De padres a hijos
El aire era denso y estereotómico en el Colegio de Arquitectos y Arquitectos Paisajistas de Puerto Rico hace unos días, es decir, se podía construir una réplica de la pirámide de Keops con los bloques de piedra que saldrían de lo que se respiraba allí. Un visitante ajeno a las interioridades expresó percibir “tensión y desánimo”. “Son una familia disfuncional”, le respondí en mi mente, “en la víspera del asesinato del padre”.
Deliro, lo sé, pues hay aquí más candidatos a padre que parricidas.
El desear la muerte del otro, por más intentos de matizar el contexto conceptual de la premisa, no es material para ventilar frente a las conciencias hipersensitivas de las últimas semanas. Entre los asesinatos del Macho Camacho y el publicista, y las inagotables polémicas y haladuras de greñas que tanto en la brea como en las redes sociales le han sucedido, no veo estómagos dispuestos a aceptar otra invitación a la violencia. Pido perdón de antemano.
No ayuda el peso de diciembre, que acecha con toda su disciplina pacificadora. Sin embargo, son precisamente los aires familiares de este mes de fiesta y “esperanza”, junto a una idea implantada en mí hace unos meses, lo que me motiva a abordar la empotrada narrativa de padres, hijos y legados en un arco que va desde la concepción misma de la historia hasta las bases que dirigen la configuración del territorio y su administración. Territorio tiene aquí todas las cargas posibles, desde la materialísima tierra que se pisa, hasta la inmaterial atmósfera político-jurídica que nutre y a la vez asfixia, dependiendo de la especie a la que uno pertenezca.
Para toda la angustia que se destila en Puerto Rico en torno a la ambigüedad de “nuestra” condición, traducida en inestabilidad económica y social, prevalece, más que el desencanto, el estancamiento fósil. Si vientos y mares metaforizan una alegada fluidez tropical, el comportamiento factual del lugar emula más una cierta resistencia glacial.
Por más vertiginosa que se sienta la caída, nuestra caída, su efecto se experimenta como un asunto de inmovilidad y sedimentación. Algunos exhiben este estancamiento auto-infligido a manera de orgullosa muestra de hidalguía, un temperamento que valora su pasado, resiste y preserva a pesar de; otros, hace rato que la caracterizamos de formas menos piadosas, con metáforas de putrefacción y enquistamiento.
El repelillo a refinar el diagnóstico de inmovilidad alcanza la forma de extraordinarios exabruptos. Unos siguen el formato de “exijo más soluciones y menos críticas”, otros aluden a pacifismos de salón hogar y armonías asesinas del ruido opositor, dichas con una fuerza autoritaria que contradice la estipulada tregua que dicen perseguir. Lo del exabrupto me preocupa menos, pues a fin de cuentas, es mejor esa expresión de oposición frontal, al trabajo lateral e invisible que va dejando todo en su sitio mientras proyecta certitud de cambio y avance. El enfrentamiento frontal de fuerzas en todo caso es antídoto a estas aplanadoras de voluntades y disensión que aseguran el paso del legado del “padre” al “hijo”, y con ello la perpetuidad del régimen.
Descubre uno que a pesar de tanta queja, en general estamos contentos. Y si la angustia es otra emoción impostada, un recurso de “small talk” que se ventila sin necesariamente proyectar la verdadera emoción del dialogante, me temo que va ganando fuerza la agenda de construir angustia, o exportarla si fuera necesario, frente a un déficit de ella creado artificialmente para que todo siga igual.
Bienvenida sea la angustia, pues.
I. La idea implantada
Fue en un contexto clínico donde una explicación me organizó el juicio. Aún aceptando su potencial reductivo, que llama a la cautela, me permití seguirle la pista a esta nueva cartografía del entorno social. Los hallazgos asustan y conmueven simultáneamente. Asustan porque su presencia es tan común que resulta insólita la insistencia en hacernos los locos. Conmueven también, por toda la energía afectiva desperdiciada en mantener un referente de amor y unidad que es humo y espejismo quintaesencial. Y luego viene el asunto del miedo, todo ese miedo que una vez se descubre se te pega aunque no te pertenezca. Me aterra el miedo al otro, detonador de la violencia caníbal. El que agrede tuvo miedo primero. Y aun así digo que ese instante de vulnerabilidad emocional, aunque sea antesala a la barbarie, me conmueve, pues es, de todo, lo más real.
