Del amor y otros demonios
“Los poetas están siempre del lado de los demonios…”
Abaddón el exterminador (1974)
Ernesto Sabato
En su novela Del amor y otros demonios (1994) García Márquez prosigue su exploración imaginativa de la historia latinoamericana. En esta ocasión, se adentra en el siglo dieciocho y los entrecruces, en el mundo colonial americano y caribeño, de la cultura blanca, europea y cristiana y la cultura negra, africana y pagana. En este trágico relato nos la damos con una excepcional parábola del apolillamiento y decadencia espiritual de los mitos sustentadores que otrora confirieron vigor al orbe colonial. Se trata del deterioro fatal de los ensueños míticos de la arcadia original en ruta a la soledad insondable de la frustración de las utopías. Se agota el dominio espiritual de la cristiandad colonial; su reino de Dios, ensoñado por descubridores, conquistadores y evangelizadores, se transforma en averno donde rigen los demonios. Es ciertamente un texto que reclama una lectura crítica.
Narra la fatal historia de una joven acusada por las autoridades eclesiásticas de estar poseída por los demonios. Es una joven blanca de piel, negra de hábitos culturales, mestiza en su interioridad, que aspira a la libertad y al amor en un mundo colonial que es más apto para reprimir los cuerpos y las almas que para gobernarlas. Nace un día de san Ambrosio, sietemesina debilucha, semejante a «un renacuajo descolorido» con pocas probabilidades de sobrevivir. Su nodriza negra, Dominga de Adviento, ruega a santos cristianos y deidades africanas por su vida. La niña sobrevive el mal parto. La bendición de la nodriza es inmediata: «¡Será santa!» La reacción del padre, el segundo marqués de Casalduero, es diametralmente opuesta: «Será puta».
Dominga de Adviento, «católica sin renunciar a su fe yoruba», cumple con los ritos y sacramentos de ambas religiosidades y la educa «como quisieron sus dioses». La bautiza en la iglesia, con el significativo nombre de Sierva María de Todos los Ángeles y, simultáneamente, la consagra a Olokun, «una deidad yoruba de sexo incierto, cuyo rostro se presume tan temible que sólo se deja ver en sueños, y siempre con una máscara».
En ese sincretismo entre el bautismo cristiano y la religiosidad africana, es el segundo mundo espiritual el que prevalece. Olvidada por sus padres, Sierva María se educa entre los esclavos negros. Se forma en los idiomas y las tradiciones culturales negras. Baila con la gracia y el brío de los negros, canta melodías africanas en las lenguas de los etíopes: yoruba, congo y mandinga. Come los platos de los negros y sobre su escapulario de bautismo prevalecen los collares de los orishas africanos. Por otro nombre se le conoce y prefiere llamarse ella misma: María Mandinga. Abandonada al galpón de los esclavos, se sustrae a las represiones de la sociedad colonial cristiana. Sentencia García Márquez: «En aquel mundo opresivo en el que nadie era libre, Sierva María lo era: sólo ella y sólo allí», es decir, entre los esclavos negros.
En el día de su duodécimo natalicio, Sierva María es mordida por un perro. Nadie hace caso del evento, hasta que se corre la voz que el animal tenía rabia y que de tres negros mordidos uno ha muerto de la terrible agonía de la hidrofobia y otros dos habían desaparecido. Otro ha muerto, tras haber sido salpicado por la saliva del perro. A oídos del obispo de la diócesis, don Toribio de Cáceres y Virtudes, llega la noticia de la joven hija del marqués que habla en lenguas idólatras, luce collares consagrados a dioses paganos, vive, viste, come y baila como los negros, no sabe quién es el dios de los cristianos, nunca asiste a misa y, además, ha sido la única mordida por el perro hidrofóbico que no ha muerto. Una situación escandalosa que exige poner en orden las cosas en «un suburbio del mundo intimidado por el Santo Oficio».
Por órdenes del obispo, Sierva María es encerrada al final del convento de Santa Clara, en un pabellón solitario, «lo más lejos posible y dejado de la mano de Dios», que durante muchos años había sido usado como cárcel de la Inquisición. Ahí manda con mano de hierro la abadesa Josefa Miranda, española de nacimiento, de “familia de teólogos insignes y grandes herejes”, y con un profundo desdén a la aristocracia criolla, a la que llama «nobles de gotera». Desde que ve a Sierva María la juzga endemoniada: «Vade retro… engendro de Satanás…» son sus primeras palabras a la niña, mientras la encara con su crucifijo, clásica arma de guerra contra el diablo y sus secuaces. Sus actas, remitidas con regularidad al obispo, constituyen una secuencia de testimonios de que la joven es un maléfico instrumento satánico.
