De las grietas de la democracia a la constitución de lo común
Así el espíritu que se forma madura lentamente y en silencio hasta su nueva figura, desintegra pedazo a pedazo el edificio del mundo que lo precede; la conmoción del mundo la indican tan solo síntomas esporádicos; la frivolidad y el aburrimiento que invaden lo que todavía subsiste, el presentimiento vago de algo desconocido, son los signos que anuncian algo distinto que está en marcha. Este resquebrajamiento continuo que no alteraba la fisionomía del conjunto se ve bruscamente interrumpido por la salida del sol que, en un relámpago, dibuja de una vez la forma del nuevo mundo.
–G.W.F. Hegel
Las políticas neoliberales aplicadas alrededor del mundo han significado desempleo, ataques a los derechos de los trabajadores, destrucción del medio ambiente, incremento en la desigualdad económica, recortes a las asistencias sociales facilitadas por el Estado, aumento de la violencia, en resumen, un acrecentamiento del malestar social causado por la corrosión de los lazos sociales ante el imperativo de la competencia generalizada. Por otro lado, es importante enfatizar que las crisis provocadas por el neoliberalismo no han sido exclusivamente económicas y sociales sino políticas porque han puesto en evidencia la obsolescencia de nuestras estructuras representativas y han puesto en cuestionamiento nuestros ideales democráticos.
I- Crisis de la democracia constitucional
En un texto titulado «Poderes salvajes» (2011) el jurista italiano Luigi Ferrajoli plantea que la democracia política se encuentra en peligro por la reducción de la democracia al ejercicio del voto y la presunción del consenso pasivo de la mayoría como única fuente de legitimación de las decisiones gubernamentales. Esta situación nos recuerda que una democracia puede ser abolida “democráticamente” sin tener que recurrir a golpes de Estado cuando los principios de justicia pueden ser violados impunemente sin que esto provoque disenso o rebelión. Para que una democracia sea efectivamente no solo “gobierno del pueblo” sino “gobierno para el pueblo” es indispensable garantizar tanto los derechos políticos (libertad de expresión, de asociación, etc.) como los derechos sociales (salud, educación, etc.) sin los cuales se les imposibilitaría a los ciudadanos ejercer de forma plena su rol en los asuntos públicos.
Ferrajoli identifica como causante de esta situación lo que denomina “una doble crisis destructiva de la representación política, por arriba y por abajo” (p.45). Veamos cuales son estos elementos destructivos de la democracia política.
Por arriba:
1. Verticalización y personalización de la representación en la cual la representación política se identifica con un jefe carismático. Para Ferrajoli la omnipotencia de un jefe como expresión orgánica de la voluntad popular debe ser entendida como signo de demagogia y autoritarismo: “La existencia de un jefe carismático es siempre incompatible con la democracia, o cuando menos indica un debilitamiento de su dimensión política y representativa…” (p.51)
2. La progresiva desaparición entre la esfera pública y la esfera privada, o sea, la influencia del poder económico en las estructuras políticas. Esto tiene como resultado inevitable la corrupción donde lo público se acomoda para satisfacer interés privado y la creación de dos tipos de absolutismo que se alimentan mutuamente: el de los poderes del gobierno (“feudalización de la política”) y el de los poderes económicos.
3. La integración de los partidos a las instituciones. Los partidos han dejado de ser plataformas ciudadanas para convertirse en oligarquías que terminan por usurpar las funciones del estado. La identificación entre los burócratas del partido y las instituciones representativas del Estado deslegitiman las acciones del Estado a la vez que desmovilizan a las organizaciones de base.
4. Ausencia de garantías de la información que llevan al incumplimiento del “derecho pasivo a la no desinformación” debido a la concentración de los medios de comunicación en pocas manos. “Ya no son la información y la opinión pública quienes controlan el poder político, sino el poder político y al mismo tiempo económico el que controla la información y la formación de la opinión pública” (p.62).
Por abajo:
1. Homologación de los que consienten y desprestigio de los que disienten mediante la concentración del poder y la disgregación de la sociedad. Este doble proceso se alimenta del conformismo de las masas y la corrosión de la solidaridad social mediante la promoción del racismo, la xenofobia y la “anticultura”: “la decadencia de la moral pública, la exaltación y la exhibición de la vulgaridad, la ordinarez, la ignorancia y el machismo, en el lenguaje y en la práctica” (p.72).
