre de imitar a mi maestra. (Por cierto y muy simbólicamente, fue ella quien me publicó la primera que escribí, en uno de los tempranos números de Sin Nombre.) Repaso de vez en cuando y de cuando en vez los volúmenes de Índice cultural, tomos donde Nilita recogió muchos de sus comentarios de libros y otros textos que iba publicando en periódicos locales, especialmente en El Mundo. Todavía no tenemos la recopilación de sus obras completas; ésta es una tarea necesaria que nuestra universidad debía emprender. Pero, como apunto, vuelvo a esos tomos y releo algún comentario suyo: sobre un texto de Mariano Picón Salas, sobre una obra teatral de René Marqués, sobre la pobreza en los Estados Unidos, sobre la librería parisina “Shakespeare and Company”, sobre las hermanas Brönte, sobre las mil y una cosas que interesaban y apasionaban a Nilita.
Hace poco y por pura casualidad volví a leer Impresiones de un viaje. Pero ahora su nueva lectura, muy premeditada, me hizo pensar y repensar muchísimas cosas, cosas sobre las cuales no había pensado la primera vez que leí este texto. Volví a pensar en mi mentira protectiva sobre mi supuesto disgusto de viajar; volví a pensar en la importancia de mi relación con mis compañeros de clases en la universidad; volví a pensar en mis fabulosos viajes infantiles en la lancha de Cataño. (¡Estoy segurísimo que Nilita nunca se montó en ese lanchón!) Pero, además de estos recuerdos, la lectura me hizo pensar en el sentido más profundo de un librito aparentemente superficial, banal y poco original.
Impresiones de un viaje, libro que lleva por portada un dibujo de un París idealizado hecho por Carlos Marichal y que está dedicado a la Universidad de Puerto Rico, tiene unas escasas 48 páginas. Las dos primeras las forman el prólogo de Emilio Colón donde se nos relata el origen del libro: fue Colón mismo quien sugirió llevar a forma de libro los artículos de Nilita publicados semanalmente en el periódico El Mundo del 10 de septiembre al 19 de noviembre de 1955, año de su viaje a Europa. En los nueve capítulos que siguen, las nueve entregas, la autora resumen su excursión europea y medita sobre la misma. En los primeros dos habla sobre la importancia del viaje, para cualquier persona en general y en particular para un joven boricua. En el último ensayo Nilita medita sobre el impacto de la cultura europea en el intelectual del Nuevo Mundo. Entre clisés y lugares comunes, se hallan ideas y propuestas que merecen una revisión porque, entre otras cosas, nos ayudan a entender a Nilita y cómo se posicionaba en los debates intelectuales y políticos de su momento. El aparentemente insulso tomito ofrece, pues, claves para entender a la autora y, sobre todo, para comprender mejor el ambiente cultural boricua de los cincuenta.
Nilita comienza sus comentarios o sus impresiones del viaje europeo señalando la importancia que éste puede tener para un alumno puertorriqueño, para cualquier puertorriqueño y hasta para un americano en general. Al hacerlo establece una caricaturesca dicotomía entre nosotros y Europa. Los americanos –en el sentido propio de la palabra, no como sinónimo de estadounidense, aclaro– somos para ella “países a medio hacer” (11), mientras que los europeos son “países hechos” (12). Sus conclusiones son obvias y se derivan de esta dicotomía: “Por eso el europeo se mueve con más seguridad y gracia en este mundo de ideas y las expresiones artísticas que el americano.” (13) Con estas palabras Nilita parece declararse eurocentrista. Pero de inmediato aclara que, para ella, el viaje a Europa “nos ayuda a vernos como somos, nos da sentido de lo que tenemos y visión de lo que carecemos” (13) Recordemos como en Asomante Nilita publicaba en casi todos los números secciones fijas de colaboradores de la revista que vivían en París, Madrid, Londres o Roma y que trataban de mantener al lector puertorriqueño al día del acontecer cultural de esas capitales europeas. Más tarde, especialmente a partir de los hechos políticos cubanos de 1959, Nilita desarrolla su mirada americanista, aunque ésta siempre estuvo presenta en su perspectiva cultural. En Impresiones de un viaje este eurocentrismo no desaparece por completo, pero queda matizado, matización que se incrementará en el último ensayo del texto.
En su segunda entrega, que hay que ver como parte de una introducción junto al primer ensayo, apunta algunas ideas sobre la naturaleza de los libros de viaje y el sentido de éstos. Concluye que “…el buen viajero es el que viaja tres veces: antes de llegar, con la imaginación; en la realidad, y al regresar, cuando evoca y compara lo que imaginaba con lo que ha visto y lo que recuerda.” (17) Estas ideas forman el marco que emplea para rememorar su viaje europeo.
