Desde el balcón de Pepe
A la memoria de José Rodríguez Feo
A Cuba, específicamente a La Habana, llegué por primera vez en mayo de 1979, justo cuando los sandinistas le daban el último empujón a Somoza y la gente en Cuba, al menos la que yo trataba, estaba pendiente casi las 24 horas del día del mínimo acontecer en Nicaragua para estar al tanto de hechos que les hacía revivir lo que veinte años antes había pasado en su propio país. Parecía que yo llegaba veinte años tarde a Cuba, como creo que me suele pasar otras veces y en otros lugares, pues siento que llego en el momento cuando su época de oro ha pasado: Madrid después de la Movida, Ciudad de México bajo el PAN, San José aparentemente alejada de su antimilitarismo esencial…
Pero, en verdad o para mí, al menos, no llegaba a Cuba veinte años tarde; la tardanza era en verdad sólo de tres, pues mi propósito al viajar a La Habana era entrevistar a los escritores que habían formado el llamado grupo Orígenes y José Lezama Lima, la figura central del mismo, había muerto en el 1976. De todas formas, la primera noche que pasé en La Habana me encaminé a la calle Trocadero, específicamente al número 162, y me hice sacar una foto frente a la casa donde vivía Lezama. El “flash” de la cámara hizo que María Luisa, la viuda del escritor, se diera cuenta de que algo pasaba frente a su casa; salió y terminé en la sala de lo que ahora es un museo tomando té con ella y con Karisa Orlandi, la amiga puertorriqueña que me acompañaba y quien me sacó la foto. (Todavía la guardo como recuerdo de ese viaje…) Los tres tomamos el té empalagosamente azucarado en unas tacitas de porcelana inglesa que Lezama había traído de Jamaica, en uno de los poquitísimos viajes fuera del país que hizo en toda su vida. Supe el dato porque la viuda me sorprendió tratando de leer la marca de manufactura de las tazas y, para satisfacer mi curiosidad y encubrir elegantemente mi indiscreción, me contó la historia de las mismas: eran un regalo que Lezama le había traído a su señora madre del viaje a Jamaica, de donde trajo también su poema “Para llegar a la Montego Bay”.
Lezama había muerto, pero quedaban varios de los miembros del grupo Orígenes en La Habana: Cintio Vitier, su esposa Fina García Marruz, su cuñado Eliseo Diego (mi poeta cubano favorito, quizás mi poeta favorito de cualquier país), Virgilio Piñera, casi recluso o quien, al menos, rehusaba reunirse con todo extranjero y con la gran mayoría de los mismos cubanos. También estaba José Rodríguez Feo, el mecenas y co-editor de Orígenes, la revista que yo había estudiado para mi tesis doctoral. Era él entonces, como lo es más aun ahora, una figura injustamente ignorada en el contexto de la cultura cubana, aunque de entrada hay que decir que su labor crítica e intelectual, en términos de una producción escrita, fue muy limitada comparada a la de esos otros escritores cubanos a quienes había ido a conocer y a entrevistar. Pero, a pesar de ello y quién sabe si por ello mismo, fue con Rodríguez Feo, con Pepe como pronto lo llegué a llamar, con quien establecí una relación más cordial e íntima durante ese primer viaje a Cuba. Siempre que regresé a La Habana –¿Volveré? Si así es tendré que ver la ciudad por otros ojos.– lo busqué para compartir con él su pequeño mundo privado que tanto me agradaba. Y esa relación amistosa vino a matizar –si no a teñir– mi visión de La Habana, ciudad que volví a visitar en otras tres ocasiones tras esa primera vista de 1979. La última fue a mediados de la década de 1980; hace, pues, muchos años que no visito esa ciudad, pero mantengo su imagen viva en la mente y aun la confundo con la persona que me ayudó a conocerla.
