Del color del mundo, la novela de Martínez Maldonado
¿Qué es el ser ante el color del mundo?
El color del mundo es mayor que el
sentimiento del hombre.
-Juan Ramón Jiménez
(sobre la novela «Del color de la muerte» de Manuel Martínez Maldonado)
Prestos a dialogar acerca de un nuevo libro, es menester advertir que cuando nos encontramos con una obra de ficción de tema histórico, cuando encaramos un pedazo de Historia novelada, nos topamos de frente con gente de verdad cuya incapacidad para dirigir sus destinos no podíamos ni imaginar, y con gente imaginada cuyas vidas traza de tal manera quien escribe que nos quedamos con la ilusión de que verdaderamente hubiesen caminado entre nosotros. Usualmente una novela histórica, género literario entrañable como pocos, nos deja más preguntas que respuestas, más ganas de investigar para poder afirmar: “Sí, eso sucedió de verdad” que de aceptar prima facie lo que el escritor quiere que creamos.Si embargo, de entrada tenemos que decir que en Del color de la muerte Manuel Martínez Maldonado apuesta a que querremos dejarnos llevar de su mano para revivir un momento largo en el devenir de nuestro propio siglo XX que fue a la vez fundamento y desarrollo; tragedia y consuelo; tiempo monocromático y época multicolor…
Las décadas de 1930 y 1940, aunque tratemos de obviarlas, nos marcaron como un par de carimbos. En Puerto Rico tendemos a despachar los años 30s con unos hitos generalizadores: la Depresión, la pobreza, las despalilladoras de tabaco flacas y luchadoras, la metáfora del Jibarito de Rafael Hernández bajando de la sínsora sin poder nada vender, nada comprar, y las soluciones sociales de Roosevelt, que en la isla causarán, entre muchas respuestas, una, naturalmente, cantada: “qué bonito te queda el pantalón que te dio la PRERA”. A los 1940 nos acercamos con cierto recato: “Huy, los submarinos nazis dándonos vueltas como escualos”, esa guerra a la que HUBO que ir, esos miles de militares uniformados destacados en todas las bases de la isla, y en la posguerra, ese país que había que modernizar y ese triunfo del Partido Popular. Y ya. Pues no. Del color de la muerte nos lleva a vivir en detalle unos capítulos de nuestra historia con sus colores muy bien puestos, y una gama de tonalidades mucho más amplia, como procede correctamente desde el punto de vista histórico y social.
El eje de esta novela lo constituye una especie de everyman boricua: Víctor Caro, quien, siguiendo la tradición de nuestro lugar común identatario nace en el centro de la Isla, una Ysla que podríamos escribir con “ye”, de tan antigua, y quien, siguiendo también con la tradición de la representación de lo colonial en nuestra literatura, emigra a la Metrópoli con sus padres y allá termina de crecer y hacerse hombre. Inmerso en el momento y el lugar en que le tocó vivir, será reclutado por la milicia de Estados Unidos tras este país entrar de lleno al conflicto bélico luego del ataque a Pearl Harbor y participará del teatro de guerra en el norte de África y luego en Italia, específicamente en Bari, una ciudad junto al Adriático que tuvo un protagonismo al principio secreto en el juego mortal entre las superpotencias.
Como la gran mayoría de los boricuas, Víctor Caro tiene al menos dos obsesiones; en su caso, es estudiante de ciencias de la salud y, a la vez, músico. Aspira a llegar a ser médico algún día, pero sabe también que como baterista podría tener un futuro exitoso. Las artes y las ciencias no fraguan lucha dentro de él, están perfectamente acopladas y cada cual se adueña de la parte que le toca de su cerebro y de su alma. Las ciencias habrá de estudiarlas; la música, le mantendrá con empleo pero entremedio de ambas surgirá: la política, esa hermana de cuya existencia uno desconocía, acaso ilegítima, pero tan heredera como el que más, que aparece en algún momento en las vidas de tantos puertorriqueños a pedir cuentas.
Decimos que Víctor es el eje, como si dijéramos un personaje de Eurípides tomado del montón de ciudadanos comunes, a quien le tocará escenificar el papel de héroe trágico de la narrativa; pero no es menos cierto que dos figuras históricas reales – una mucho más relevante que la otra para nosotros – aparecen para competir con él por la atención del lector: don Pedro Albizu Campos, líder nacionalista y conciencia política de Puerto Rico durante toda su vida, y Cornelius Rhoads, médico estadounidense de ingrata recordación en nuestro país pero de grandes logros en el suyo.
