Estas entradas son parte de un “diario de campo” que voy escribiendo en los tiempos de la pandemia de COVID-19 del 2020, desde la ciudad de Nueva York, siempre con un ojo puesto en Puerto Rico. –Rima Brusi
20 de marzo: el cuerpo en los tiempos del coronavirus
Espero que esto sea el inicio de una serie de micro-crónicas. Me viene bien, escribir.
Nuestros desastres, por cierto, son crónicos. Hace rato que, como «la crisis» dejaron de ser agudos. O tal vez «agudo» y «crónico» no son mutuamente exclusivos. No realmente.
He notado que en mi cuerpo va creciendo un mapa nuevo. Una cartografía (¿o será quiromancia?) del miedo al contagio.
Un nudillo en la mano derecha está dedicado a apretar los botones del ascensor.
La muñeca derecha, habitualmente escondida bajo la manga del abrigo liviano que uso en estos días de sol ocasional y viento infrecuente: esa es para rascarme la nariz.
El codo derecho es especial. En los días primeros, cuando todavía no hablábamos de distanciamiento social o cuarentenas, sirvió de sustituto para el abrazo. Pero ya no. Se ha convertido en la herramienta que uso para empujar puertas.
La mano izquierda suele estar dentro del bolsillo izquierdo del abrigo. La tengo al servicio exclusivo de un pañuelo desechable para el ocasional estornudo. No es un síntoma del virus que salta de cuerpo en cuerpo, sino de alergia, pero igual me calma un poco, el pañuelo, y espero que también al prójimo. A veces mascullo «allergies», para ir a la segura. A veces mascullo «allergies» aunque esté sola en el ascensor.
Trato de reservar las yemas de los dedos para ajustarme los espejuelos.
En estos días, me voy conviertiendo en una suerte de navaja suiza, dedicada al manejo del miedo al contagio.
27 de marzo: el paseo, en tiempos del coronavirus
Nuestra cuarentena no es absoluta. Se trata más bien de una forma bastante extrema del “distanciamiento social” recomendado. Vivimos acuartelados, mi esposo, mi hijo y yo, en un apartamento neoyorkino. Dos o tres salidas muy breves al día. Comprar leche. Pasear a Leia, nuestra perrita.
Son paseos cortos. Tres bloques, tal vez. Le sirven a la perra para ejercitarse. Me sirven a mí para tomar el sol, cuando hay sol. Para ver algunas flores, ahora que hay flores. Narcisos amarillos, cerezos blancos.
Siempre hay gente en las calles. No mucha. Ciertamente menos que antes. Caminamos todos en zig zag, para mantener los ya legendarios seis pies de distancia. Nos hemos vuelto todos intuitivamente medio matemáticos: adivinamos la geometría del cruce de dos líneas, la física de las trayectorias de las personas-objeto, las derivadas o integrales necesarias para decidir el cambio de velocidad que requiere maximizar la distancia entre nuestro cuerpo y el ajeno. Cuando por cualquier motivo me encuentro a menos de seis pies de cualquiera, me sorprendo aguantando la respiración y apretando la quijada. A veces nos ignoramos. A veces nos sonreímos. A veces nos saludamos, de lejos, gritando, casi.
Cuando algún enmascarado hace contacto visual conmigo, me pregunto si está enfermo. Si está sonriendo. Si está haciendo alguna mueca, o susurrando alguna cosa. Si me está protegiendo, con su máscara, o protegiéndose de mí.
Nos distanciamos con más urgencia aún de las personas vestidas con el inconfundible uniforme verde o azul de los que laboran en los hospitales. Su trabajo es heroico, hoy más que nunca, y homenajeado con frecuencia en discursos políticos y medios sociales. Es un homenaje temeroso, culposo. Es distinto a, digamos, el de los bomberos después del ataque a las torres gemelas en el 2001. Son una especie diferente de first responder, héroe y vector a la vez. Casi nunca llevan máscara. Tal vez están descansando la piel, maltrecha por la presión cotidiana de tela, metal y goma. Tal vez, como yo, quieren sentir el sol en sus mejillas.
En dos ocasiones, me he topado con un guante de látex tirado en el suelo. Mis reflejos me hacen retroceder, encoger los músculos del abdomen, tirar con fuerza de la correa de mi perra. Pienso, por primera vez en muchos años, en La Náusea de Sartre, en el cambio de la relación del protagonista con los objetos cotidianos. Me pregunto a quién le pertenecería ese guante y por qué estará allí, en mi línea de visión. Si se le habrá escapado a su dueño en una corriente de aire, si se le habrá caído en un descuido. Una vocecita interna, muy siniestra y muy leve (los pensamientos también tienen volumen) se pregunta si lo habrá dejado allí a propósito, para asustar a los peatones asustados como yo.