París en tres ensayos, España, en uno e Italia, en otros tres: ése es el cuerpo del librito. Las impresiones de Nilita son las de una viajera que pasa con rapidez por los lugares que visita, deslumbrada ante las maravillas que observa. No se relatan reacciones íntimas sino impresiones estéticas y generalizaciones muy vagas sobre lo que descubre y lo que observa. Nos quedamos con las ganas de saber cómo verdaderamente fue ese viaje. (¿Qué libros compró? Libros tuvo que haber comprado porque Nilita sin libros no es Nilita. ¿Se escapó en París de las excursiones oficiales y visitó “Shakespeare and Company”? ¿Qué comía? ¿Cómo se llevaba con los alumnos que viajaban con ella? ¿Quiénes habrán sido éstos y alguno recordará todavía el viaje? ¿Se compró algún vestido en París? La ropa y los libros eras dos de sus más grandes amores.) Y es que, en verdad en este libro no aparece la Nilita privada ni tampoco hallamos comentarios agudos ni profundidad de pensamiento en sus observaciones sobre estos tres países que visita con brevedad y ligereza. En muchos casos se limita a enumerar lo visto. Tómese el siguiente pasaje como típico de muchas páginas del libro:
Imposible dar siquiera idea de las magníficas colecciones de los Museos Vaticanos, llenos de obras maestras: el Apolo de Belvedere, la Ariana Dormida, el Laoconte, los frescos de Boticelli, Rafael y la maravillosa Capilla Sixtina, gloria de la Ciudad del Vaticano, en la que se siente al contemplar la bóveda admiración por la imponente belleza de los frescos, en que la pintura se aproxima a la escultura, y pavor ante el increíble esfuerzo de la labor de su creador: Miguel Ángel. ¿Qué decir en unas líneas de la colección de ornamentos religiosos y de los valiosísimos manuscritos de su biblioteca? (38)
Con la pregunta retórica final, Nilita parece curarse en salud: es mucho lo que veo, parece decir, y no puedo comentarlo ni enumerarlo todo. Pero a la vez hay que apuntar que, en general, la escritura de Nilita le debe mucho a su formación profesional: es un estilo literario que rememora la claridad imperante por necesaria en el alegato legal de la abogada que fue.
Pero en esta parquedad, que soluciona el problema de describir el mundo europeo que la deslumbra con meras enumeraciones, con lugares comunes y con declaraciones de imposibilidad de recrearlo, veo dos elementos que sirven para entender mejor a Nilita misma. Primero, nótese que su viaje a Europa se dio en 1955. Ese mismo año ella publicó, en la editorial de la Universidad de Puerto Rico, su Introducción a Henry James, el primer estudio en lengua española dedicado al gran novelista estadounidense. Recordemos también que uno de los temas centrales en la obra de James fue ese mismo encontronazo o choque entre lo americano y lo europeo. Recordemos además que algunos de los personajes más representativos de este gran novelista –Daisy Miller, me viene a la mente– son inocentes o ingenuos americanos, especialmente americanas, que se enfrentan al sofisticado y perverso mundo cultural europeo, mundo que muchas veces James no ve como buenos ojos. De manera parecida la misma Nilita se presenta en estas páginas como la americana deslumbrada ante la complejidad del mundo europeo; en otras palabras, se autorretrata como un personaje de su novelista favorito. Impresiones de un viaje le debe más a James de lo que a primera instancia puede entender el lector, aun aquel que lee entre líneas.
En segundo lugar hay que apuntar también que es muy reveladora para entender este texto de Nilita la parquedad con que nos muestra sus impresiones de España. Ya señalaba como le dedicaba en el libro mucho menos espacio a este país que a sólo París y a las ciudades italianas que visita; en verdad sólo le dedica tres páginas. Si Nilita es parca en todo el libro, aquí su parquedad llega a su extremo. (Estoy seguro que a su regreso de Europa Nilita debe haber regalado a sus amistades con exposiciones orales interminables, porque, más que por la palabra escrita, Nilita se define mejor por la oralidad. ¿Cómo no recordar una llamada telefónica suya, con sus abruptos finales?) Pero ¿por qué esa parquedad extrema al referirse a España? La pregunta es relevante y sirve para entender el libro y a su autora. Sorprende que la editora de Asomante, una revista que ya tenía circulación mundial y un gran número de colaboradores españoles, no dedique usa sola línea al mundo intelectual madrileño. Nilita debió tener amigos españoles en Madrid. ¿No los vio en ese viaje? Aunque lo personal está marcadamente ausente de todo el librito, en las páginas dedicadas a España, especialmente a su capital, ese silencio se hace más elocuente. Nilita dice que el mundo español “…tiene para nosotros el singular atractivo, la honda simpatía, que da la comunidad de lengua. Es como sentirse en casa ajena igual que en la propia.” (32) Pero aquí su parquedad es elocuente pues en el fondo es síntoma de su incomodidad ante la España franquista, la España opresiva de la dictadura, la España de la que tuvieron que huir muchos de los españoles que colaboraban con la editora de Asomante. Quizás por ello sólo le dedique tres páginas a un país tan importante para ella y para todos nosotros.
