De donde viene el malestar
“Lo que hace sentido hoy no es el futuro (como el comunismo y las religiones providenciales reclamaban), sino la revuelta: es decir, el cuestionamiento y el desplazamiento del pasado. El futuro, si existe, dependerá de ello”. Julia Kristeva, La revuelta íntima
“Somos nosotros los que estamos asaltando a la sociedad a mano armada, somos nosotros los que hemos abusado del poder que se nos ha entregado en custodia”. Bernat Tort, Por una Universidad comunista
La Universidad, como el mártir frente a los leones, atraviesa su momento de máxima precariedad, su noche oscura. El movimiento estudiantil, radicalizado a partir de su demanda de un cese absoluto de la cuota de mitigación de la crisis fiscal, puso en marcha su voto de huelga justo después de un paro de 48 horas. El Estado, tercamente renuente a escuchar el reclamo de los estudiantes y derogar la cuota, se aprovecha del momento en que los huelguistas abandonan el recinto de Río Piedras luego del paro, para sitiar la Universidad y ocuparla con fuerzas policíacas y paramilitares. El Estado entra, supuestamente para “abrir” la Universidad, pero el efecto es exactamente contrario. Ya sea por solidaridad con los estudiantes rebeldes, o por protesta contra el estado de sitio, o por temor a la violencia del escenario, o por pura inercia, ni los profesores ni los estudiantes han hecho esfuerzos notables por entrar, aunque los portones estén abiertos.
Desde ambos lados de la barricada, unos a veces frente al portón y otros a veces detrás, ambos contingentes, cada uno con su propio timbre de voz, parecen, en el fondo, hacer la misma pregunta, tan seductora como desafiante: “¿quién se atreve a entrar a la Universidad?” El campus es ahora un territorio maldito, un altar profanado, un paraíso clausurado. En su interior, unos pocos funcionarios melancólicos se ocupan por mantener la raquítica funcionalidad de sus mínimos signos vitales. Desde la torre, su histérica rectora promulga un edicto incendiario prohibiendo la libre expresión. Como contrapartida, algunos profesores denuncian a viva voz el intento de cualquiera que se atreva a entrar a un espacio ocupado por la policía, aunque sea a protestar, aunque sea a manifestar su desobediencia civil o la práctica política de la resistencia. Que nadie la toque, que nadie se atreva a pisar su suelo, que nadie exprese su disidencia dentro de ella. A un altar profanado no se entra, bajo ningún concepto.
Abro mi cuenta de Facebook, en parte para enterarme de lo que se dice sobre esta calamidad y en parte para claudicar ante la mortificación adictiva de la ansiedad que me corroe, y me topo con el siguiente comentario: “El malestar crece tanto que ya ni se sabe ni importa de dónde viene.” El malestar, parece sugerir el encandilado autor de este ensayo en miniatura, un ensayo de una oración, ha cobrado proporciones rabelesianas, la ansiedad se ha convertido ya en una orgía del malestar. Y que nadie se atreva a interpretarlo, ni mucho menos a analizarlo. Que nadie nos robe el derecho a gozarnos este suculento malestar. Porque el malestar importa más, mucho más, que su origen. La violencia se ceba celosamente contra el entendimiento y se autoproclama como el nombre propio de la Política. Ha cesado el tiempo de entender. Ahora es el tiempo de actuar, de actuar el estado del malestar, un formidable estado de sitio, si alguna vez hubo alguno. Pero la ansiedad, que alimenta y sostiene el malestar, que le prohíbe al ser su poder-estar, produce un tipo muy peculiar de acto. Es la acción de un ir y venir, como el que da vueltas en círculos de un lado para otro, o el que se mece en un sillón, o se come las uñas hasta sangrar. En el interior del malestar habita un acto inquieto, pero ineficiente y destructivo. El malestar es una emoción sin moción.