2. Despolitización masiva y disolución de la opinión pública por el predominio de los intereses privados. Para Ferrajoli la opinión pública se destruye mediante la desinformación y la promoción de los propios intereses privados por encima de los intereses públicos. En este punto vale la pena recordar las palabras de Alexis de Tocqueville:
El despotismo […] ve en el aislamiento de los hombres la garantía más segura de su propia duración, y de ordinario pone todas sus precauciones en aislarlos […] Llama espíritus turbulentos e inquietos a los que pretenden unir sus esfuerzos para crear la prosperidad común y, cambiando el sentido de las palabras, llama buenos ciudadanos a los que se encierran estrictamente en sí mismos […] El despotismo alza barrera entre ellos y los separa […] y hace de la indiferencia una especie de virtud pública” (citado en p.76).
3. Falta de participación de los ciudadanos en la vida pública: “Son pocos los jóvenes que participan en la vida de los partidos políticos por razones ideales y no con la esperanza de encontrar un empleo” (p.77). Esto lleva a una caída intelectual y moral del grupo de personas que conforman la clase política la cual degenera en partidocracia.
4. La manipulación de la información, gracias al control económico y político de los medios de comunicación, para fabricar consenso. Aquí se corrobora la desinformación como estrategia para la manipulación. Sin la existencia del derecho a la no desinformación y a la no manipulación de noticias es casi imposible la formación de una opinión pública ilustrada y madura.
Si bien estos son “síntomas” que Ferrajoli identificó en Italia bajo el berlusconismo, no es difícil corroborar estos mismos fenómenos en el caso de Puerto Rico. Pensamos, por dar algunos ejemplos, en la personalización del poder que gozan ciertas familias en algunas alcaldías mediante las cuales se cobijan en la impunidad (Héctor O’Neill), los casos de corrupción por recaudadores de campaña (Anaudi J. Hernández), la sumisión de los representantes electos a los intereses económicos (“Quiero ser uno con ustedes” le dijo el actual gobernador Ricardo Rosselló al sector industrial)1, el secuestro de las instituciones del Estado Libre Asociado por el PNPPD y la distorsión y vulgarización de la información en los medios noticiosos corporativos2.
Para Ferrajoli estas crisis políticas ameritan pensar estrategias para ir más allá de la concepción formal de la democracia (el respaldo popular o democracia plebiscitaria) para rescatar la dimensión sustancia de la democracia que es su dimensión constitucional, la cual se encarga de garantizar los derechos fundamentales sin los cuales no puede haber democracia propiamente dicha. En otras palabras, para Ferrajoli lo que haya en crisis en la contemporaneidad, y a raíz del auge del neoliberalismo, es la democracia constitucional.
II- Por una política de lo común
Como ha señalado Carlos Pabón en su libro Mínima Política (2015) y como actualmente los estudiantes del Sistema de la Universidad de Puerto Rico han puesto en práctica, somos de la opinión que para poder enfrenar el neoliberalismo y rescatar la dimensión constitucional de la democracia hace falta crear un “imaginario democrático radical” en torno al concepto de lo “común”. Proponemos una “política democrática de lo común” como alternativa tanto al neoliberalismo como al socialismo de Estado. Esta defensa de lo común no está desligada de la dimensión constitucional de la democracia porque lo que busca es el reconocimiento de los “bienes comunes” como derechos fundamentales.
¿A qué nos referimos con bienes comunes? La categoría de “bienes comunes”, “procomún” o “comunes” (“commons” en inglés) hace referencia a los bienes o recursos colectivos que son autogestionados por una comunidad de forma colaborativa, sostenible y al margen de la lógica del mercado. Los bienes comunes no pertenecen a nadie, pero son accesibles y compartidos por todos. Si bien la existencia del procomún no es nada nuevo sino un fenómeno que a ha acompañado a la humanidad a lo largo de su historia y que actualmente existe un gran interés por el estudio y la difusión de los bienes comunes, esto no siempre fue así. En 1968 el biólogo neomalthusiano Garrett Hardin publicó un ensayo titulado “La tragedia de los comunes”, en el cual argumentaba que los bienes comunes solo podían ser gestionados eficientemente a través de la privatización o del control estatal. Para Hardin la autogestión de un bien común terminaría destruyendo el mismo. El texto de Hardin partía de una situación ahistórica e inverosímil: un pastizal utilizado por pastores que no tienen ninguna relación entre sí y que buscan maximizar su beneficio mediante un recurso limitado (Mattei, 2013). No obstante, sus argumentos tuvieron un gran éxito y fue utilizado para justificar la privatización de los recursos comunes en la ola neoliberal que ya se estaba aproximando. Esta situación comenzó a cambiar cuando en el 2009 se le concedió por primera vez a una mujer el premio Nobel de economía, a Elinor Ostrom, por su texto de 1990 El gobierno de los bienes comunes: La evolución de las instituciones de acción colectiva. En dicha obra Ostrom muestra y analiza ejemplos empíricos de comunidades que autogestionan sus recursos de uso común (RUC) sin requerir de la supervisión de autoridades externas a la comunidad. Entre los ejemplos que trabaja Ostrom (2011) se encuentran: tierras comunales (praderas y bosques), cuencas de irrigación, pesquerías, etc. En general recursos naturales utilizados y administrados de forma democrática y sostenible por comunidades. Como señalan los filósofos Laval y Dardot el gran mérito de Ostrom fue evidenciar empíricamente que “hay en la sociedad formas colectivas de ponerse de acuerdo y de crear reglas de cooperación que no se pueden reducir al mercado y a la dirección estatal” (2015, p.171) con lo cual refutaba la “tragedia de los comunes”.
