Desorganizar el olvido
Estoy convencida de que lo que más ciega los ojos es lo familiar y por eso yo deambulé sin ver por los días y los meses y los años, una puede quedarse pegada por mucho tiempo en la ceguera porque lo familiar termina no viéndose (263). Ana Rosa, uno de los personajes de Diez mujeres, la novela más reciente de la escritora chilena Marcela Serrano.
Habla también Juana, otra de las Diez.
Cuando era chica, cerca de mi antiguo barrio, había una población callampa que a veces cruzábamos para llegar a la feria –esas poblaciones ya no existen, pero en dos palabras, eran un montón de pobres juntos–. A mi me impresionaban las mujeres […] yo las miraba fijo porque me daba cuenta que esas mujeres tenían un cansancio tan grande que hablarle…ya era mucho esfuerzo, ni abrir la eastyl boca podían. Había que economizar hasta eso para no caer exhaustas. (97)
Hay una forma de sufrir que me estremece particularmente. Se parece a como enfrentan los animales mal heridos su propia muerte. Se van anegando frente a un horizonte plomizo en el que se han desdibujado todas las rutas de escape. No hay desesperación aparente, sólo el callado pasar del tiempo. Sufre así quien no puede más que concentrarse en la nuda vida, como la llama Agamben o quien ha decidido despojarse trabajosamente de toda consideración pudiendo entretenerse en ellas.
Para los que nos quedan de frente el abanico de las preguntas, las contestaciones múltiples y algunas rutas de escape a la miseria del presente, el sencillo machete de la crónica puede abrir la primera vereda para todas a las que el cansancio inmoviliza y enmudece. No hay que hacer más que decidirse a preguntar y quedarse callado a escuchar cuanto pasa. Conviene recordar que la irrupción de las mujeres en algún capítulo de una historia que seguramente comenzó siendo ajena, ha sido a través del cuento, de la apropiación ilegal de una voz que (se) inventa, descubre, recupera, reclama y usurpa una historia en la que primero se cuela y luego se derrama. Esa voz que cuenta, cuenta; para sí y para otras. Es una luz de bengala que marca un lugar en el mundo, que nos obliga a mirar hacia ella, que logra poner el cuerpo femenino de parte de las mujeres, aunque fuese como único testigo de todo lo callado. Esa voz despierta todo lo sentido.
Las historias de las mujeres, cuando se cuentan, cuando se escuchan, producen también ecos que nos interpelan, que nos acercan y que sirven para medir nuestras distancias. Van mostrando la entrañable complejidad de lo femenino y el corsé de otras identidades que lo sujetan. Con la algarabía que van formando contrarrestan la simpleza de las versiones más canónicas de la identidad que se nos ha adscrito. Como Sojourner Truth decimos: “Soy una mujer a pesar de no reconocerme en tu discurso ni en tus normas”. Abogamos, entonces, por describirnos en la primera persona del plural, por indagar en las pequeñas minucias y los grandes eventos que nos constituyeron, hasta reconocernos todas. Cuando alguna cuenta, sin necesidad de alzar la mano, llegamos a la primera estación de una cultura democrática, preámbulo necesario a la participación plena en todos los ámbitos y decisiones de la vida colectiva.
Me parece que en nuestros país no circulan suficientes historias de mujeres. Hay mas bien reiteraciones esquemáticas de personajes que creemos conocer. Nos faltan crónicas en primera persona, con tiempo y detalles, contadas en sus propios términos. Esta falta de cuentos en una sociedad tan ruidosa apunta a pactos de silencio, a la falta de un tono, a la necesidad de ciertas audiencias solidarias. Parecería que las mujeres podemos hablar de todo lo que queramos, pero no en tanto tales y mucho menos de lo que nos es propio si resulta incriminador. (Véase la elocuente columna de Verónica Rivera Torres, “De la Escuela de Derecho al mundo: estampas de una mujer”). Lo silenciado es la textura del dolor de lo múltiple femenino, de sus detalles, de sus circunstancias. Tan estridentes son unas representaciones –la buena madre, la mala, la mujer luchadora, la que anda en malos pasos, la profesional que es “fabulosa en todo”– que no parece haber espacio ni necesidad para saber más. Las mujeres y sus historias desaparecen detrás de los biombos de los lugares comunes.
La portada de El Nuevo Día de hace dos domingos tenía un rostro que era la suma de muchos que creemos conocer. Una mujer triste, pero fotogénica, joven y bonita, madre soltera de dos niños, maestra y enfermera, miraba al lector desde la frustración de haber perdido dos veces el empleo desde la infame Ley Siete. Para enfrentar sus duras circunstancias, el relato apuntaba como único apoyo a otra mujer sin nombre o rostro: la madre. A pesar de darnos algunos detalles de la mujer que nos miraba con tristeza –por ejemplo, nos decían que estudia para pasar la reválida de enfermería en otro país y emigrar como tantos otros– la mujer de la portada no era ella. No era nadie en particular. Ocupaba bellamente el lugar de una gráfica. Servía como ejemplo amable de los indicadores socio-económicos que el periódico nos había ofrecido en otras entregas. Miraba largamente al lente, pero él no la miraba a ella.
II
Habla la asistente de Natasha, el personaje principal de la novela de Serrano.