La idea plantada es que somos una sociedad de padres e hijos, de “nenes de papi”, me decía el intrépido analista, con la convicción de alguien que lo ha sufrido en carne propia. Se fija la fe en la sucesión natural del orden que una vez fundado no ve otra salida que reproducirse.
Su escueta explicación, que impregna toda la meteorología de neurosis del País con certeza divina, ubica la ansiedad en los ritos de paso, en las investiduras, en los pases de batón, que más que actos de auténtica cesión y transformación, son instrumentos de coerción y osificación de un orden inamovible, glacial, que es la fría metáfora que pinta de azul claro, casi blanco, toda la diversidad cromática de este rincón del Caribe.
Salirse del organigrama de padres e hijos plantea una afrenta de daño muy profundo en la psiquis de los que viven en esta Isla. Las redes del patriarcado son extensas, y alcanzan a todos los otros territorios conquistados por la duda boricua, que es nuestro primer artículo de exportación, antes que el adobo. Quien obvia alguno de los sacramentos de seguimiento en este camino a una redención de piedra, que no de esperanza y cambio, queda fuera del mambo, y no habrá estructura que lo acoja. Permanece en un limbo que hasta hace muy poco estaba exento de conjuro o protocolo de abolición.
Por eso vemos el desfile de apellidos circulando como cartas de presentación en todos los renglones del País. Dinastías enteras, de centro, izquierda y derecha, proliferan en alcaldías, negocios y agencias de gobierno. Al fetichismo de la propiedad privada gringo se le ha sumado el patriarcalismo de abolengo criollo. El efecto colateral ha sido devastador, particularmente en tiempos de escasez donde cualquier oportunidad es oro. Se heredan accesos, puertas de ancho holgado, posibilidades, y ya la cuestión trasciende al limitado cupo de lo familiar para extrapolarse simbólicamente a todo el tejido social. Las familias se extienden más allá de la sangre, y así las relaciones prosperan a través de un marco regulador que atesora el legado, lo refuerza y lo celebra como gran triunfo comunal.
La alegría boricua viene de ahí, de la confianza en un entramado de relaciones que fija y resiste cualquier irrupción destructiva. Hasta ahora esa estámina social era considerada una virtud. Sociólogos lo veían como una ventaja: el cuerpo social no se degrada más porque existe esa solidaridad, dicen ellos. ¿En serio? Me parece que es al revés, que el alegado espacio de lealtades y afectos incondicionales amenaza con drenar al tejido de toda fuente de vida; que el ensimismamiento impide a otros futuros, que la voluntad de comunión, sin oposiciones estridentes, no es el camino a la vida que promete sino la muerte lenta, la agonía en silencio.
Alguna esperanza despierta el curso de las redes sociales, sometidas hoy a un desproporcionado escrutinio (“¿sirven para algo?” “¿no sirven?” “¿se está exagerando su poder?”), cuando son las otras redes, las que operan desde el patriarcado “legadofílico”, las que debían ser disectadas en sesiones abiertas y públicas, en todo caso.
Es desde la sopa diversa y errática de lo virtual, de voluntades incongruentes, multitudes indescifrables y minorías que no se reconocen a sí mismas, que el limbo al que aludíamos encuentra su mayor recurso de derogación. De pronto la otredad gana un espacio para interconectar voces sin anularlas; la institucionalidad, por el contrario, percibe una amenaza que le resulta opaca e inconmensurable.
He sentido el deseo de mayor institucionalidad como cualquier otro mortal. He extrañado estructura, continuidad. Lo digo en voz alta cada vez que enfrento un obstáculo peatonal, un rasgo cotidiano que me dice que aquí nadie gobierna. Hoy redefino los términos de mi queja original, y ya no extraño la institucionalidad, al contrario, la veo más firme y desafiante que nunca, asentándose en su patraña de papis y nenes, configurando la historia a su conveniencia, eliminando la disidencia, privilegiando las voces que le son afines, que administran la estética del cambio sin el cambio, hermosamente, disciplinadamente.