Freud escribió todo un libro sobre el malestar en la cultura, para decir que el origen del malestar es la cultura, que el animal humano no puede ser un animal como los otros, que es un animal prostético, lingüístico, simbólico, un animal neurótico, irreductible a sus instintos, a merced de sus pulsiones, un animal anti-darwiniano, dispuesto a perjudicarse para alimentar sus fantasías. Este descubrimiento de Freud atenta contra la civilizada creencia en el poder pacificador y domesticador de la ley y de la razón. Porque más allá de la ley con que la razón de la conciencia pretende apaciguar el desorden, el caos y el malestar, se yergue la ley del inconsciente, una razón otra, radicalmente divisoria, heteróclita y desdobladora.
No hay que ponerse demasiado sicoanalítico para percatarse de que, en la relación que se ha ido entablando entre las partes de esta contienda se desata un fascinante juego de reflejos y proyecciones. Por un lado el Estado, compuesto por los órdenes más inferiores de la Junta de Síndicos y su Presidente y el orden menos inferior del Gobierno (porque en la Colonia todo se mide desde el marco comparable de la inferioridad relativa), encabezado por el Gobernador y sus secuaces. Y por el otro lado el movimiento estudiantil, compuesto hasta hace poco, en la anterior huelga, por un flamante contingente de líderes articulados, heterogéneos y seductores, y ahora reducido a un grupo más elemental y considerablemente menos articulado, autorizado por un contingente impresionante de guerrillas encapuchadas. Todo parece indicar que el Estado ha conseguido, efectivamente, arrebatarle a los estudiantes la razón de ser de su huelga. La cuota de $800 que a todas luces es un indicador privilegiado del origen del malestar (ese malestar cuyo origen no nos debería de importar, según nuestro micro-ensayista) ha sido prácticamente pagada por el gobierno, repartida en un conjunto de becas legislativas y estipendios. Curiosamente, este gesto del gobierno, que pudiera haber sido interpretado como un triunfo del movimiento estudiantil –porque, después de todo, es dudoso pensar que el gobierno hubiese soltado todo ese dinero sin la presión perseverante, enérgica y decidida de los estudiantes– ha sido recibido por ellos como un insulto. Porque, en el fondo, lo que los estudiantes querían, no era, en realidad, que les pagaran la cuota. Los estudiantes querían dialogar con el Estado y convencerlo, en el proceso de una conversación, de las bondades y la justicia de la derogación de la cuota. Pero, al igual que en el texto de Kafka, El castillo, donde un agrimensor no consigue jamás su encuentro con el jefe que supuestamente lo contrató, los estudiantes nunca logran realmente su anhelado encuentro con el Presidente, o no lo logran como se lo habían imaginado en sus fantasías democráticas. O no está, o no existe, o es un impostor, o en su lugar lo que se encuentran cada vez que lo visitan es un muerto sentado.
El Estado se niega renuentemente a dialogar, si por dialogar se entiende conceder. La cuota no es negociable, enuncian. No es negociable, ¡pero se la vamos a pagar!. Lo que no es negociable es el principio mismo de una cuota, el poder simbólico de la deuda. El endeudamiento de ustedes los estudiantes con nosotros, el Estado, va más allá del contenido real de cualquier cuota. Lo que importa es que sepan que están y seguirán estando simbólicamente endeudados. El Estado (y ahora sí nos vamos a poner un poco sicoanalíticos) actúa como un padre obsceno, un super ego al mismo tiempo filantrópico e inflexible, generoso y castrante, que le recuerda al hijo el lugar que ocupa en la jerarquía del poder. Estamos ante una escena originaria de la literatura latinoamericana. Es el cuento de García Márquez, La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, la historia de una niña que accidentalmente le pega fuego a la casa de su abuela y es condenada a convertirse en prostituta y vagar de aldea en aldea vendiendo su cuerpo para pagarle a la abuela su deuda perversa e infinita. Este relato es una estupenda alegoría del capitalismo y sus deudas: la de Latinoamerica con Estados Unidos, o las del Banco Mundial con los países “en desarrollo”, y de nuestras deudas, desde las de la Universidad hasta las de los contribuyentes, que acaban de recibir el “bono” de un cheque navideño sin cuota contributiva, para que descansen, por un rato, de sus deudas y, de paso, con el dinerito extra, se endeuden más.