Si bien es cierto que tradicionalmente los comunes se interpretaban como “el conjunto de reglas que permiten a los campesinos de una misma comunidad el uso colectivo, regulado por la costumbre de caminos, bosques y pastos” hoy día apunta a “todo aquello que podría convertirse en blanco de las privatizaciones, de los procesos de mercantilización, y destrucciones llevada a cabo en nombre del neoliberalismo” (Laval & Dardot, 2015, p.110). El movimiento global de reivindicación de los comunes lucha por la recuperación colectiva y democrática de los recursos naturales, pero también por comunes inmateriales como las tecnologías digitales, el Internet, la educación y el conocimiento. Ya sea contra el acaparamiento de tierras o contra patentes que intentan convertir en mercancías conocimientos que pueblos indígenas han mantenido por milenios, la lucha por los bienes comunes es una lucha contra la privatización del mundo y la concentración del poder. En esa misma medida se trata de re-pensar la democracia constitucional y participativa desde el derecho a los bienes comunes y más allá de la figura del Estado.
Este último aspecto lo desarrolla Ugo Mattei, profesor en Derecho Civil y activista en el movimiento para la remunicipalización de la gestión del agua en Nápoles, en su libro Bienes comunes: un manifiesto (2013). En dicho texto Mattei nos recuerda no solo no confundir lo común con lo público, sino el papel desempeñado por los Estados en las oleadas de privatización bajo las políticas neoliberales. Evidentemente cuando un gobierno privatiza uno de sus servicios o entidades no está vendiendo algo que es suyo, sino que está expropiando a cada ciudadano de su cuota de un bien común. Lo que resulta indignante es que las privatizaciones se presentan como una actividad legítima por cualquier gobierno de turno simplemente por el hecho de serlo. Lo cual demuestra la prevalencia de la democracia plebiscitaria sobre la constitucional y sus efectos nocivos para el bien común. Los ejemplos en nuestro país sobran: la Telefónica, el aeropuerto Luis Muñoz Marín, los peajes, son algunos de los casos más conocidos de la oleada de privatizaciones que han arropado al País desde la década de los 90. Se trata de desmantelar al aparato gubernamental mediante el propio gobierno que se asume con la legitimidad de llevar a cabo tal acto por el mero hecho de que sus representantes fueron electos por el pueblo. Lo que sucede en esta concepción reducida de la democracia es que mediante el voto los ciudadanos pierden sus derechos de propiedad colectiva de los bienes comunes. La democracia reducida a forma de Estado se trasforma en un medio para imposibilitar una verdadera democracia constitucional y participativa.
Por esa razón debemos superar la falsa contraposición entre el Estado y el mercado, y reconocer que los Estados son precisamente los agentes de las corporaciones a la hora de trasformar lo que es de todos en algo privado. Dice Mattei: “El enemigo de los bienes comunes es siempre el mismo: la mortal tenaza conformada por el Estado y las grandes empresas” (p.37). Después de todo la modernidad capitalista surge precisamente con la destrucción de los bienes comunes. Me refiero a lo que Karl Marx (1867/2007) nombraba “acumulación originaria”, el momento en la historia de Europa en la cual se separaba “súbita y violentamente a grandes masas humanas de sus medios de subsistencia y de producción y se las arroja, en calidad de proletarios totalmente libres al mercado de trabajo” (p.895). Los primeros proletarios fueron los campesinos ingleses que se vieron despojados de sus tierras comunales, o sea de sus bienes comunes, por decretos parlamentarios y que fueron obligados a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir. Como sabemos los procesos violentos de privatización de los bienes comunes no son asunto del pasado, sino que ocurren constantemente de ahí que el geógrafo marxista David Harvey hable de “acumulación por desposesión” como una característica esencial del capitalismo actual y no solo de su origen histórico. Precisamente, lo que buscan los comuneros, los defensores del bien común, es acabar con la acumulación por desposesión y para esto ha regresado a una de las fuentes de la democracia constitucional: la Carta Magna de 1215.