José Rodríguez Feo fue La Habana para mí, casi de la misma manera que lo fue para Wallace Stevens, el gran poeta estadounidense con quien mantuvo una relación amistosa y una larga correspondencia. Fragmentos de las cartas de Pepe a Stevens se convirtieron en versos de un poema de éste, “The novel”, y en otro, “A Word with José Rodríguez Feo”, el gran poeta estadounidense medita sobre la naturaleza de lo poético por medio de una especie de un diálogo imaginario con su joven amigo habanero. Las cartas entre Stevens y Rodríguez Feo se han publicado y sirven para conocer mejor esta extraña amistad entre el joven intelectual de Cuba y el poeta mayor de Nueva Inglaterra. Stevens, obviamente, quedó fascinado por el joven y por el mundo que éste le describía profusamente en sus cartas: haciendas, sirvientes, fiestas, animales domésticos, amigos pintores… Cuando conocí a Pepe ya ese mundo suyo no existía. Eso sí, aunque el joven intelectual ya no lo era tanto, todavía miraba intensamente su ciudad y su mundo. Y llegué a mirar el país y la ciudad por sus ojos, como le ocurrió desde su distante Hartford, Connecticut, también a Stevens.
Hijo de una familia de la gran burguesía cubana con una gran fortuna basada en ingenios azucareros, familia que se desintegró casi por completo tras la prematura muerte de su padre, muerte que dejó a su madre de por vida en un frágil estado emocional, Pepe nació en La Habana 1920, pero desde su temprana adolescencia vivió muy alejado del mundo cubano y de su familia. Estudió en academias militares en los Estados Unidos y, más tarde, en la Universidad de Harvard donde asistió a cursos con eminentes profesores que lo formaron como intelectual de amplias miras. Entre éstos, uno marcó profundamente su vida y su forma de entender la literatura y la cultura en general, F.O. Matthienssen, creador de los llamados “American Studies”. Matthienssen es una figura interesantísima: homosexual de ideas socialistas, datos que se mantenían en secreto durante su vida, se suicidó, desprotegido por su universidad, por la presión que le impuso el macartismo. Éste marcó a Pepe más de lo que él mismo se daba cuenta. Recuerdo su sorpresa cuando en uno de mis porteriores viajes le llevé de regalo las cartas de su maestro y su compañero, el pintor Russell Cheney. (Por cierto y dicho sea de paso, Matthienssen también influyó grandemente en el pensamiento de la puertorriqueña Nilita Vientós Gastón.) También en Harvard Pepe conoció a Pedro Henríquez Ureña, quien estuvo en esa universidad casi al final de su vida dictando las famosas conferencias Charles Eliot Norton y quien se convirtió brevemente en su mentor y lo puso en contacto, a través de su hermana Camila, con intelectuales y escritores cubanos cuando, después de su graduación, Pepe regresó a su ciudad natal. De ahí surgió Orígenes.
Pepe, no sólo contaba con el dinero de familia sino con el que había ganado con sus propios proyectos, como, por ejemplo, la distribución en Cuba de las famosas velloneras Wurlitzer, negocio que le dejó pingües ganancias. Su más que cómoda situación económica le permitía coleccionar arte, costear proyectos literarios y salir frecuentemente de Cuba. Por unos cuantos años en la década de 1950 estudió en Princeton, razón por la cual establecimos de inmediato una más cercana relación, pues yo había estudiado también en esa universidad donde había presentado como tesis de grado un estudio sobre su revista y conocía a algunos de sus compañeros de clase quienes habían sido años más tarde mis profesores. Pero a Pepe no le interesaba terminar un doctorado en una prestigiosa universidad ni ser profesor de literatura en los Estados Unidos ni en Cuba, aunque le atraía inmensamente el mundo académico y sentía inmensa pasión –era una de sus grandes pasiones– por la literatura.
