De la ilusión al caos
El idilio ideológico con los indignados de Barcelona es una montaña rusa emocional. Recuerdo la noche que compartí con ellos como un paraíso de la palabra. En cada rincón de la Plaza Catalunya encontraba personas de todas las edades y procedencias sociales discutiendo sobre cual era la mejor manera de remodelar un modelo político que ya no da respuesta al sufrimiento de la población en el peor momento de la crisis hasta ahora – 250.000 empresas desaparecidas en los últimos tres años, un desempleo del 20 por ciento al que no se llegaba desde hace 14 años, recortes en los servicios públicos y en los salarios, la sensación que Alemania y el FMI dictan las decisiones económicas que debe tomar el gobierno español y una práctica ausencia de perspectivas de mejoría-. Los más jóvenes idealizaban a la generación que protagonizó la revolución de mayo de 1968 en París sin darse cuenta de que los motivos actuales son más poderosos que los de aquella época, cosa que reconocían los más veteranos. Sus referentes eran claros: la primavera árabe (habían rebautizado parte de la plaza como Plaza Tahrir, en homenaje a la revolución egipcia) y las protestas de Islandia que provocaron la dimisión del gobierno en bloque, el rechazo a pagar parte de su deuda externa, la persecución judicial de banqueros presuntamente corruptos y la redacción de una nueva constitución mediante “crowdsourcing”.
De hecho, este último método asambleario es el utilizado por los indignados para organizarse. Se convocan grandes asambleas para que cualquier persona pueda expresar sus reivindicaciones ante los congregados en la plaza –unos 5.000, la noche que estuve allí– y los asistentes votan. Esas propuestas se recogen en un documento que debaten las comisiones –comunicación, acción, contenidos y otras– y se funden en un único texto que se irá destilando hasta conseguir unas reclamaciones claras para cambiar el sistema político dotándolo de mayor democracia, según los indignados. Más control de las actividades bancarias, reducción de los sueldos de los cargos públicos, supresión de la inmunidad jurídica y la prescripción de los casos de corrupción, listas electorales abiertas – es decir, que los votantes puedan elegir a sus representantes directamente y no sólo a partidos con listas cerradas como sucede ahora-, evitar los recortes sociales que aplican los gobiernos español y catalán para reducir la deuda, son algunas de las propuestas que se llegan a consensuar en la plaza. Aquella noche, jornada de reflexión previa a las elecciones municipales y autonómicas en la mayoría de regiones españolas del 22 de mayo, la Junta Electoral Central había prohibido las acampadas de los indignados y su resistencia se ganó la simpatía de casi todos. Ningún gobierno municipal, autonómico o nacional se atrevía a mover un dedo horas antes de los comicios. La vagoneta había llegado a la cima.
Al cabo de una semana, el viernes 27 de mayo, empezaron los problemas. El Fútbol Club Barcelona había ganado la Liga de Campeones, la máxima competición europea de este deporte, y la Plaza Catalunya está situada en el epicentro de las celebraciones tradicionales de los triunfos del Barça. A primera hora de la mañana, un equipo de limpieza del ayuntamiento escoltado por una brigada nutrida de la policía catalana protegida con cascos y escudos, ante un grupo de personas que todavía no había mostrado ningún atisbo de violencia, vació la plaza de objetos potencialmente peligrosos, como los mástiles de las carpas improvisadas levantadas por los indignados que acampaban en la plaza, pero también todos sus ordenadores y utensilios de cocina. La operación policial fue mal, cortaron los accesos a la plaza y dejaron un grupo de indignados dentro y otro fuera que no sabía lo que pasaba. La tensión aumentó, los que habían quedado afuera bloqueaban la salida de los camiones de limpieza, un grupo de policías se sintió acorralado y superado por las circunstancias y hubo cargas policiales durante medio día. La operación que debía evitar problemas durante la celebración deportiva acabó con un centenar de heridos entre policías e indignados y aumentó las simpatías por los concentrados en la plaza a quien todos considerábamos víctimas de una violencia injustificada. Incluso el cantante del grupo británico Pulp, Jarvis Cocker, que ofrecía un concierto aquella noche en Barelona, se solidarizó con los indignados. Miles de personas acudieron a la plaza y volvieron a levantar el campamento que coincidió con los festejos deportivos sin problemas.
Pero empezaban las curvas. Hubo grupos que no aceptaban el resultado de la asamblea que pedía dejar la plaza para ser un movimiento social más efectivo. Criticaban que todo el mundo tuviera la posibilidad de votar en las asambleas y no sólo los acampados, cuando es lo que habían predicado durante casi un mes. La intolerancia empezaba a adentrarse entre los que reclamaban más democracia. Poco después volvió a pasar lo mismo con la inclusión en el documento de mínimos del reconocimiento de la autodeterminación de Catalunya. Después de ser aprobada por un 90% de la asamblea, se tuvo que volver a debatir por la oposición de 40 personas. Se volvió a aprobar. Pero aún así, miembros de la comisión de contenidos se negaban a incluirla en la redacción final, tal y como ahora consta. Y lo peor llegó el 15 de junio.