El historiador Peter Linenbaugh en su libro El manifiesto de la Carta Magna. Comunes y libertades para el pueblo (2013), nos explica cómo la Carta Magna vino a poner fin a un estado de guerra civil entre los distintos poderes de la Inglaterra del siglo XIII a la vez que limitaba el poder del Rey y aseguraba derechos y libertades como el habeas corpus (la prohibición de arrestos arbitrarios), la prohibición de la tortura, el juicio por jurado, entre otros. Linenbaugh hace una lectura documental, legal, cultural y constitucional de la Carta Magna para mostrar su actualidad y necesidad de defensa. Sobre sus cuatro lecturas nos dice: “La primera llama a abolir la forma-mercancía de la riqueza que bloquea el camino del procomún. La segunda nos protege de intrusiones por parte de privatizadores, autócratas y militaristas. La tercera nos previene contra los falsos ídolos. La cuarta renueva el derecho a la resistencia” (p.29). Además de reactualizar las promesas de la Carta para ayudarnos a realizar las nuestras, Linenbaugh nos recuerda que la Carta Magna estaba acompañada por otra carta no tan conocida como la primera pero igual de importante llamada Carta del Bosque. Esta segunda carta garantizaba los bienes comunes (tierras de pasto, madera para el fuego, libertad para cazar en el bosque y recolectar frutas) de los campesinos de la gleba. En otras palabras, ponía límites a la privatización y aseguraba la subsistencia material de los campesinos. Comprobamos entonces que los derechos políticos que ponían límites a la autoridad y aseguraban ciertas libertades y derechos iban en paralelo con los derechos a los bienes comunes, y eso es precisamente la tarea que hoy debemos realizar. Resume Linenbaugh: “El mensaje de las dos cartas […] es sencillo: los derechos políticos y legales solo pueden existir sobre una base económica. Para ser ciudadanos libres tendremos que ser productores y consumidores en igualdad de condiciones. Lo que llamaré procomún (basado en la teoría que deposita toda la propiedad en la comunidad y organiza el trabajo para el beneficio común de todos) debe existir en las formas jurídicas como en la realidad material cotidiana” (2013, pp.27-28).
El punto que quiero enfatizar es que hacer existir el procomún (los bienes comunes) es inseparable de hacer realidad la democracia constitucional y participativa. Nos hacemos eco de las siguientes palabras de Mattei: “Los bienes comunes son la base de la democracia participativa auténtica fundada en el compromiso y la responsabilidad de cada uno a la consecución del interés a largo plazo de todos” (2013, p.72). De hecho, no solo es falso pensar lo común desvinculado de la democracia constitucional y participativa, sino reducir los bienes comunes a recursos naturales o cosas también puede ser engañoso. Por eso es importante distinguir entre los “bienes comunes” (el procomún en toda su amplia variedad) y el principio político de “lo común”. Lo común, como principio político, es lo que hace posible la existencia de los bienes comunes. Lo común es un “hacer-común” (Linenbaugh) o un “instituir lo inapropiable” (Laval & Dardot). En el ensayo donde se trabaja de la forma más rigurosa posible esta propuesta es en el libro Común (2015) de Christian Laval y Pierre Dardot donde dicen los autores: “Ninguna cosa es común en sí o por naturaleza, solo las prácticas colectivas deciden en última instancia en cuanto al carácter común de una cosa o de un conjunto de cosas” (p.662). La común es el resultado, por lo tanto, de una praxis colectiva y de una acción política colectiva. Pero ¿quién es el sujeto de esta acción colectiva que instituya lo común? No puede ser otro que los movimientos sociales.