Esa pasión lo llevó a subvencionar la revista que co-editó con Lezama y, más tarde Ciclón, otra que fundó y editó con Virgilio Piñera tras la ruptura entre los dos editores de Orígenes. Pero esa historia ya ha sido relatada múltiples veces por varios estudiosos, inclusive por mí mismo, y no es la que me interesa en el momento. Lo que me interesa es destacar que durante esas décadas Pepe estuvo en el centro de la actividad literaria cubana y que apoyó a grandes pintores cubanos del momento. (La pintura cubana, hay que decirlo, pasaba entonces por uno de sus periodos de mayor esplendor, si no por su época de oro.) Pepe compraba sus obras y trataba de entusiasmar a otros miembros de la alta burguesía habanera a que así también lo hicieran. Durante esos años vivía con su madre en el “pen-house” de un lujoso edificio de su propiedad y allí había construido paredes especialmente para colgar su magnífica colección de arte, colección que pasó más tarde, tras la reforma urbana revolucionaria, a formar parte del Museo Nacional de Cuba.
La Revolución vino a poner patas arriba el cómodo mundo burgués de Pepe. Cuadros de Wifredo Lam, lecturas de poetas franceses, discusiones literarias con Piñera, comentarios de literatura estadounidense, viajes a Londres, a Ciudad de México y a Nueva York, intercambio epistolar con Wallace Stevens y con W. H. Auden, vida secreta por el bajo mundo habanero: el cómodo y exquisito mundo de Pepe antes de la Revolución, lleno de estímulos intelectuales, estéticos y eróticos, era el de un gran señor burgués con dinero y tiempo para “cultivar su jardín” sin dolores de cabeza, más allá de la fragilidad emocional de su madre y las irresponsabilidades de algún miembro de su familia.
Pero, tras la Revolución que trastocó su mundo, Pepe se quedó en Cuba, en su querida Habana. ¿Por qué se quedó allí si de haber salido del país sus amistades estadounidenses le hubieran conseguido un cómodo puesto en algún “college”? La respuesta es sencilla: Pepe siempre fue profundamente habanero y sentía un sincero compromiso con los cambios que se daban en su país y en su ciudad. Además, tenía un mundo secreto o, al menos, él creía que era secreto. Pepe era homosexual y había mantenido desde la década de 1950, además del gran apartamento compartido con su madre, un pequeño y discreto apartamentito cerca del centro de la ciudad, detrás del hotel que ahora se llamaba Habana Libre. En el mismo edificio, justo en el apartamento de al lado, vivía Virgilio Piñera. Cuando se pasó la Ley de Reforma Urbana en Cuba y nadie podía tener más de una vivienda, Pepe declaró como suyo el pequeño apartamento, no el grande que compartía con su madre que pasó a ser propiedad exclusivamente de ésta. Así lo hizo para poder conservar lo que él mismo llamaba su “garçonier”. Era que Pepe mantenía también una relación no sé si amorosa, pero definitivamente sexual, con un hombre un poco más joven que él, pero definitivamente no de su clase ni de su mundo intelectual. Se rumoraba que éste había estado frecuentemente en la cárcel, antes y después de la Revolución, y que Pepe mismo había subvencionado una especie de bar gay antes del 59 donde lo había conocido. Pero esos eran rumores que nunca me atreví preguntarle si eran ciertos. Pepe tuvo gran confianza conmigo, pero, a pesar de ello, quería mantener las apariencias de señor comedido, como tantos intelectuales homosexuales de su generación. Por ello de esos temas no hablamos, aunque sí conversábamos francamente de otros aspectos de su vida íntima.
Aunque a Pepe lo conocí en la sede de la UNEAC, siempre lo recuerdo en ese pequeño apartamento donde no colgaba ni un lam ni un portocarrero ni un mariano. El lugar era pequeño y sin decoraciones; parecía un refugio más que un hogar. Pepe vivía entonces como un pobre fraile en su pequeña pero cómoda celda en el centro de la ciudad. Allí su amante, si así se podría llamar, lo visitaba con cierta frecuencia. Una vez, estando yo de visita, llegó éste a ver a Pepe, pero se alejó rápidamente al ver que estaba yo en el balcón. En Cuba entonces el mundo gay –si así puede llamarse el mundo homosexual sin caer en anacronismos– era muy discreto. No eran tiempos de ni de fresas ni de chocolate.