Experimento, sí, una ansiedad decimonónica, y no es que quiera volver atrás, líbreme Dios de tal aberración, es que vislumbro un ángulo en el presente similar al punto donde la promesa de libertad moderna se enfrentó a la realidad del capital, a su pretensión totalizante, y desde ahí sólo queda la urgencia e inconformidad.
Abrazo la palabra ahora porque el hormigón fluye muy lento, qué puedo decir.
No está sólo uno en el sentimiento, a juzgar por los mensajes que llegan sin ser solicitados. Me voy adentrando en una comunidad sin puertas, de puntos en común y divergencias, de dudas convertidas en abierta animosidad hacia un falo institucional que ni tan robusto es para toda la violencia que engendra.
II. De objetos y territorios
Se configura un nuevo orden político al menos en la imaginación de un votante aferrado a la esperanza. Cada momento de transición entre una administración y otra levanta el mismo debate entre los que señalan el “problema estructural” y los que insisten en las “diferencias de estilo” para manejarlo. El temperamento académico tiende a regodearse en lo primero; loa políticos, contrariamente, gravitan a cualquier “talking point” que galvanice la “diferencia” en la mente del votante. No hay nada nuevo aquí, los candidatos son mercancías y su venta depende de un estratégico posicionamiento de marca; si todas se grabaran de la misma manera en la imaginación, el drama político se cancelaría a sí mismo, que fue precisamente lo que por poco anula esta última elección.
En realidad, ambas conversaciones, la del problema estructural y la de las diferencias de estilo, contribuyen a la perpetuidad patologizada en la primera parte. Lo estructural, en la medida en que narra una misma genealogía de causas y efectos, distrae la atención en torno a otras narrativas, o las que aún están por aparecer, cuya discusión descentraría el organigrama de poderosos y oprimidos en líneas más difusas y mucho más democráticas en la repartición de culpas. Cualquier intelectual consciente debía preguntarse si su “cuento estructural” no hace otra cosa que reforzar la estructura.
Las diferencias de estilo son más fáciles de desmantelar desde el cinismo que irremediablemente desciende sobre los que observamos de lejos. Sería tan fácil invalidar la diferencia que hoy quisiera hacer lo contrario, es decir, aceptar la diferencia y entenderla como recurso indispensable para mantener la “performatividad” dialéctica del drama político. La distancia entre opositores tiene que tener una base de realidad, para que produzca el esperado efecto de tensión y liberación catártica, que es donde estamos ahora, tras sobrevivir a noviembre.
Así es posible hablar de episodios “superados”, administraciones “desbancadas”, “nuevos comienzos”, “futuros brillantes” y “cambio”. Entre políticos encontraremos siempre diferencias magnificadas con tal de facilitar la elección del votante. Es por ello que propongo descentrar la discusión de los candidatos electos y fomentar miradas más inquisitivas sobre el gabinete nombrado, o aún por nombrar, que son quienes tienen relaciones directas con las fuerzas del glaciar inmóvil. El falo no lo porta el político hoy, por más abultada que sea su presencia.
La aparición de hijos de papi en la escena política haría pensar en la creciente fuerza del líder de carne y hueso, que se reproduce en su joven prole. Ese es otro espejismo, las relaciones de sucesión hace rato que evolucionaron de lo meramente sanguíneo. Ya es un hecho aceptado que la cabeza reinante no es quien reina. El caso de Alejandro García Padilla, por ejemplo, es particularmente alarmante. Hay consenso en que reina su hermano, pasado presidente de la UPR, Antonio, y que el esquema de regencia tiene al exgobernador Rafael Hernández Colón compartiendo la toma de decisiones. Todos lo saben, todos lo desmienten. Y son los propios “insiders” quienes lo dicen (abiertamente, de hecho), y nada lo deja ver con mayor claridad que el propio proceso de selección de figuras del gabinete.