III- Los movimientos sociales como constituyentes de lo común
Los movimientos sociales surgen cuando miembros de la sociedad civil (aparte del Estado y de las corporaciones privadas) unen sus fuerzas para desafiar las instituciones de poder y reclamar la satisfacción de sus demandas. Para Sidney G. Tarrow (2012) la base de los movimientos sociales es lo que denomina “acción colectiva contenciosa”, entendiendo por “contencioso” una acción llevada a cabo por quienes normalmente no tienen acceso a las instituciones de poder y actúan para reclamar derechos amenazados o que se desean adquirir. Se trata de una lucha de poder entre sectores de la sociedad civil y los poderes constituidos por el Estado y las corporaciones privadas. Evidentemente en la base de todas las sociedades existen relaciones de poder que se concretizan en instituciones. Pero ahí donde hay poder también hay contrapoder. Los movimientos sociales son por lo tanto contrapoderes y en tanto tales deben realizar lo que Manuel Castells considera el ejercicio principal del poder: la construcción de significados. Ciertamente el poder se puede ejercer mediante la coacción y la violencia, pero su principal recurso es la construcción de significados. Nos dice Castells: “…la construcción de significados en la mente humana es la fuente de poder más estable y decisiva. La forma en que pensamos determina el destino de las instituciones, normas y valores que estructuran la sociedad. Muy pocos sistemas institucionales pueden perdurar si se basan exclusivamente en la coacción […] Por eso, la lucha de poder fundamental es la batalla por la construcción de significados en las mentes” (2015, p.27). Los movimientos sociales serían, pues, los llamados para posibilitar una “democracia de lo común” (Pabón, 2015). De hecho, esto es efectivamente lo que ha ocurrido. Pensemos, por ejemplo, en la insurrección zapatista en Chiapas y en la guerra por el agua en Cochabamba. Incluso podemos ir más lejos y afirma que en sí mismos los movimientos sociales son una puesta en escena del hacer-común. Para esto consideremos el proceso mediante el cual ocurre lo que da vida a los movimientos sociales: la movilización. Según nos explica Castells se trata de un proceso fundamentalmente afectivo que se inicia con un sentimiento de injusticia, de indignación, pero esto no es suficiente. Para retar el poder hay que vencer el miedo a la autoridad y a las posibles consecuencias de luchar contra el mismo. El miedo se supera al compartirse en el momento en que los sujetos se dan cuanta que no están solos gracias a un proceso de acción comunicativa. En ese momento el miedo se trasforma en ira que permite asumir riesgos y pasar a la acción. En palabras de Castells: “…si muchos individuos se sienten humillados, explotados, ignorados o mal representados, estarán dispuestos a trasformar su ira en acción en cuanto superen el miedo” (2015, p.35). El proceso de comunicación es el cemento de los movimientos sociales y a su vez determinará la estructura de la misma, “…cuanto más interactiva y autoconfigurable sea la comunicación menos jerárquica es la organización y más participativo el movimiento” (2015, p.36). Esto lo hemos visto en los Indignados y en Ocuppy catalogados por Castells como “movimientos sociales en red” productos de la “autocomunicación de las masas”. Finalmente, el paso a la acción lleva al entusiasmo y la esperanza; afectos sin los cuales un movimiento social no se puede sostener y crecer. Como se puede apreciar lo que posibilita los movimientos sociales es el paso de lo uno a lo múltiple, el hacer-común de nuestras necesidades y aspiraciones.
Así pues, los movimientos sociales son el sujeto que puede llevar a cabo la restitución de la democracia constitucional mediante la instauración de los bienes comunes como derecho fundamental. En esa medida los movimientos sociales deben transformarse en lo que Antonio Negri llama “poder constituyente”. Si afirmamos que lo que está en crisis no es solo nuestro sistema económico sino nuestro sistema político, no basta con destituir las estructuras anquilosadas y obsoletas que bloquean la realización de la democracia constitucional y participativa, no basta con oponernos a la acumulación por desposesión y a la destrucción de los bienes comunes, es imprescindible hacer posible un marco constitucional donde se reconozca lo común como principio de organización social más allá de lo privado y lo estatal. Michael Hardt y Antonio Negri lo explican a la perfección en su texto Declaración: “Toda revolución necesita un poder constituyente, no para poner fin a la revolución, sino para continuarla, garantizar sus conquistas y mantener abierta a innovaciones adicionales. Un poder constituyente es necesario para organizar la producción social y la vida social de acuerdo con nuestros principios de libertad, igualdad y solidaridad” (2012, p.52). Así como para Castells el poder de los movimientos sociales estriba en producir nuevos significados en las mentes de los ciudadanos (como el concepto de “común”) para trasformar la sociedad, para Hardt y Negri los procesos constituyentes son “dispositivos de producción subjetiva”. Frente a las figuras subjetivas de la crisis sistémica actual: el endeudado (controlado por la hegemonía de las altas finanzas), el mediatizado (desinformado por los medios de comunicación), el seguratizado (acobardado con los fantasmas del inmigrante y el terrorista), y el representado (despolitizado por los políticos profesionales), Hardt y Negri rescatan al comunero como aquel capaz de hacer-común o “comunar”. Dicen Hardt y Negri: “el comunero es una persona corriente que lleva a cabo una tarea extraordinaria: abrir la propiedad privada al acceso y disfrute de todo el mundo; trasformar en común la propiedad pública controlada por la autoridad del Estado; y en cada caso descubrir mecanismos para gestionar, desarrollar y sostener la riqueza común mediante la participación democrática” (2012, p.111). Un movimiento social formado por comuneros está al orden del día.