Por múltiples razones que no tengo que enumerar, desde que lo conocí me interesó mucho Pepe Rodríguez Feo. Durante mis visitas a La Habana conocí a gente de grandes méritos e inmenso talento. Conocí, por ejemplo, la fiereza de carácter y el dogmatismo de Cintio Vitier, fiereza y dogmatismo que me atrajeron pero sólo para observarlos de lejos. Me fascinó la humildad y el eticismo profundo de Fina García Marruz; pero por las raíces católicas de esas cualidades morales se me hacían difíciles de aceptar, aunque ella misma me parecía un ser deleitoso y mucho más interesante que su marido. La capacidad estética y el rigor intelectual de Eliseo Diego me deslumbraron como nunca me había pasado con nadie en la vida. Pero me sospechaba que tras ese fascinante mundo de palabras e ideas se escondían laberintos secretos. Preferí, pues, leer sus textos antes que tratar de descubrir quién era en verdad ese gran poeta que admiraba y que aun tanto admiro.
A Virgilio Piñera en verdad no lo conocí. Hablé con él por teléfono en varias ocasiones desde el apartamento de Pepe; oía su voz a través de la pared que separaba las residencias antes que por el auricular mismo. Piñera se negó a verme, siempre con excusas absurdas que parecían sacadas de uno de sus Cuentos fríos. Quizás así fue porque se había enemistado con Pepe, como antes lo había hecho con Lezama, con quien restableció su amistad al final de su vida. Más probablemente era que Piñera tenía pánico a los extranjeros después de haber sufrido un breve encarcelamiento en los notorios campos para homosexuales y disidentes de la UMAP y, desde entonces, creía que todo el que se le acercaba era un agente que trataba de volverlo a encarcelar. Y su paranoia no era injustificada. Piñera era una figura casi trágica, cuando intenté conocerlo. Yo entendía plenamente por qué actuaba de esa manera conmigo, aunque no podía explicarle que no tenía que ser así, que no tenía que temerme, que podía confiar en mí. Me quedé sin conocerlo y sé que de haber llegado a tratarlo me hubiera fascinado y probablemente La Habana la hubiera visto por sus ojos. Pero, por desgracia, así no fue. Y, por fortuna, La Habana para mí fue la ciudad de Pepe Rodríguez Feo.
Cada vez que visito una ciudad, sea la que sea, me pregunto dónde viviría en ella, dónde estaría mi casa si allí viviera. Por supuesto, siempre me imagino que vivo con recursos y comodidad. Cuando “descubro” el lugar que creo sería el mío de vivir en esa ciudad –Coyoacán en el DF, Chorrillos en Lima, Bella Vista en Santiago– trato de imaginarme cómo sería mi casa –usualmente un apartamento en el centro de esa ciudad–, cómo sería mi vida cotidiana, mis amistades, mis días. En La Habana siempre me imaginaba viviendo en el apartamentito de Pepe, aunque lo quería decorado, al menos, con una de las “Floras” de Portocarrero en la pared, una como la que había visto en el estudio de Eliseo Diego.