De regreso a casa, le lavo las patas y el hocico a Leia en la bañera, y aprovecho para lavarme también las manos, cantando cumpleaños feliz dos veces, pensando en lo inapropiado de la canción pero añadiendo las patas de cangrejo y la cara de conejo, para ir a la segura. En la cocina, desinfecto el cartón de leche, me lavo las manos otra vez. Desde mi ventana, puedo ver el sol, si hay sol, y algunas flores, ahora que hay flores.
9 de abril: el numerito diario, en tiempos del coronavirus
Hace un par de días, el gobernador Cuomo anunció que en el estado llevábamos dos días de menos muertes. O de menos muertos. Nos recomendó recibir esos números con alguna esperanza pero mucha cautela. Hizo bien, porque al día siguiente, las muertes volvieron a aumentar. 731.
Prefiero decir «muertos» a decir «muertes». La muerte es una abstracción. El muerto tiene venas y neuronas, tiene nombre e historia, tiene algún reparo, algún remordimiento, alguna querencia, alguna virtud (tal vez sublime), algún defecto (tal vez imperdonable). Tiene listas de cosas por hacer, tal vez hasta ilusiones. Pueden ser modestas, tontas, improbables, vulgares, extraordinarias, pomposas, pero igual las tiene.
Tuvo soledades, de seguro. Es parte de la condición humana, y digo condición así como quien dice sustancia constante, independiente del estado, como cuando digo que agua, hielo y vapor son, al final, la misma cosa. Tuvo soledades, y probablemente sufrió la última, la más triste: la de apagarse solito en una camilla. Si tuvo suerte, mucha suerte, lo acompañó la lágrima o la sonrisa de una enfermera milagrosamente desocupada, y digo «milagro» porque no hay manera de adverbiar «carambola» (¿carambolosamente?), sé que podría decir «forma adverbial de» pero déjeme, culpe a mi «estilo», lo que sea que quiera decir “estilo”.
De vez en cuando repasan algunas de sus historias. Las de los muertos, digo. Human interest, le dicen a ese tipo de noticia. A veces las leo lento y de cerca. A veces, para mi vergüenza, les paso el ojo por encima muy rápido, distraída, empeñada en llegar a lo que me ocupa, que es el numerito ese, el de las muertes que deberían ser muertos, como el muerto mismo cuya memoria mi prisa acaba de deshonrar. Así son la epidemias. Lo mismo pasa en las novelas. La Peste de Camus tiene muchas muertes y pocos muertos. Los muertos tienen el “privilegio” de serlo por razones literariamente importantes y humanamente arbitrarias. El más importante en La Peste es probablemente el niño sin nombre pero con apellido a quien el autor le dedica un capítulo completo. No fue el primer niño en morir, ni el más pequeño. Pero fue el primero que le quitó el aliento a esa piedra angular que es el médico, Rieux, el primero y el último que casi, casi le roba al cura su fe, esa misma fe que al final lo mata.
Human interest. Las historias de interés humano que más le gustan a la prensa estadounidense (o al menos las más detalladas) son las de personas que ganan la “batalla” contra el virus.
La “batalla”. Se me ocurre que en lugar de usar la guerra como metáfora para la epidemia, algún día usaremos la pandemia y la virulencia como metáforas para la guerra. O eso espero.
Agradezco los números, sin embargo. Agradezco ese esfuerzo de contar gente. Espero que mejore y se expanda para incluir a los que mueren en sus casas, pero me alegra saber que alguien los cuenta. Quiere decir que, de algún modo, cuentan. Con sus venas, sus historias, sus remordimientos y sus ilusiones, cuentan.
10 de abril del 2020: el mendigo en tiempos del coronavirus
Es viernes (creo que «santo», no recuerdo y no importa demasiado). Cae una llovizna fina que casi parece nieve. Se nos ha acabado la leche. El aguacate que compramos hace tres días finalmente maduró. Cuomo nos ha invitado a estar «cautelosamente optimistas».
Desde que se nos rompió nuestro carrito de compras, hay que ir al mercado con mayor frecuencia.