La forma en la que una obsesión elige su objeto de deseo y desecha otros es un misterio. He llegado a preguntarme cómo se vive si no se tiene una idea fija: es la que da distinción y convierte en significativo un devenir que podría ser perfectamente ordinario sin ella. El mío, por ejemplo. O, sin ir más lejos, el de casi toda la humanidad. (288)
Al machete de nuestra crónica le falta filo. Y hay historias por doquier que se contonean como cañas. Para escudriñar entre las menos escabrosas, les recuerdo una que se insinuó hace un par de sábados. Pasado el medio día, la versión digital de El Nuevo Día anunció con severa y característica mojigatería que una joven pareja había sido arrestada por robar plátanos. Añadía, con lo que me pareció un morbo inexplicable, que tanto el robo como el arresto ocurrieron frente a los hijos de los imputados. Niños que ven a sus padres robar comida: ¡cuántas preguntas se tornaron de pronto necesarias! La intención del periódico no era formularlas, sino utilizar la ocasión para despertarnos de la modorra sabatina con el mandamiento que los ricos no quieren que los pobres olviden. No robarás, ni siquiera un plátano, mucho menos el racimo. Yo asentía fastidiada. Sí, no robaremos y mucho menos frente a los hijos, ¿pero, alguien les puede preguntar que iban a hacer ellos con 12 racimos de plátanos?
El domingo siguiente, día del señor, la posibilidad de hacer más preguntas se había esfumado. Antes que terminaran los cultos dominicales, la Secretaria de la Familia aprovechaba esa última exhalación que da la semana para absolver al Estado de toda responsabilidad en la historia rota de Connie y Luis (así se llaman) y mostrar de paso su diligente eficacia, su sensibilidad exquisita y su infranqueable imaginación moral para atender problemas familiares. Los niños que presenciaron el robo de los plátanos ya habían sido removidos del hogar, a pesar de que los padres pudieron pagar la fianza impuesta por el juez. Para que nuestras cabecitas no se extraviaran con preguntas o divagaciones innecesarias, la impertérrita funcionaria circuló un comunicado de prensa en el que afirmaba “que el arresto de esta pareja demuestra la seria crisis de valores que esta viviendo nuestro pueblo […]“, seguido, como era de esperar, del llamado a “unir voluntades para rescatar las futuras generaciones” de aprender “conductas impropias”.
No crean que con esto acabó la moralina, no. Nos salpicó a todos. La Secretaria nos asignó una tareíta ínfima ahora que se aproximaba el tiempo libre. Si de pensar se trata, lo que la ciudadanía debe hacer es “utilizar la época navideña para reflexionar sobre la forma en la que están criando a sus hijos e hijas,” de modo que podamos evitar “tener tantas noticias negativas”. Así de fácil. Si todos nos dedicamos a hacer examen de conciencia y a enmendar nuestras acciones, ella no tiene que interrumpir su fin de semana pidiendo que le redacten algún otro comunicado tan sesudo. Otra mujer se estrellaba contra los tribunales después de hacerlo contra los titulares; lo que viene a hacer más o menos lo mismo, solo que las mujeres no llegamos siempre vivas a los titulares y a los tribunales sí. De estos salimos adoloridas, a veces condenadas a muerte, como la joven de Aguadilla a quien varios jueces no encontraron mejor modo de desproteger o como Connie, que por ocho rácimos de plátano perdió a sus hijos una Navidad.
No he sabido más de ellos. Ni sabremos si la joven de la portada emigrará al fin o si la aguadillana a quien su ex pareja amenazaba con mandar al cielo permanece aún en la tierra. Como si fuera una reliquia, recordaré el año y la marca del carro de Connie y Luis, un Hyundai del 2009, y la imagen que me hice de los otros cuatro racimos a su lado. Espero el día de la crónica final, cuando en vez de la violencia de la noticia sobre los cuerpos y las vidas rotas develemos el silencio amordazador que atraviesa todo lo social. Ese día la violencia dejará de ser una excrecencia ajena y miles de voces nos contarán como se fueron formando los cielos plomizos que ahora tanto nos asustan. No quedará ya espacio para la indiferencia ni para las las historias de los amanecidos o los trasnochados que después de la comilona de San Gibin que a todos les atribuimos (sigo pensando en el misterio de los plátanos) van a empujar carritos de compras. El espectáculo de lo que queremos ver no nos cerrará ya más el horizonte de la imaginación. Los criminales más siniestros no serán ya parte del continuum moral donde también colocamos sin ton ni son a los amotinados frente a Best Buy.
Sigo pensando en Connie y en su familia, en lo que iban a hacer con tanto plátano, en por qué les pareció una buena idea apiñar racimos y niños, en las preocupaciones que tendrían y las necesidades que querían atender. Pienso también en la señora operada de corazón abierto, quien a pesar de su edad y su convalecencia esperó doce horas junto a su hija para que abriera la tienda donde compraron un televisor y un carrito para la nieta. En todas, incluyéndome, la obsesión eligió su objeto de deseo y excluyó otros. Yo quiero sus historias, aunque sea para desorganizar cada noche mi propio olvido (Serrano, 154).
—————Este escrito es parte de la ponencia presentada en la Primera Jornada contra la Violencia de Género, “Los géneros de la violencia”, celebrada el 1ro de diciembre en la Facultad de Pedagogía y organizada por la Dra. Maruja García Padilla del Programa de Estudios de la Mujer y el Género de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.