El antes poder periférico del antiguo presidente García Padilla es ahora el poder central del Partido Popular, heredero de varias camadas de gobiernos populares de reconocido abolengo político, o como dicen entre ellos, “hemoglobina alta”. La mezcla de personalidades y perfiles, que fue tanto fortaleza como debilidad del gabinete de la “odiada” Sila, ha cedido hoy a una homogenización de perfiles “clean cut”, que es lo que tiene a la gente hablando de que son más de lo mismo, porque recuerdan a las composiciones de gabinete de Pedro Rosselló y su entonces joven pupilo Fortuño.
Aun así se cuelan figuras que no vienen de los lineamientos oficiales, pero eso no detiene que se vigilen sus acciones frente a las dudas que siempre quedan entre los populares “hemofílicos”. La presencia de estas figuras, ajenas a los abolengos populares conocidos, no necesariamente representan una señal de alivio, y de hecho, si uno indaga un poco más, como a veces los periodistas hacen cuando los dejan hacer su trabajo, encuentra vínculos a ese poder institucional que existe fuera de la finca partidista. Ahí quedan retratados el nombrado secretario de justicia, Luis Sánchez Betances, y el rumorado próximo presidente de la Junta de Planificación, el arquitecto Abel Misla. Del primero los abogados no se han atrevido a decir mucho, en su pose “poker face” más predecible; del segundo habría cosas que decir que requieren seguir una ruta un tanto más complicada. Si el primero puede vincularse a clientes desarrolladores de antipática trayectoria (“Paseo Caribe”), el segundo es uno de esos clientes, pero su increíble habilidad gráfica y discursiva (con cierta tendencia al Cantinfleo agudo) disimula su verdadero espíritu neoliberal.
No está solo Misla en esto, hay todo un grupo de jóvenes arquitectos que milita en ese bando por inclinación estética, y que no ha mostrado ser capaz de entender las inclinaciones éticas que vienen con esa predilección. Si ellos no lo ven, imaginen lo difícil que sería hacerlo evidente al resto del País, con todo y que la última elección ha experimentado un progreso en la discusión de términos de política pública y economía.
Aun así, darle presencia concreta al pensamiento neoliberal, hacerlo visible para poder articular una objeción, sigue siendo una tarea difícil. Quienes lo tienen bien claro aquí no son las figuras electas, que ya sabemos no tocan ningún pito, sino los poderes invisibles (que ya ni siquiera lo son), que sí pueden distinguir a un ideólogo de otro, y que de hecho, ejercen su prerrogativa a la hora de impulsar a unos y desbancar a otros.
Lo digo y repito, estos dos nombramientos, Justicia y Planificación, levantan sospechas en un momento donde la tierra es la moneda de esta nueva Edad media en la que estamos inmersos sin aparente salida, pues no hay financiamiento para hacer nada, y los desarrolladores (y la banca) lo saben, por ello enfilan sus cañones al territorio, asegurando la tierra ahora, en lo que la economía les vuelve a sonreír.
El territorio se somete a reglas de sucesión similares a las de los legados que organizan el poder con apellidos y redes endogámicas. Volvemos a la hacienda decimonónica, volvemos a los tratados clandestinos, las reparticiones de tierra, las estéticas de reforma y cambio que entretienen al ojo con un objeto institucional que no es y nunca ha sido. Sugiero dejar de ver y confiar más en el oído, en contacto directo con las bajas frecuencias que emanan del aún inerte territorio, pero no por mucho más.
III. La cruel investidura
Regreso al comienzo de este cuento, a la sencilla epifanía en el Colegio de Arquitectos y Arquitectos Paisajistas (CAAPPR). Pido misericordia y paciencia para un asunto que a nadie importa, y cuya relevancia puedo entender queda perennemente cuestionada. Desde mi perspectiva, intento usar estas historias marginales como material dramático para articular otros temas que sí pudieran resultar de mayor urgencia y centralidad.
Desde que recién incursionaba en el ámbito de la arquitectura, como estudiante, observaba el culto a las premiaciones, dentro y fuera del salón de clases. Concluí años después, con un poco de Kundera, que ‘la insoportable levedad’ de la arquitectura dejaba a los colegas extrañando un drama de intensidad y sustancia que sólo podía restituirse mediante la constante presencia de certámenes, con ganadores y perdedores. La propia pedagogía del diseño perpetúa la competencia entre “autores”, antes que la solidaridad y/o autoridad horizontal del “lector”. Esa preferencia hacia lo vertical necesitaba un análogo organigrama de autoridades y subordinados, volcando el ejercicio de la profesión al vigente gremialismo medieval.