Y esta novela comienza, precisamente, con Rhoads, uno de esos hijos de padres anglosajones, que se crían como si fueran los herederos naturales de los bienes del mundo a principios del siglo XX, educado y entrenado para llevar las riendas de cualquier empresa donde decida establecerse. Y para esculpir este personaje el autor no escatima recursos, pues nos lo presenta desde pequeño, en sus estudios, en su formación social, filosofal y racista; en su periodo breve de desesperación cuando parecería que será un tuberculoso más de los que pierden su arraigo con la vida, en su avasalladora carrera como médico y en su sucinta y a todas luces mortal estadía en Puerto Rico.
Portada de la revista TIME dos veces en su vida, la primera como acusado de antiética y quizás criminal conducta, la segunda en ánimo celebratorio de sus logros en la investigación acerca del cáncer, Cornelius Rhoads será un detonante en la trayectoria de Víctor Caro. Sus vidas se bifurcan y vuelven a encontrarse, breve pero letalmente.
Entonces, don Pedro. Entonces los Nacionalistas, los de aquí y los de allá; entonces las vejaciones y las torturas y las persecuciones y el encarcelamiento y la lucha constante y firme de quienes creyeron, sin ambages, en la necesidad de la libertad política como preámbulo al progreso patrio. Pedro Albizu Campos, sus orígenes tristes y la alegría contagiosa de su juventud; su inteligencia natural y disposición a luchar contra la injusticia, aparece de primera instancia en estas páginas como el joven Ghandi en África del Sur; con sus convicciones claras, decidido a darse por su país, pero llevado por otros rumbos porque la Historia de esta colonia fue otra, y otro su colonizador en los tiempos del preclaro abogado ponceño. Albizu llegará a ser conocido como el Maestro, tanto durante su vida como después de su muerte pues su carisma trascenderá las trampas del tiempo.
Esta novela recoge, sin estridencias, los diversos motivos y las diversas maneras cómo jóvenes hombres y mujeres, estudiantes, profesionales o gente de oficio, residentes en la Ysla o en Nueva York, se van uniendo al movimiento nacionalista y deciden que vale la pena arriesgar todo por su país y por su líder, que a veces parecen ser uno mismo.
En contraste, Rhoads, como personaje, tendrá alrededor gente que le admire, le envidie o le deteste porque su natural tendencia a experimentar –con parásitos o con personas consideradas étnicamente inferiores, no importa-, impiden que haya empatía con quien, de otro modo, y como sucedió con otros de los médicos de Estados Unidos que aquí laboraron, pudo haber dejado un legado de entrega y filantropía.
La novela recoge, en las vivencias de Víctor Caro, todas las dudas y todas las preguntas que nos hemos hecho, por decenios los puertorriqueños: ¿por qué y para qué luchar, cómo y contra quiénes, a nombre de qué y con cuáles armas; por qué pocas veces hay logros y las más derrotas en esa lucha constante por afirmar una identidad y una patria; quién determina, quién saca pecho, quién organiza, quién conspira, quién traiciona, quién lo pierde todo, quién saca usufructo, quién queda vivo, quién muere y, sobre todo, ¿qué importa?
Decimos que es una novela a la vez monocromática y multicolor, pero es que no puede ser de otra manera porque Manuel Martínez Maldonado con su exhaustiva investigación nos pinta certeramente el ambiente de esos casi 20 años y uno le va poniendo el color preciso a cada página, cada descripción, cada casa, cada monte. En los 30, viendo a Rhoads y a sus ayudantes desplazarse por el Hospital Presbiteriano ataviados en esas batas, sabemos que son blancas; trabajando con pacientes encamados los imaginamos en esas blancusinas camas de metal y viendo a los defensores de la salud caminar por pasillos de laboratorios y salas recordamos que obligatoriamente, sus paredes estaban pintadas de blanco como detente ante las enfermedades perniciosas y los gérmenes y bacterias. Todo es blanco, pero un blanco que como el amarillo que prefigura el título, también puede augurar la muerte.
Los muebles de madera a fuerza serán marrones y muchos autos, negros. Paredes blancas que a luz de un atardecer se pespuntan de crema ¿pasan a ser casi marrones al anochecer? Y autos marrones, ¿de noche podrán verse negros? Esa carta de colores de la década del 1930 acompaña cualquier álbum de fotos sepia. Pero el autor insiste, cada cierto tiempo en el amarillo sin brillo, el amarillo casi de los huesos, el amarillo mostaza que diluido ha de ser como el color de los muertos por la Peste..
