Dentro de trescientos o cuatrocientos años
Quizás ya para el 2317 hayamos aprendido a reciclar y a no botar por las ventanas del carro las bolsas llena de la comida que a los nenes ya no les cupo, que es hasta mejor, pues bastante gorditos que están, ¿pero por qué no esperar hasta ver un zafacón? O a no abandonar en un pastizal al otro lado del pueblo el perrito que se les compró a esos mismos nenes, quienes ya se cansaron del triste animal. Ya alguien le dará comida, es lo que pensamos insensiblemente. O a no comernos las luces rojas ni acelerar cuando aparecen las amarillas, ni pasarle por el paseo a los automóviles que nos preceden. Boberías, asuntos triviales.
Claro que no se trata de que el cambio que veremos en trescientos o cuatrocientos años sea extraordinariamente grande pues no es para tanto y así de mucho no vamos a cambiar, ¿aunque quién sabe? Podríamos acabar liberándonos de cómo somos, en estos momentos la mejor clase de liberación por mucho.
Aunque cuidado, no debemos hacerle el plante a un optimismo que no nos ha servido sino para engañarnos. Estamos condenados a ser quienes somos y por más que nos esforcemos, esa identidad, no las otras de las que tenemos múltiples, sino esa fatídica, la de nuestra forma de ser, la que ni con limpiol, esa llegó para quedarse y serían necesarios no trescientos o cuatrocientos años sino milenios, extensos milenios, para deshacernos de ella y de eso no es de lo que se trata.
¿Pero bastarán los trescientos o cuatrocientos años para que al final de su transcurso nos hayamos puesto más responsables y hayamos decidido dejar de usar las bolsitas plásticas que le ponen fin a la vida de tantos animales no humanos? ¿Habremos desarrollado ya una política sobre los desperdicios o viviremos regodeándonos en la basura que ya no cabe en los vertederos? ¿Será posible también que para entonces hayamos aprendido a apagar las luces de los parques de pelota y canchas de baloncesto que no se utilizan durante nuestras largas noches? ¿Tendremos ya las oportunidades de empleo y de educación que les es realmente pertinente para los jóvenes que trabajan en el Punto y que mueren por docenas año tras año, sin sentido alguno? ¿Nos habremos dado cuenta de que es imprescindible sembrar, que es probablemente lo más importante? Claro, alguien podría decir en mi contra que estoy exagerando la nota porque quizás no sea para tanto y argumente que seremos capaces de transformarnos en mucho menos. ¿En cuánto? ¿En doscientos cincuenta? Después de todo, se me dirá, hasta el otro día tirábamos la basura en el Cañón de San Cristóbal y hasta no hace mucho, no hace tantas décadas, nos divertíamos entre los viejos chasis de automóviles que se depositaban allí. Mmmm. Cuidado otra vez con el optimismo fiao que hemos adoptado en los últimos tres cuartos de siglo y que ahora nos obligan a pagar.
¿Pero al final de esos siglos que nos quedan por delante se habrá resuelto lo del status, lo de la educación, lo de la salud, lo de la criminalidad, lo de la transportación, todos esos asuntos que todo el mundo sabe que constituyen un problema y que ni se tienen que definir? No digamos nada todavía sobre la deuda. ¿Y lo de los pobres deambulantes y lo de los ex adictos que se han quedado a vivir donde la noche los coja? Por no preguntar sobre los viejos abandonados, que se va a poner de moda ya mismo, ya verán. Se trata de otro de esos asuntos, como el del pago de la deuda que está casi en su momento álgido, pero que aunque no lo crean llevaba algún tiempito dando tumbos sin que casi nadie lo mencionara. Hay que de verdad estar bien fundido para no darse cuenta que lo de los viejos abandonados ya dentro de poco nos cae encima, con eso de la gente muriéndose ahora a los noventa y hasta los noventa y pico.
De aquí a trescientos años, fácil, ya estaremos durando ciento veinticinco años, ciento treinta, quizás hasta ciento cincuenta y ¿quién nos va a cuidar? ¿Y en qué hogares nos van a atender con el cariño que nos mereceremos? ¿Y quién nos va a dar de comer las avenitas y los potecitos de comida de bebé con las cucharaditas a colores, un poco faltándonos el respeto, pero a fin de cuentas alimentándonos?
¿Habrá deuda que pagar entonces o ya no deberemos un chavo? Como pinta la cosa, para aquella época deberemos una purruchada de billetes, billones ya no, sino trillones y probablemente sean yuanes, trillones y trillones de yuanes, renminbis como le dicen también allá en lo que antes era la lejana China, pero que ahora tenemos bastante cerquita. Ya entonces, entre el 2317 y el 2417, los dólares habrán pasado a la historia y serán apenas recordados como los chavos de aquella gente que estuvo acompañándonos en la isla como siglo y medio, pero que después de un tal Trump que llegó a la presidencia y construyó una muralla detrás de la que se escondieron, ya nunca más se supo de ellos, que fue cuando nosotros nos aprovechamos e hicimos lo que debíamos haber hecho hacía muchísimo tiempo, pero para luego caer en otra deuda cuando los chinos se quedaron con el Caribe y nos hicieron préstamos a intereses bajitos los primeros cien o ciento cincuenta años, pero después a los intereses que acostumbraba Wall Street, que ya no existirá entonces, porque a los que le habremos hipotecado hasta el alma en aquel momento se conocerán como el Banco Comercial e Industrial Chino, que ya existe, o el Banco Internacional Shanghai, el cual me imagino que debe estar por crearse, si no lo fue ya, que nos impondrán veremos qué, pero que tampoco nos dejarán vivir tranquilos en el berenjenal que habremos convertido la isla, sin planificación, ni acuerdos básicos, ni causas comunes, ni chavos ya no se diga para la educación universitaria o escolar; no habrá chavos ni para robárselos.