Al cabo de un mes del inicio del movimiento, los disturbios frente al Parlament hicieron que muchos quedásemos perplejos ante la actitud de algunos indignados. Un grupo, del que después se ha desmarcado la mayoría, intentó evitar la entrada de los diputados al Parlamento insultándolos, escupiendo, empujando y echándoles pintura. Aquel día se debían aprobar los presupuestos del gobierno catalán que prevén nuevos recortes sociales, era el debate más importante del año. La misma aversión que habíamos sentido por la intervención de la policía en Plaza Catalunya la sentíamos ahora por los hechos del Parlament. ¿Por qué los violentos de siempre tienen que acabar secuestrando cualquier esperanza de mayor libertad? Miles de personas han muerto en este país para recuperar una democracia abolida durante cuarenta años de dictadura franquista. Es una grave irresponsabilidad, además de un delito, agredir a nuestros representantes legítimamente elegidos y evitar la actividad parlamentaria mediante la violencia. Por mucho que quieras cambiar las reglas del juego, la coacción y la violencia no pueden ser el camino. El rechazo a lo que había pasado aquella mañana era unánime entre los ciudadanos, y obviamente entre la clase política que ya tenía una excusa para deslegitimar el movimiento de los indignados.
Pese a haberse desmarcado de la violencia horas más tarde y a recalcar que en las convocatorias a manifestarse ante el parlamento catalán decían claramente que debía ser una protesta pacífica, deberían asumir responsabilidades por lo que pasó. No pueden organizar una fiesta en casa y desentenderse si uno de los asistentes se dedicó a romper las ventanas del vecino porque bebió demasiado. Ahora bien, lo sucedido plantea una duda: ¿la policía catalana está tan mal dirigida que es incapaz de proteger a nuestros legítimos representantes o puede que haya alguien a quien le beneficiase que hubiera ese caos para deslegitimar las protestas de los indignados? En ese momento, incluso Stéphane Hessel, autor del libro Indignaos y padre ideológico de la revuelta, condenaba esos actos violentos.
Todos sabíamos que los indignados querían acampar ante el parlamento para protestar y cualquiera podía seguir al minuto sus acciones a través de su página de Facebook o varios “hashtag” de Twitter. Aquella noche, el gobierno catalán decidió cerrar el parque de la Ciutadella, donde se encuentra el parlamento catalán, para evitar una acampada. Ello aumentó el enfado de los indignados hasta el punto que un grupo decidió crear una barricada con las vallas de una obra cercana para bloquear las puertas del recinto y evitar que los diputados pudieran acceder al parque. El presidente de Catalunya y la presidenta del parlamento llegaron al edificio en helicóptero y el resto lo hizo a pie o en un vehículo policial. El resultado de tan desafortunado dispositivo fue un previsible caos que también escapó al control de la mayoría de indignados que no agredieron a nuestros representantes y, según dicen, tampoco pudieron evitar que los violentos lo hicieran.
Las críticas sobre su actitud obligaron al movimiento a organizarse mejor y ofrecer una rueda de prensa en la que por fin explicaban su punto de vista como colectivo. Hasta aquel momento, todas las personas que encontrabas en la plaza Catalunya a las que podías identificar como indignadas, porque participaban en las asambleas o en alguna comisión, declinaban identificarse como portavoz, siempre opinaban a título individual asegurando que los indignados no son un grupo de personas determinadas sino que toda la sociedad lo es. Pues bien, por fin parecían tener algunos interlocutores, algo que también les reclamaban las autoridades para poder saber con quien hablar. Insistían en su esencia pacifista y aseguraban que la violencia la ejerce el Estado cuando desahucia familias que no pueden pagar el alquiler o la hipoteca, cuando retrasa la jubilación y rebaja los impuestos a las rentas más altas o cuando aplica recortes en sanidad y educación. Además reclamaban que esos recortes fueran sometidos a referéndum puesto que ningún partido los incluía en su programa electoral. Y acusaban al departamento de Interior, responsable de la policía catalana, de cometer errores en el dispositivo de protección de los diputados para poder mostrar a los indignados como un grupo violento. Pero, de nuevo, pese a renovar su apuesta por las vías pacíficas, no asumían ninguna responsabilidad por las acciones violentas sucedidas durante un acto convocado por ellos.
Convocaron una manifestación el pasado domingo 19 de junio con la que medirían su apoyo popular y pondrían a prueba su actitud pacífica. Y lo consiguieron. Decenas de miles de personas marcharon por las calles de Barcelona, Madrid y otras cincuenta localidades españolas en tono festivo y absolutamente tranquilo. Después de esto, la clase política está nerviosa, se detecta cierto miedo en sus discursos. Como si tuvieran que justificar por qué están ahí, cuando es obvio que han sido elegidos democráticamente según la voluntad del pueblo. Se han dado cuenta de que hay miles de personas que les reclaman un cambio, que hay millares de universitarios, parados, trabajadores, jubilados, tenderos que les exigen que trabajen. En un gesto sorprendente para un conservador, el presidente de Catalunya, Artur Mas, aseguró que estaba dispuesto a escuchar a los indignados si demostraban tener unos valores sólidos. ¿Hay algo más sólido que reclamar que el pueblo NO pague una crisis que NO ha creado? Entre los partidos de izquierdas, los hay que están demasiado desorientados y ensimismados buscando cuales han sido los motivos que les llevaron a la última derrota electoral en las elecciones municipales del 22 de mayo, pero el discurso indignado está calando, todos procuran hacer suyo parte de su mensaje y reaccionar.
*Marc Ruiz es periodista audiovisual con 14 años de experiencia profesional. Actualmente trabaja en la radio pública catalana, Catalunya Ràdio, como redactor y locutor de informativos y en la televisón pública catlana, TV3, como guionista de programas de música, danza y cultura popular. Además es profesor de periodismo radiofónico en el master BCNY de la Universidad de Columbia y la Universidad de Barcelona.