El gusto por las jerarquías autoritarias, que a pesar de las diferencias se ha reproducido de manera consistente en distintos países, aquí se junta con el patriarcalismo que regula las relaciones sociales, exacerbando aún más la condición. Tras casi tres décadas de estar inmerso en el campo, me ha tocado ver la construcción de relatos “históricos” de sucesión y traspaso, de padres a hijos, frente a abuelos vigilantes. En privado medio mundo los cuestiona, en público no tanto.
Lo que narro a continuación constituye una maqueta bastante fiel de cómo se desenvuelven otros ámbitos de nuestra vida institucional.
Hace unos años, no conforme con las premiaciones a proyectos concretos, construidos o no construidos, el CAAPPR vio a bien institucionalizar un “lifetime achievement award” bajo la rúbrica de Henry Klumb. La relación al insigne arquitecto alemán, que guisó más que nadie durante el expansionismo estadolibrista, y que para algunos produjo los signos concretos de la bonanza tras el “convenio” político con el norte, es de por sí problemática. Mediante la referencia a Klumb se reitera una relación de linaje al modernismo heroico europeo, y se funda un árbol genealógico que incluye y excluye, y que quedó ejemplificado en la extraordinaria exhibición que el profesor Enrique Vivoni organizó para el Museo de Puerto Rico en torno a la figura de Klumb.
El paso por la ambiciosa exhibición culminaba con un vídeo deificador de las figuras contemporáneas cuyas trayectorias tienen vínculos al “maestro” alemán. No es de extrañar que la semana pasada dos de los entrevistados en este vídeo “infomercial” compartieran el premio Henry Klumb otorgado a sus respectivas trayectorias. Otros eran parte del jurado.
Enhorabuena a todos.
La reiteración de una línea de sucesión ha encontrado en las premiaciones del Colegio un espacio natural de expansión. La realidad es que es un buen negocio para los agraciados; se te vincula con una figura destacada, se apuesta, con razón o sin razón, a un aumento de la rentabilidad y poder de venta del premiado, como ocurre con las estrellas que acceden al Oscar. Eso explica las constantes controversias que han acompañado a estos premios, independiente a que muchas de ellas puedan vincularse a los malos perdedores, que en Puerto Rico son una especie epidémica (mire usted cómo el PNP ha manejado su más reciente derrota).
Al final, poco se ha cuestionado de la idea misma de los premios, del culto al autor que continúan perpetuando, de los linajes y genealogías que refuerzan, creando marcas que resisten el escrutinio, que llegan a uno con una clara advertencia de no tocar. Si se acompaña esta afición aguda al trofeo con el torpe panorama crítico, uno termina con la misma fosilización extendida de la que nos quejábamos antes, y que aparece en todo, en el manejo del gobierno, en el manejo de la cultura, en el manejo de las perspectiva de género (o mejor dicho, la renuencia a abordarlas), y en el manejo de la economía y el andamiaje productivo del País. En todas estas instancias hay narrativas de poder enquistadas, figuras intocables, reinados sobre-extendidos.
La última ceremonia de premiación, a la que admito haber asistido en apoyo a un joven y apreciado colega, Oscar Oliver Didier, que recibiría el premio Héctor Arce, dado por primera vez, plantea sus propias incomodidades. Lejos de entrar en los méritos de los premiados, que no es el asunto aquí, sino la propia ideología del premio, me interesa la manera cómo se inserta el reconocimiento hacia la labor de un arquitecto joven, que es la razón de ser de este nuevo premio Héctor Arce.