Los 1940, sin embargo, parecen tener un halo como el de las diapositivas que la compañía Kodak desarrolla en esa época, porque son multicolores pero con una pizca de pigmento negro que hace que todos los tonos tengan algo oscuro, de simulacro, algo que hace que una foto parezca que grite “Soy la imagen, no soy la realidad”. La vida en Nueva York, la guerra y los bombardeos, el grupo en el que Caro es baterista, su regreso a Puerto Rico y sus estudios en Medicina Tropical, la vida estudiantil cercana a la UPR, sus noches tocando con el combo en el Navy Beach, sus visitas a la casa de Albizu en la calle Sol, sus viajes al interior de la Isla, todo, todo, grita a colores, pero opacos y premonitorios…
Muchas novelas de trasfondo histórico se holgan en presentar con cierta precisión algún aspecto en detalle de los momentos que captan en el tiempo, aunque no siempre logran transmitirlo eficazmente porque el haber llevado a cabo mucha investigación obnubila el aspecto literario y lleva a algunos autores a una especie de encerrona, donde parece han convidado a la audiencia a una casa de antigüedades en vez de a una experiencia narrativa. En Del color de la muerte, sin embargo, lo que el autor escoge resaltar, porque es vital para el progreso de la acción que narra, el mundo de los salubristas de mediados del siglo XX, se logra con una precisión como la que puede proveer un microscopio cuando uno ve una pequeña muestra a través de un juego de lentes. Para trabajar la nefasta gesta del Dr. Rhoads a fuerza tenemos que ubicarnos en el mundo del Hospital Presbiteriano, donde entre depresores de lengua, gasas, estetoscopios y tubos de ensayo los médicos estadounidenses del famoso Instituto Rockefeller de Investigaciones Médicas y la Comisión de Anemia que laboraban en Puerto Rico, junto a eminentes galenos de aquí, tratan de mitigar las muertes y la dolencias causadas por la anemia perniciosa, la meningitis purulenta, la bilharzia, el esprú tropical, la bronconeumonía y tantas otras condiciones que ya serán tratables pero aun demasiado caras para el ciudadano común de una isla sumida en la pobreza extrema. Los médicos de Estados Unidos, junto a los de Puerto Rico, diagnostican, investigan, proponen procedimientos y van estableciendo la política pública de salud que poco a poco permitirá que duremos mucho más y nos reproduzcamos más aun. La familiaridad del autor con el mundo médico, le permite adentrarnos con naturalidad en la vida cotidiana de doctores, enfermeras, técnicos de laboratorio, encargados de unidades de salud pública y hasta parasitólogos con sus cuadrillas de fumigadores que irán montaña arriba y ríos abajo asperjando venenos a diestra y a veces “siniestra” – en el sentido originario de la palabra – para sentir que tienen algún logro deteniendo por ejemplo, la propagación de los caracoles de Australorbis donde se hospedaba la bilharzia.
La ambivalencia que desde el 1898 viven nuestras clases profesionales, enamoradas de los adelantos tecnológicos y científicos de Estados Unidos, pero incómodas muchas veces al tratar a los estadounidenses que mientras les imparten conocimientos los dirigen como si fuesen niños que adolecen de experiencia y de vida se muestra tal cual es en las interminables discusiones que llevan a cabo los doctores boricuas luego de que se descubre la carta en que Rhoads se jacta de haber matado puertorriqueños y cierran filas tras él las autoridades americanas desde Fortaleza hasta la Rockefeller, pasando por el TIME Magazine. Reuniones y mociones, excusas y argumentos, médicos que sí, pero que no, pero que quizás…todos los que hemos vivido situaciones de conflicto, aun en comités desconocidos en aulas sin número y olvidadas de instituciones profesionales, vemos el reflejo de este país nuestro, en esa etapa post Rhoads.