La muerte prematura del carrito fue cosa de la epidemia también. Es uno de esos que funciona solo en línea recta, que no tiene la capacidad de torque para ejecutar una curva. Andaba mi esposo empujando el carrito cuando se encontró de frente con una señora con cara de susto y desenmascarada (qué cosas, en estos días son los desenmascarados, no los enmascarados, los que meten miedo) y, tratando de evitarla, viró el carrito de forma tal que se rompió.
Pero ese es un cuento pequeño y aparte del que hoy me ocupa. Hoy salí a hacer compra, con mis dos bolsas gigantes, una en cada brazo, donde llevo lo pesado, y dos más pequeñas, una para cada brazo también, donde llevo lo liviano y/o delicado. En tiempos de cuarentena solemos desarrollar sistemas como éste para todo hacer o quehacer cotidiano.
Esperando el cambio de luz en la esquina, se me acerca un mendigo, me dice (en inglés) Tengo hambre, deme un par de pesos, le digo No tengo efectivo (y es cierto, porque mi sistema involucra el uso, más simple, de una tarjeta de crédito, ya que pertenezco al sector privilegiado de los que tienen esa cosa, crédito, en el mundo de la deuda y el capital), me insiste Tengo hambre, le sugiero que ya que voy al mercado, le puedo traer, cuando salga, alguna cosa. Mi sistema, añado con cierto orgullo, toma 10-15 minutos, a lo sumo. Y qué me trae, pregunta, Bueno, contesto, podría ser guineos, o manzanas, algún dulce, platanutres, qué le apetece, Pues tráigame guineos, que sean dos y no estén demasiado maduros, porque no me gustan maduros, pero tampoco verdes, por supuesto, y ensalada de atún, asegúrese de que NO sea pollo sino atún, y que traiga uno de esos cuchillitos de plástico para untarle el atún a las galletas. Algo de beber, pregunto, No, gracias, contesta. Nos vemos aquí mismo, en quince más o menos, prometo.
Dentro del supermercado, tomo especial cuidado en conseguir lo que me ha pedido, en elegir los guineos del color preciso y asegurarme de agarrar el meal kit de atún, y no el de pollo. Añado unas barras de granola y un chocolate.
Otro cuento dentro del cuento, que viene, aunque no venga, al caso: en el proceso de ayudar a la cajera a acomodar mis muchos artículos, y de separar los del hombre que me espera en una bolsita aparte, la tela de mi mascarilla homemade invade el área de mis ojos y digo en voz alta, en español y por impulso, ‘Pera, que no veo tres carajos, y la cajera se sonríe (que duchos nos hemos vuelto, en esto de reconocer sonrisas por encima de las máscaras que las cubren), y entre risitas y en un español muy boricua me contesta No se preocupe, que no hay prisa.
Regresando a la historia original, al fragmento de este diario wanabí que mantengo desde Nueva York en los tiempos del coronavirus: salgo a la calle balanceando el peso de las cuatro bolsas, miro el reloj, han pasado exactamente quince minutos, y mi mendigo no está en la esquina acordada. De hecho no está en ninguna esquina visible.
Pero allí, frente al mismo super, me encuentro con otra mendiga, desenmascarada y con rosácea, tengo hambre, me dice, con la sonrisa más triste que he visto en mucho tiempo. Pues mire, le contesto, resulta que tengo esta bolsita, tiene guineos, atún, barras de granola… Y sin dejarme terminar, extiende unas manos muy blancas, muy limpias, y toma de las mías la bolsa que le ofrezco, con la sonrisa más feliz que he visto en mucho tiempo, Gracias, dice, Bendiciones, No es nada, le contesto. Y sé que realmente no lo es.
Me pregunto dónde podrá sentarse a comer, ahora que todos los parques de la ciudad están cerrados y los albergues, esos focos de infección ignorados, están llenos y no tienen sillas y mesas pa’ tanta gente.
Acabo de regresar a casa y terminar el tedioso trabajo de limpiar cada artículo. Mientras escribo en este diario, se me ocurre que hoy re-aprendí dos viejas lecciones. Una, que los mendigos no están como cualquiera pero son como cualquiera, que pueden tener preferencias alimentarias y capacidad para la travesura, para sonreír, agradecer, impacientarse. Tendencia al enojo, alergias a las nueces, canas, rosácea, manos de violinista clásica.
La otra, que la caridad es un mal parcho, que el capitalismo está lleno de agujeros, y que los pobres no nos deben nada.