Los comuneros ya hacen acto de presencia en Puerto Rico. Actualmente tenemos al movimiento estudiantil luchando por la educación pública y por la Universidad concebida como un bien común que debe ser administrado democráticamente, a la Coalición Playas Pa’l Pueblo y al Campamento Rescate Playuela protegiendo nuestras costas de la acumulación por desposesión viabilizada una vez más el propio Estado, al Campamento contra las cenizas del carbón en Peñuelas y a la Coalición de Organizaciones Anti Incineración en Arecibo defendiendo el derecho a una vida sana, a los distintos colectivos y proyectos agroecológicos afines a la lucha campesina que buscan la soberanía alimentaria y a un sinnúmero de organizaciones civiles que realizan en su práctica, lo sepan o no, una política democrática de lo común. Estas organizaciones, y los movimientos sociales que les subyacen, nos enseñan que estos son tiempos de humildad y osadía. En palabras de Íñigo Errejón: “Humildad porque David solo muy rara vez en cuando vence a Goliat. Osadía porque para hacerlo, tiene que atreverse” (Errejón & Mouffe, 2015, p.135).
Para concluir resumo lo expuesto hasta ahora. Las políticas neoliberales han producido además de un profundo desasosiego social y económico una crisis en nuestra concepción constitucional de la democracia. Para rescatar y posibilitar una verdadera democracia constitucional y participativa (no simplemente plebiscitaria o de mayorías pasivas) hay que asumir como proyecto una política de lo común que reconozca los bienes comunes como derechos fundamentales. Una política democrática de lo común pondría un freno a los poderes salvajes de las corporaciones privadas y permitiría la creación de un espacio de autogobierno y autonomía no supeditado al Estado. Son los movimientos sociales, por su capacidad para oponerse a las instituciones de poder y construir nuevos significados en las mentes de los ciudadanos, nuevos imaginarios y nuevas narrativas los únicos capaces de transformarse en un poder constituyente de lo común.
REFERENCIAS
CASTELLS, M. (2015). Redes de indignación y esperanza. Los movimientos sociales en la era del Internet. Madrid: Alianza editorial.
ERREJON, I. & MOUFFE, Ch. (2015). Construir pueblo. Hegemonía y radicalización de la democracia. Barcelona: Icaria editorial.
FERRAJOLI, L. (2011). Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional. Madrid: Trotta Editorial.
HARDT M. & NEGRI. A. (2012) Declaración. Madrid: Ediciones Akal.
LAVAL, Ch. & DARDOT P. (2015). Común. Barcelona: Gedisa Editorial.
LINEBAUGH, P. (2013). El manifiesto de la Carta Magna: comunes y libertades para el pueblo. Madrid: Traficantes de sueños.
MARX, K. (1867/2007). El capital. Tomo I. Vol. 3. El proceso de producción del capital. México: Siglo XXI.
MATTEI, U. (2013). Bienes comunes: un manifiesto. Madrid: Trotta Editorial.
OSTROM, E. (2011). El gobierno de los bienes comunes. La evolución de las instituciones de acción colectiva. México: Fondo de Cultura Económica.
PABÓN ORTEGA, C. (2015). Mínima política: textos breves y fragmentos sobre la crisis contemporánea. Sam Juan, Puerto Rico: La secta de los perros.
TARROW, S. G. (2012). El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política. Madrid: Alianza editorial.
- http://www.80grados.net/mas-que-nunca-somos-uno-gobierno-y-sector-privado-estrechan-sus-alianzas/ [↩]
- Todo esto sin mencionar el carácter colonial del ELA y la vulgar dictadura que es la Junta de Control Fiscal. [↩]