Arce fue un dinámico profesor, talentoso arquitecto y urbanista, y también colérico personaje cuya capacidad para producir enemigos rabiosos fue pareada por la gran lista de amigos entrañables y afectos que cultivó. La dimensión de enfant terrible de Arce quedó debidamente blanqueada en la ceremonia, prefiriéndose, claro está, lo más “edificante”: su reglamento para Santurce (que criminalizó la tradición del come-y-vete, contribuyendo a la opacidad de la planta baja de la ciudad y su eventual peligrosidad); su rol en el plan que produjo a “Ciudadela” en Santurce (que junto al gobierno y la banca forzó el desplazamiento de la comunidad de la calle Antonsanti a destiempo, con el fin de comprar barato y aprovecharse de las posteriores plusvalías sobre el suelo); su extensa obra (de indudable mérito y que experimentó una notable evolución desde el neo-historicismo nativista inicial, y que en su momento era contestatario, hasta el neo-modernismo complaciente y refinado de los últimos años); y su labor pedagógica (gran profesor de composición, detestable ideólogo propenso a cuestionable dogmatismo, como gran parte de su generación en Puerto Rico).
Prefiero pensar que intuitivamente se adjudica en el premio Héctor Arce a la figura polémica tanto como al “honorable” arquitecto. Explorar el perfil de la figura que acaba de ser premiada quizás nos sirva para entender la naturaleza del premio, y lo que intencionalmente, o por accidente, se dijo allí.
Oscar Oliver Didier no responde al perfil descrito para los aspirantes al premio, punto. Dicha ficha describe un arquitecto cuyos logros se miden en el terreno de lo material, esa región tan fetichizada por los arquitectos. Oliver Didier tiene indudables logros, pero se dan en el ámbito inmaterial, es decir, su carrera como “arquitecto en entrenamiento” (asunto éste, el de no tener licencia, que de por sí resulta espinoso para los “profesionalistas” y tecnócratas del gremio), se ha caracterizado por adelantar la investigación, el trabajo editorial y la cosa crítica, digamos que todo lo perteneciente al renglón inmaterial. Su reciente y merecida validación debilita la defensa primaria de los promotores del legado de los arquitectos, que sigue siendo el asunto material porque es ahí donde ellos entienden que está el guiso.
Someter a Oliver Didier al acto sancionador del Colegio, por mejor intención que parezca tener, podría ser un intento de cooptar su figura. El Colegio aquí prefiere proyectarse afín a una joven presencia que se mueve en el universo inmaterial, antes que presentarse como su enemigo, y para ello escoge al más noble de todos, a quién proyecta una elegancia discursiva que no aparenta obstrucción al libre fluir del legado. Pienso que tras recibir esta premiación Oliver Didier tiene ante sí un enorme reto plagado de trampas. Todo reconocimiento pone las lealtades a prueba, particularmente las que uno se debe a uno mismo.
Algunos de los que vemos estos hechos desde la distancia, valoramos al Héctor Arce desafiante y testarudamente fuera de lugar, tanto como al Oscar Oliver pasivo-agresivo y más caballo de Troya que inofensiva figura conciliadora. Y los que lo vemos así, exigimos que no se lave la historia a la medida de los ancianos jefes de tribu, que el relevo sea sustituido por el corto-circuito. De ahí la invitación inicial al parricidio.
Invisibilizar la parte que constituye excepción en las figuras excepcionales, para anexarlas a la narrativa del poder enquistado, y a sus líneas de sucesión, es un acto de acomodo irrazonable. Lo que pudiera ser un chisme interno del gremio al que se alude, los arquitectos, es la tendencia que ha estacionado el sabor vainilla en la gobernación, y que sigue poblando el gabinete de niños buenos, al punto de que hace a uno extrañar los pecados de Muñoz y Sánchez Vilella, por mencionar a dos buenos sinvergüenzas, y el que me sigue sabe que lo digo en el mejor sentido.
Los sinvergüenzas que van entrando al gabinete ahora, que yo hasta celebraría como excepción a la plantilla clean-cut, son sinvergüenzas no por su hedonismo bohemio, resistencia al convencionalismo social, o algún tema de personalidad simpáticamente pintoresco, sino por venir al gobierno para rendirle cuentas a unos “padres” por los que nadie votó y cuyas caras siguen siendo figuras sin rostros, o lo que es peor, figuras con máscaras de respetabilidad.
Es posible que el parricidio no dé para enderezar la cosa, igual hay hijos más tenebrosos que sus mismísimos progenitores.