Lo interesante de todo esto es que nadie parece estar al tanto de lo que está ocurriendo y es como si nuestra bancarrota fuera lo único en el panorama. Pero hay más y nada ocurre de hoy para mañana o de ayer para hoy, como se sigue pensando por ahí. La planificación no es la traducción del inglés de un avión que planeó. Es lo que la gente sensata hace cuando se da cuenta de que está viva y toma conciencia de que tiene que someterse a las dinámicas materiales de la existencia. Si consumimos tanto que la basura va a ocupar más espacio que los seres humanos que habitan en la isla, o se deja de consumir tanto o se aprende a hacer algo con los desperdicios.
Pero nosotros no. ¿Por qué íbamos a hacer algo? Si no hay plata para atender el asunto, pensamos que ya aparecerá. Y si no aparece es porque alguien la está usando para lo que no debe. Y de todas formas no es culpa nuestra. Poco después aparece otro issue y nos olvidamos de la urgencia de hacer algo al respecto y sobre todo de ponernos a sembrar que por ahí también nos van a espetar otra Junta de Control, esta vez alimenticia. Naturalmente, con el nuevo problema, aunque no tan nuevo pues en Puerto Rico no hay problemas nuevos, sucederá lo mismo. Veremos qué viene después de la deuda que se nos presenta como el fin de los tiempos.
Es como si no se tratara de nosotros. Es como si todavía la colonia, que siempre es perfumada porque ¿cómo podría haber colonia no perfumada?, estuviera protegida por los procónsules de antaño que nos vendían como la vitrina yanqui del Caribe. Se están acabando los chavos, Energía Eléctrica se está cayendo en pedazos y los alcaldes creen que de noche es que se ven bonitos esos homenajes al cemento que son las instalaciones deportivas de este país… como si hubiéramos dado con una fuente inagotable de recursos. Esas luces que sobran en los parques y las canchas debían de enviarlas a las carreteras del país que están cada vez más obscuras de noche y sin duda más peligrosas por la abundancia de hoyos que destrozan nuestros automóviles.
Con el tiempo algo sucederá. Por algún lado explotará. Es cuestión, según adelanté, de trescientos o cuatrocientos años. Los habitantes de lo que entonces será un Puerto Rico bastante reducido, justamente a las áreas elevadas del centro, aunque probablemente necesitemos lanchas o ferries para transportarnos de las sierras a la cordillera, quizás ya no tengan más alternativa que mostrarse receptivos, considerados y hasta corteses cuando se reúnan, por ejemplo, para dialogar sobre lo que debería ser una educación escolar y universitaria ¿gratuita o privatizada?, o sobre los terrenos que deben utilizarse para sembrar comida y no concreto, o en torno a unas reglas de tránsito básicas que se deben respetar por lo que sin duda alguna será la arteria principal del país, la Ruta Panorámica.
Que no se engañe nadie. En aquella época ya no existirán el área metropolitana ni la leonina Ponce, y desde Fajardo a Mayagüez o desde la grisácea Humacao a Cabo Rojo, cuatro pueblos destinados a desaparecer, lo que se verá será un marecito tranquilo como el de la Patillas actual, porque se habrán derretido los polos allá en el norte, no quedarán témpanos, que no tímpanos, de hielo, Groenlandia se habrá quedado en cueros y todos, incluso las mujeres, seremos calvos y andaremos con pavas inmensas sobre nuestras testas porque el sol iluminará sin piedad alguna sobre un globo desprovisto de casi todo el verde, pero sobre todo en áreas como la nuestra, tan obsesionadas con el cemento. En tales circunstancias quizás no nos sintamos tan mal porque el daño lo habremos hecho todos y no solo nosotros, aunque los americanos serán más culpables que los demás detrás de su muralla, para consuelo de… países como el nuestro.
Pero lo lograremos, no hay duda alguna. Entonces por fin ya nos trataremos como seres humanos en la carretera, no nos comeremos ni las amarillas aunque vayamos tarde, no abandonaremos a la buena del destino a nuestros perros, sembraremos, ya no botaremos restos de hamburgers por la ventana hacia afuera, y los nenes estarán todos en forma, quizás demasiado flacos. Cierto es, habrán tenido que transcurrir entre trescientos y cuatrocientos años para que hayamos aprendido alguito, pero en aquella época ya haremos cálculos en términos de siglos y milenios, pues ya no nos pondremos viejos tan rápido y trescientos o cuatrocientos años no nos parecerán un tiempo extenso cuando miremos hacia atrás. Así será porque nada bueno surge sin que medie el tiempo, pero el tiempo de verdad, no el que se lleva con cronómetro, sino el que se cuenta mediante crónicas de siglos, atrevidas y de tonos entre pesimistas y de vacilón.