No está demás recalcar que cuando hablamos del Estado, no nos referimos exclusivamente al Gobierno, sea o no sea el de turno. Nos referimos al “estado de cosas”, a las cosas “como son”, es decir, a todo aquello que se le presenta al individuo como un hecho incontrovertible, como una verdad tan transparente que no vale la pena ni pensarla ni mucho menos buscarle el origen. El Estado es lo que Marx llama la ideología, todo aquello que se resiste a ser pensado porque se mantiene en el fondo, sujetando y controlando los resortes, los limites desde donde se puede, se permite, o se tolera pensar. El estado es una gramática, un sistema aparentemente infinito, un enunciado que simula estar abierto pero en el fondo está cerrado, y su cara más reciente se llama neo-liberalismo, una lógica imperturbable que parece no tener antagonista posible.
¿Qué recurso tiene el sujeto para desencadenarse de la lógica asfixiante del Estado y sus verdades transparentes? La revuelta, diría Julia Kristeva. Una revuelta que es una convulsión, la mutación del malestar en una acción liberadora. La revuelta ocurre cuando el sujeto le interpone a los enunciados amables y castrantes del lenguaje del Estado el ruido ensordecedor de una enunciación, de un habla, el quejido múltiple, dispar e incoherente de una multitud, de un enjambre de voces escondido bajo el sonido de una sola voz. Ante el enunciado del Estado, la enunciación de la multitud. La revuelta, dice Kristeva, es sobre todo íntima. Para ser colectiva tiene que ser primero convocada por la interrogación exhaustiva de cada cual. Es íntima porque procede, no ya sólo del interior de la conciencia violentada, sino porque se abre a las señales delatoras del inconsciente, las señales de un pasado convulso que se aparece interrumpido, irresuelto, como un espejismo que viene y regresa una y otra vez desde el pasado.
Lo más valioso de la rabia de los estudiantes no es la huelga. La huelga es un reducto de la fábrica y, como tal, es esclava de la lógica de la producción, de la lógica del capital y sus movimientos automáticos, como la línea de ensamblaje. Una Universidad no debería parecerse a una fábrica. Por eso lo más valioso de la última huelga, la que se extendió por 62 días, no fue de ningún modo su reclamo aparente, con el tema de las exenciones de matrícula. Fue la revuelta contra los despidos masivos, contra la ley siete, contra la toma implacable del poder por un gobierno autoritario, esa fue la revuelta que ni las uniones, ni las marchas multitudinarias pudieron encauzar. Los estudiantes sí, e hicieron cosas interesantes con su revuelta: una estación de radio, un huerto, una línea de mando multisectorial y heterogénea, y hasta produjeron la única reunión del claustro total del sistema universitario público que ha habido.
Pero el poder de la revuelta, dice Kristeva, lo hace posible el cuestionamiento constante, la interrogación continuada y urgente del pasado. Curiosamente, lo que acaba con la fuerza de la revuelta es el slogan reductivista de la huelga: dile no a la cuota. La reducción de la revuelta a un economicismo brutalista acaba con la capacidad invocadora del grito de la multitud. Porque ese grito no se puede reducir a la economía, como quisiera el neo-liberalismo. Es un grito que proviene de un lugar del inconsciente donde la ley que impera es la del gasto, no la de la ganancia, donde mandan el sacrificio y el regalo, no la producción.
Uno de los resultados más inquietantes y prometedores de la Revuelta del 68 en París, una revuelta de estudiantes conectada con una huelga general de trabajadores que terminó derrumbando la Francia de Charles de Gaulle, fue la creación de una nueva universidad experimental, Paris VIII, en Vincennes. Es en esa universidad que se crea el primer departamento universitario de sicoanálisis, hecho a la medida del sicoanálisis lacaniano y fundado como una sección autónoma del departamento de filosofía donde enseñaban Deleuze, Foucault, Rancière, Lyotard y Badiou. El sicoanálisis nunca se había sentido cómodo en el espacio universitario, y quizás para eso fue que llegó a la Universidad, para señalar su incomodidad. El mismo Lacan aprovecha esta coyuntura para armar su Seminario XVII alrededor del tema de los vínculos sociales que conectan al significante con el goce, dos categorías esenciales del sujeto que hasta entonces él había considerado como separadas y hasta opuestas. Esos vínculos sociales a través de los cuales sucede la puesta en discurso del sujeto son cuatro: el amo, la histérica, la universidad y el analista. El del amo es el vínculo del poder del enunciado, que no es otra cosa que la industria del conocimiento. El conocimiento que la tecno-ciencia presenta como el fundamento de todo saber-poder. El amo, sin embargo, es impotente. Sólo puede actuar a través de un poder que divulgue su saber. Para ello es necesario que le robe ese saber a un esclavo. Para Lacan, lo que el amo le roba al esclavo no es en el fondo su trabajo, como diría Marx, sino su saber. Y ese esclavo no es otro que el discurso universitario. Sin el discurso universitario, el saber del amo no sería nada. Lacan le confiere un radio de acción a ese discurso mucho más amplio que el de la mera universidad como institución, pero no deja de acentuar que la Universidad que conocemos, ese templo de los saberes, es una cómplice protagónica de esta relación sadomasoquista por la cual la sociedad del consumo produce la idea de conocimiento.