El convento se convierte en lugar de maleficios, sortilegios y portentos, deliciosamente relatados por García Márquez y atribuidos a la posesión luciferina de Sierva María. Todo lo extraordinario, misterioso, accidental o trágico se le adjudica a la marquesita endemoniada. Lo diabólico, empero, es fascinante y la joven se hace muy popular entre las reprimidas clausuradas. Su espíritu libre esparce un ambiente de libertad que transgrede continuamente los códigos de santidad y pureza de la institución monacal. Se divierte simulando voces de engendros satánicos, de degollados y de espectros de ultratumba. Despliega todo un inventario histriónico del mundo subterráneo y tenebroso de la espiritualidad popular. Algunas monjas llegan a pedirle que les sirviese de alcahueta con el diablo para implorarle a este favores indignos de solicitarse al santo Dios. Una monja, encarcelada por asesinato, le ruega que le sirva de estafeta de Satanás en un trueque trascendental: su alma por la libertad. ¡Es toda una sensación! Cada transgresión, sin embargo, se apunta escrupulosamente en las actas que la abadesa redacta diariamente y que servirán de testimonio irrefutable de que Satanás y sus peores secuaces se han apoderado del alma y el cuerpo de la joven.
Los procesos exorcistas caen bajo la autoridad del obispo, quien aún no se resigna a «los crepúsculos alucinantes, los pájaros de pesadilla y las podredumbres exquisitas de los manglares» americanos. América es, en su juicio, «un reino amenazado por la sodomía, la idolatría y la antropofagia… Como tierra de moros». Al recién designado virrey de Nueva Granada, don Rodrigo de Buen Lozano, le asevera con amargura y resentimiento. «Hemos atravesado el mar océano para imponer la ley de Cristo, y lo hemos logrado en las misas, en las procesiones, en las fiestas patronales, pero no en las almas». El texto que sigue representa el deterioro del mundo espiritual dominante en su empresa de colonizar y asimilar al dominado. Lo impregna una profunda frustración de las ilusiones ibéricas sobre la conquista espiritual de América, aquellas que dos siglos antes habían lanzado a las entusiastas aventuras de las armas y la fe a los Cortés y los Pizarro, los Motolinia y los Sahagún.
«Habló… del batiburrillo de sangre que habían hecho desde la conquista: sangre de español con sangre de indios, de aquéllos y éstos con negros de toda laya, hasta mandingas musulmanes, y se preguntó si semejante contubernio cabría en el reino de Dios… ¿Qué puede ser todo eso sino trampas del Enemigo?»
Las autoridades espirituales del imperio pierden la confianza en la virtud de su dominio. Es el primer paso decisivo para la crisis que se avecina y que se traducirá en una avalancha de nuevos países y estados independientes. Los obispos, quienes más que los virreyes sostienen los ligamentos imperiales, en el otoño de su hegemonía, ven más demonios que ángeles circulando en las fronteras de sus diócesis. Lo que una vez se proclamó como epopeya de los manes ibéricos y de sus heroicos misioneros, parece desteñirse y afearse, convirtiéndose en un zafarrancho mestizo e idólatra. La utopía-arcadia-paraíso de los descubridores, conquistadores y misioneros se transmuta en ámbito colosal de demonios, en un reino diabólico.
Quien representa el batiburrillo de sangre y la indeseable mezcolanza espiritual mejor que nadie en este texto es Sierva María/María Mandinga, africanizada de hábitos y costumbres, con una religiosidad de portentos y sortilegios negros que prevalecen sobre el sacramento cristiano de los blancos. Era también el único ser humano libre del dominio sobre los cuerpos y las almas ejercido por la iglesia y el Estado de la época y el lugar. Con su sincretismo de religiosidades representa el desafío que Satanás, el Adversario de la humanidad, lanza contra los ángeles de la luz. Exorcizarla es señal de la obstinación del poder de un imperio cuya autoridad moral y religiosa se desmorona. El obispo hace de ella la figura vicaria de los espíritus malignos que asaltan la empresa en ruinas de la cristiandad colonial y que no puede controlar.
Inicialmente, el obispo delega la función de combatir a los demonios de Sierva María en un sacerdote de su máxima confianza: Cayetano Alcino del Espíritu Santo Delaura y Escudero. Para ser un sacerdote célibe y casto, es llamativo su apego a los poemas románticos del poeta renacentista español Garcilaso de la Vega, sobre todo los escritos en honor de una portuguesa que el bardo amó intensamente, pero nunca logró hacer suya.