Pero cuando visité esa ciudad por primera vez se me hizo muy obvio que la vida en La Habana era dura, muy dura, y que había sido, unos pocos años antes, más dura aún. En verdad no me podía imaginar viviendo allí, a pesar de todas las afinidades que hallaba entre el mundo habanero y el mío, a pesar de la atracción que sentía por el mundo artístico e intelectual que fui conociendo durante mis visitas. Sentí que allí no cabía porque no había tenido la experiencia directa y concreta de los años duros de la Revolución ni tengo –lo confieso con humildad y un cierto grado de vergüenza– la solidez política ni la entereza de carácter para poder sobrevivir en ese mundo tan difícil, tan dramático, tan tentativo: todos parecían, en el fondo, temerles a los que los rodeaban; parecían ser, en cierta medida, como Piñera. Me di cuenta que, a pesar de mi sincera defensa de la Revolución, de haber sido yo cubano probablemente hubiera abandonado el país: probablemente, quizás, quién sabe… Cuando me di cuenta de ello me di cuenta de algunas de mis contradicciones: ¿Cómo podía decir que apoyaba la Revolución Cubana si no me sentía capaz de vivir en esa Habana que tanto me fascinaba? Empezamos a crecer cuando descubrimos nuestras propias contradicciones, las superficiales y, sobre todo, las más profundas. Y en La Habana crecí; no me cabe duda de ello.
Por ello admiraba cada vez más a Pepe, aquel señor burgués que había coleccionado con ojo sabio y fruición incansable cuadros de Mariano, de Portocarrero, de Peláez, de Lam; que había sido amigo de Lezama y de Piñera, de Cernuda y de Aleixandre, de Stevens y de Harry Levin; que había sido harvadiano y princetoniano, pero que siempre había sido plenamente habanero. Admiraba a ese intelectual que había vivido su vida de homosexual en La Habana pre y en la posrevolucionaria; que tenía un apartamento chiquitito en el centro de la ciudad, un apartamentito sin lujos ni adornos; que era un lector que, aunque leía constantemente, ya casi no acumulaba libros: los regalaba después de leerlos y varios llegaron a mí de sus manos y aún los conservo como tesoros; un hombre que había perdido sus fortunas, la de su familia y la suya propia; que, tras la Revolución, había trabajado en un remoto campo en la campaña de alfabetización y, por ello, conoció por sus propios ojos lo que el país había cambiado; que se sentía incómodo en el centro de las intrigas del mundo intelectual cubano que nunca lo acogió plenamente; que trataba de mantener su dignidad a pesar de las adversidades que lo cercaban, pero que se sentía comprometido con ese mundo; que añoraba sus viajes, pero que no podía concebirse fuera de su Habana. Recuerdo que Pepe me decía que lo que más extrañaba del mundo capitalista era las grandes librerías, librerías llenas de libros, libros, libros.
Pepe murió en 1993. Murió de cáncer y me dicen que en sus últimos días estuvo muy solo. Me enteré de su muerte muchos meses después y por pura casualidad. No teníamos amistades en común que me informaran sobre su muerte. No estuve en contacto con él por mucho tiempo, así que no sabía de su enfermedad. Pero todavía conservo un puñado de cartas que me llegó a escribir. En muchas de éstas me hacía pedidos de libros que no podía conseguir en La Habana y, en la que probablemente fuera la última que me escribió, llegó a pedirme un par de zapatos que yo no llegué a llevarle porque nunca más regrese a su ciudad antes de que muriera.
Sé que posiblemente he idealizado un tanto a Pepe Rodríguez Feo; sé que otros lo conocieron mejor y lo podrán ver, por ello y con razón, de otra manera, desde otras perspectivas. Pero también sé que, cuando trataba de imaginarme a mí mismo en el mundo cubano del momento de mi primera visita a La Habana, sólo podía ver esa ciudad, hasta todo el país, desde el balcón de su apartamentito. Para mí La Habana sigue siendo su ciudad y esa ciudad sigue siendo Pepe. Es que, a pesar de sus limitaciones y a pesar de los monstruos sagrados con quien tuvo que hacer su trabajo intelectual y que justamente lo opacaron, a pesar del ninguneo que sufrió y sigue sufriendo, puedo decir que fue un ser honesto y, por ello, excepcional. Creo que Pepe ha sido muy injustamente ignorado, que ha sido desestimado sin razón y que de vérsele de manera más justa podríamos ver el mundo cubano por sus ojos. Así, por sus ojos y desde su balcón, vi La Habana por vez primera y así, desde entonces, la sigo viendo. Quizás así la vea siempre.