El ensayo final del librito es el más importante y revelador de todo el texto. Aquí es donde se presenta más claramente la meditación sobre el significado que tiene para la autora todo su viaje y la confrontación que provoca en ella el contacto con el mundo europeo. Con esa pregunta –¿cuál es la imagen final de toda la excursión?– comienza el mismo y la respuesta es clara y directa: “La impresión general es de deslumbramiento…” (45) Pero ese deslumbramiento no la lleva a la parálisis ante lo ajeno que tanto aprecia ni al deseo de la asimilación a lo otro. Nilita, siguiendo las líneas generales de la argumentación que se evidencia en intelectuales latinoamericanos de su momento, como Alfonso Reyes, por ejemplo, en parte rompe con el eurocentrismo dominante en el texto hasta el momento y se declara americana y, sin negar la relación con Europa, establece que en su propio discurso y en el de otros intelectuales del Nuevo Mundo es americanista porque en el mismo “se escucha ya el timbre de una voz distinta, nueva, que aún no ha alcanzado toda su potencia” (46). Estas palabras encuadran perfectamente bien con la idea de que somos “países a medio hacer”, idea con la que abría el libro.
Pero más interesante aun es que tras presentar esa idea –buscamos nuestra propia voz distinta a la de Europa– Nilita cita a quien sólo identifica como “un fino observador”; el autor citado dice: “Ser americano es tener un destino complejo y una responsabilidad que conlleva luchar contra una valoración supersticiosa de Europa”. (46) Ese “fino observador” citado es nada más y nada menos que Henry James; pero Nilita no les aclara a sus lectores de quién es la cita, y supongo que pocos en el momento en Puerto Rico y en el mundo hispánico en general iban a identificar a James como el autor citado. Creo que los lectores de entonces iban a asociar lo expuesto en la cita como de un pensador latinoamericano. Y es que las ideas que apoya Nilita con esta cita de James caben perfectamente bien en el contexto de las polémicas que se mantenían en Puerto Rico y en gran parte de América Latina sobre nuestra relación con Europa. Por eso mismo es que cita a James pero lo hace sin dar su nombre. Recordemos que en nuestro caso estas ideas nacionalistas formaban parte de la llamada polémica entre “puertorriqueñistas” y “occidentalistas” y la cultura estadounidense se veía como enemiga de los principios de los primeros. Con la cita de James, Nilita aclara su posición en esta polémica, de manera directa (las ideas citadas) e indirecta (el autor citado que no se nombra). Es ésta una estrategia muy inteligente y efectiva, aunque difícil de apreciar sin indagar un poco.
Nilita misma escribió sobre esta polémica que se daba en la Isla ese mismo año, poco antes de salir de excursión para Europa. En un ensayo aparecido en El Mundo (19 de febrero de 1955), declara directamente: “Como en la mayoría de las polémicas ninguno de los bandos tiene la razón.” (Índice cultural, tomo 1, 145) El deslumbramiento ante la cultura europea que se evidencia en todo su libro de viaje parecería colocarla en el bando de los “occidentalistas”, pero la cita de James la distancia de esa posible identificación. Pero aquí, contrario a otros lugares de su libro, Nilita no cae en la trampa de la dicotomía entre el Nuevo y el Viejo Mundo. Razonable, aristotélica, comedida, conocedora de las serias discusiones de carácter americanistas que se daban en América Latina, especialmente en México, ideas que tenían como uno de sus centros la obra de Alfonso Reyes, Nilita acepta la lección europea pero se declara americana y americanista. Por ello, el aparentemente descartable librito sobre su único viaje a Europa sirve para entender mejor el ambiente intelectual boricua y latinoamericano de la década de 1950. Es un librito mucho más revelador e importante de lo que a primera instancia parece ser.
Hoy leo Impresiones de un viaje como parte de esas polémicas intelectuales de tanta importancia en el momento en que apareció el libro. Pero no fue así en 1967 cuando el texto cayó por azar en mis manos. Entonces –y aun ahora– sabía que poseía un tesorito bibliográfico, un texto más de mi modelo, maestra y mentora. Pero entonces, cuando no podía soñar con un viaje a Europa, con ningún otro viaje que no fuera el de Cataño a San Juan, el libro me servía de boleto para ese entonces imposible viaje al Viejo Mundo. Por ello, en esos años, aunque físicamente sólo viajara de Cataño a Río Piedras, me paseé con Nilita por las salas del Louvre, del Uffizzi y por las del Prado también, mientras leía su libro y les decía a mis amigos, convencido yo mismo de que era así, que no me gustaba viajar.
Confieso que mentía…