Habría que ver cuánto cabe, dentro de esa universidad tan escépticamente esbozada por Lacan, otra Universidad, que tendría que ser forzosamente una anti-Universidad, de un modo parecido a como la filosofía moderna, desde Nietszche, se propone como anti-filosofía. El mismo Lacan ha descrito al sicoanálisis como anti-filosofía. Habría que entender la anti-Universidad en su profundo sentido dialéctico, como una negación, como un modo negativo de advenimiento del sujeto, como una resistencia activa, decidida y militante contra la lógica esclava de la Universidad al servicio del saber-poder.
Pero eso en Puerto Rico es una empresa descomunal. En los países pobres, como el nuestro, eternamente en desarrollo, la universidad está vinculada indisolublemente al proyecto de la salida de la pobreza y al desarrollo social. Las nuestras tienden a ser universidades muy pragmáticas, en las que el humanismo suele ser una pátina cosmética, al servicio de la industrialización y de la urbanización. De lo que se trata, cuando se habla de una Universidad revuelta, de una Universidad que se dispone a escuchar su íntima revuelta, es de un proyecto que se oponga con firmeza a la cultura del desarrollo y la producción. Un proyecto que vaya en contra de todo lo que se entiende hoy en la universidad moderna como progreso: la universidad de los avalúos, del rendimiento de cuentas, de la capacitación, de la facilitación, de la comunicación, la universidad digital, la de la nano-tecnología, la universidad que es una mutación, para la era cibernética, de la fábrica.
Hay algunos profesores que, para separarse de las luchas que la revuelta organiza para desorganizar la universidad, se refieren a las huelgas como estrategias pasadas de moda y a todo lenguaje del radicalismo como un lenguaje superado, que no está al día con las últimas tecnologías de la convivencia en instituciones complejas. Este tipo de queja proviene de lo que Kristeva, en su definición de la revuelta, califica como nihilismo, es decir, el tipo de revuelta que pretende que lo moderno sólo es moderno cuando rompe con el pasado, cuando entra al espacio inédito de lo nuevo, de lo que está de moda, de lo que, si no se pone al día, corre el peligro de ser tildado de anticuado. Para Kristeva la única revuelta verdadera es la arcaica, la que regresa al pasado, pero no para mitificarlo, ni para idealizarlo, ni para fijarlo en la memoria, sino para enfrentarse a sus restos, para encarar su ruina. Porque el pasado es como la basura, sus restos no se pueden esconder debajo de la alfombra.
Kristeva no parece admitir esta posibilidad, pero quizás podría aventurarse un camino que conduzca de la revuelta al comunismo, ese comunismo que ella ve indisolublemente ligado al mesianismo religioso, para el cual el futuro es el único tiempo posible. Acaso pueda hablarse de un comunismo del pasado, de un comunismo que se encargue de enfrentar a las comunidades con una deuda más radical e importante que las deudas de la economía del capital. Esa sería la deuda con el pasado, una deuda que constituya la convocatoria sagrada de una Universidad posible, liberada ya del lastre de las cuotas, liberada ya de esa dependencia patológica de que el Estado la escuche y converse con ella, liberada ya para ser ahora ella la que escuche, con la severidad del analista, con la justicia del que escucha, por fin, de donde viene el malestar.