En Sierva María desvelará Delaura el enigma trágico de su idolatría por la poesía amorosa de Garcilaso. La virgen enclaustrada, a la que se le atribuye todo tipo de maleficio, provoca en el alma del frágil y romántico sacerdote el peor de los demonios, el del amor apasionado. Sus intentos de rezos escapan de su voluntad y se transfiguran en los sonetos de amor del poeta renacentista. Pasa noches enteras de delirio, escribiendo versos desaforados que recuerdan más la pasión insaciable e insatisfecha de Garcilaso que los salmos bíblicos o las exhortaciones monacales a la pureza.
Así se cava un abismo entre Delaura y el obispo. Para Delaura, el objetivo es libertar a Sierva María de su enclaustramiento. Para el obispo, se trata de contener los poderes malignos que acechan la decadente arquitectura espiritual del mundo imperial que él representa. La ruptura no tarda en llegar. Delaura, «presa de un dolor mortal», se enfrenta una noche, en la soledad de la biblioteca episcopal, a la verdad del sentimiento que conmueve su alma. Es ocasión pavorosa de lucha angustiosa y agónica entre el espíritu y la carne.
«[Delaura]… lloró con lágrimas de aceite ardiente que le abrasaron las entrañas… Entonces se desnudó el torso, sacó de la gaveta del mesón de trabajo la disciplina de hierro que nunca se había atrevido a tocar, y empezó a flagelarse con un odio insaciable que no había de darle tregua hasta extirpar en sus entrañas hasta el último vestigio de Sierva María. El obispo… lo encontró revolcándose en un lodazal de sangre y lágrimas.
‘Es el demonio, padre mío’, le dijo Delaura. ‘El más terrible de todos'».
El obispo despoja a Delaura de todas sus prerrogativas, lo envía de enfermero de los leprosos en el hospital del Amor de Dios y procede a borrarlo de su corazón. «Que Dios se apiade de ti», son las últimas palabras que Delaura oye de su mentor. Pero, el demonio «más terrible de todos», el del amor, ya se había posesionado de él. Por las noches se escapa del hospital, se introduce en el convento por un túnel clandestino y entra secretamente en la celda de Sierva María. Las horas nocturnas se pasan entre los versos románticos de Garcilaso y los retozos de amor del hasta entonces casto sacerdote y la joven marquesa. Delaura la inicia en el culto de la poesía; ella en los gustos del placer corporal.
Sierva María sugiere fugarse al palenque de San Basilio, para vivir en la libertad de la cimarronería. Le ofrece tomar su destino en sus propias manos. El seducido sacerdote prefiere el camino de las ilusiones jurídicas: que ella sea declarada libre de la posesión satánica y que a él se le conceda la dispensa eclesiástica para renunciar al estado sacerdotal y casarse con su enamorada. Lo que acontece hace trizas sus ilusiones. El obispo ejecuta el proceso de exorcismo a manera de un auto de fe de un hereje contumaz o de una energúmena incorregible. A Sierva María se le corta a raíz de nuca su hermosa y extensa cabellera, se le confiscan sus collares y se le aterroriza espiritualmente. En el escenario del exorcismo prevalece un entorno de pavor satánico. El texto fluye veloz hacia el destino trágico de los amantes, como con celeridad se aproxima hacia su fin la empresa imperial más ambiciosa de la cristiandad, la evangelización del batiburrillo de sangre americana.
Delaura, rendido física y espiritualmente, se entrega en las manos del Santo Oficio. Termina cuidando leprosos, en vida íntima cotidiana con ellos, comiendo, durmiendo y lavándose en su compañía, sin nunca obtener la gracia anhelada de contraer la terrible dolencia. Por otro lado, «Sierva María no entendió… por qué no volvió [Delaura] con… sus noches insaciables… La guardiana que entró a prepararla para la sexta sesión de exorcismos la encontró muerta de amor… Los troncos de los cabellos le brotaban como burbujas en el cráneo rapado, y se les veía crecer».
La parábola de la tragedia del desencuentro de los mundos que habitan el mundo americano concluye, empero, con una extraña nota de futuro y esperanza: los cabellos de la difunta Sierva María renacen. El crecimiento de su cabellera proclama el triunfo de la vida y el amor. Por los pueblos del Caribe, concluye García Márquez, se riega la leyenda de una marquesita, de luenga y hermosa cabellera, venerada por sus muchos milagros. Esa leyenda presagia el fin del impuesto coloniaje religioso hispánico y el surgimiento de una liberada espiritualidad en autóctona formación.
Una utopía todavía inconclusa…
“Brillan demonios en los ojos del inquisidor.”
Las palabras andantes (1993)
Ernesto Galeano