Y este es otro acierto de esta novela, pues no pecamos de caer en cliché si afirmamos que, como mucha de la ficción importante de un país, Del color de la muerte es espejo de una comunidad, de costumbres, de lo que somos y cómo somos. Sin proponérselo, porque fluye con mucha naturalidad, el autor cuando hace que sus personajes argumenten entre sí nos ofrece un pedazo de nuestra identidad sociológica, como si se tratara de un corte transversal de esos que los médicos a veces mandan a hacer de algún órgano, para ver si lo que no se vio de frente o de espalda aparecerá en el interior. Y aquí aparecemos con esas dualidades eternas. Los médicos boricuas excusando a veces, o denunciando, los desmanes de los médicos americanos; los jóvenes a punto de ingresar al Partido Nacionalista, dudando de cómo serán más efectivos en su lucha si como espías, si como soldados de vanguardia, arma en mano, bandera tatuada en el corazón; la gente común y corriente viendo el progreso material del país –que no es progreso vano, no, el que sus hijos ya no se le mueran de cualquier cosa– pero sintiendo que se les escapa ¿quizás para siempre? el derecho a la autodeterminación de su pueblo, en los albores de la Naciones Unidas, de la afirmación de cada nación del orbe.
Hay algo de Víctor Caro en cada uno de nosotros, pero tanto o más que él como símbolo de ese constante interrogatorio al que nos dedicamos algunos de por vida, hay en esta novela otro personaje que rebasa tanto la Historia como la ficción que de él queramos hacer: Luis Muñoz Marín, poeta, político y artífice del Puerto Rico de la segunda mitad del siglo XX. Si bien Rhoads es incidental pero importante en la vida del Víctor Caro, y Albizu fundamental y consecuente, alguien a quien Víctor se acerca voluntariamente y no por designios de la vida, Muñoz, con quien él no se topará personalmente, aparece cada cierto tiempo gestionando las claves de un destino que nos ha tocado a todos.
El regreso de Muñoz a Puerto Rico, el baile político de dos pasitos hacia el capitalismo y uno hacia algo parecido al socialismo que desarma a los americanos y a los contrincantes boricuas; el ascenso al poder, y la Ley de la Mordaza, que usará a su favor para obliterar cualquier disidencia una vez sea gobernador, marcan definitivamente al país y establecen la secuencia de lo que sucederá en la parte final de esta novela.
Estadounidenses apodados “gringos”, boricuas apostrofados “traidores”, médicos llamados “salvadores”, militares que todo lo pueden, espías de a verdad , espías con dobleces, agentes del FBI, policías y perseguidores, estudiantes que quieren luchar por su país; estudiantes que quieren aprovecharse de su país… todos los colores del mundo puertorriqueño en esas décadas cuyas carencias sirvieron de excusa para una política pública de la abundancia -esperanzadora primero y luego hueca- se despliegan y lucen en las páginas de esta novela. Como el lienzo de El Velorio, de Oller, parecería que las obras de creación que ahondan en nuestra identidad histórica, nuestras dudas, nuestras ambivalencias, nuestras angustias, nuestras luchas y traiciones no pueden obviar la muerte, no pueden.
“¿Qué es el ser ante el color del mundo”? se pregunta Juan Ramón Jiménez, uno de tantos creadores refugiados en Puerto Rico precisamente cuando en una de esas ambivalencias tan de estos lares, aquí se perseguía con intensidad fascista a los puertorriqueños independentistas pero se recibía con benevolencia a exiliados políticos de regímenes autoritarios.
¿Qué es este país que nos tocó y qué nos toca a nosotros hacer en y por él? se cuestionan, de alguna manera, los personajes de esta singular narración. Es posible que el color del mundo, es decir, su totalidad, lo que no está sujeto a nuestro albedrío, sea mayor que el sentimiento de la Humanidad, como afirma el poeta, pero afortunadamente, en esta novela enfocada en “el color de la muerte”, no es ése el único que priva en la vida de sus personajes. Porque esta no es una novela de derrota, sino también de esperanzas, porque, como el devenir de cada quien, tiene unos espacios de sombras y de amarillo mortecino, sí, pero otros de luces y de amaneceres que prefiguran un azul espléndido. Esta novela tan claramente anclada en un momento histórico específico parece afirmar que aunque uno, luego de mucho dudar y dilucidar, pueda aprender a controlar sus sentimientos, sus acciones y hasta sus querencias, nunca, nunca, podrá controlar los colores o los azares de la Vida que nos tocó. Y que el sacrificio de los Víctor Caro, como el de Pedro Albizu Campos, a pesar de esos destellos del color de la muerte, siempre dejan un rastro luminoso de algo noble y vivo en la Historia de los pueblos. En esta novela Manuel Martínez Maldonado continúa con su afanoso quehacer por elaborar ficción narrativa sobre capítulos no tan conocidos de nuestra Historia, y, vestidos de todos los colores del mundo, celebramos su nueva obra, producto de esa “magnífica obsesión”.
* Presentación leída el pasado 2 de mayo en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, reproducida aquí con el permiso de la autora.