Donde habita el olvido
Reflexiones sobre los reality shows y la etnografía del gran guiñol
A Juan Rafael González Mendoza, por los cuentos pensados
I like to watch.
—Jerzy Kosinski, Being There
Las carcachas y otras tonterías
Cada vez que almorzamos y surge el tema de los reality shows, mi buen amigo y colega, Ruperto Chaparro, lanza una andanada de críticas a esa forma de hacer televisión. Coincide con Marcos Billy Guzmán, en su artículo de El Nuevo Día el domingo 2 de diciembre (TV que explora o ¿explota?), en que se trata de una forma de explotación de ciertas clases, cuya única oportunidad de alcanzar la fama —y algo de dinero— está en rebajarse al obsceno acto de abrir de par en par las puertas de sus casas para permitir que los televidentes fisgoneen su cotidianidad y sus aturdidas mentalidades. Chapa, como le llamamos de cariño, no soporta a las “Carcachas”, mote que le da a las Kardashians y a la vil puesta en escena de sus vidas millonariamente miserables. Le da igual que sean ricas; piensa que se trata de lo mismo y de una estupidez insufrible.Quisiera estar de acuerdo con Chapa y con el análisis de Guzmán, que me parece excelente, pero ambos no atinan a ver lo redimible que tienen algunos de esos programas que tanto le fascinan a la gente y que a los antropólogos (bueno, a algunos) nos llama la atención. Conocer las vidas de la gente de a pie es un acto vital en las ciencias sociales. Las y los etnógrafos acertamos a observar, experimentar y hasta participar en una diversidad de facetas de la vida familiar, pero como la mayor parte del tiempo estamos fuera de la casa, de la unidad doméstica, interactuamos con la gente en los espacios públicos, o en el segmento del espacio privado al que nos es permitido llegar. Por alguna extraña razón, en algunos de estos programas la gente deja que las cámaras lleguen a sus alcobas y baños, y a los resquicios más íntimos de sus hogares, para entonces hacer catarsis ante la humanidad observante.
Como Chance Gardener, el personaje principal de la novela Being There de Jerzy Kosinski, a nosotros nos gusta mirar, fisgonear, observar, para luego describir y analizar la vida social. Eso es precisamente lo que nos brindan muchos de estos programas: una oportunidad para mirar, de satisfacer nuestro voyeurismo antropológico. Es muy cierto que en la mayoría se trata de una puesta en escena, de sombras chinas, de kabuki, todo producido por manos hábiles que tratan de presentar una narrativa visual que atrape a los televidentes, programa tras programa, en una matriz de series diseñadas y destinadas a embelesarnos, a enviciarnos. Sin embargo, quiero pensar que muchos de esos programas llevan a los televidentes a asomarse a mundos ocultos, a la vida de gente que uno no se atrevería invitar a la intimidad del hogar o darles un trabajo. Ese es su valor redimible.
Tal vez se trata de atisbar a familias que no son las familias tradicionales, casi-perfectas, de la tele, incluyendo aquellas que parecen ser disfuncionales, pero que de sus actos brota asepsia y belleza. No, no se trata de la familia afro-descendiente del Dr. Heathcliff Huxtable y la abogada Clair Hanks (The Cosby Show), ni de la despampanante Kelly y el idiota de Al Bundy (Married with Children). Las familias de los reality shows son familias con defectos (algunos congénitos), taras, pasiones y problemas de salud mental aterrorizantes. Son también hijas e hijos de la pobreza y la abyección, gente de la geografía de la orilla, de los márgenes: de los bayous, los pantanos, los estuarios, los bosques, gente de monte adentro, de la zarza y del guayacán.
Ya lo he dicho en otro escrito, estos son los descendientes de la gente con epítetos que meten miedo a los blanquitos de la clase media: los crackers, rednecks, mestizos, cazadores y tortugueros. Son gente que vive en un mundo de carencias de todo tipo, que lo mismo sirven para ilustrar el lado oscuro de la realidad, o para producir cierto material sustancioso que sirve para burlarnos de ellos (incluyendo las “fracturas’ en su ADN) como hacen los productores del programa The Soup.
La obsesión por el morbo
“¿Quién puede ver esto, quién puede tolerar…?”
—Catulo, Poesías
Hay que decirlo, tenemos también —todas y todos— una obsesión por el morbo que el aparato mediático alimenta con estos programas y con las noticias diarias.
Esto no es nuevo. Por no dedicarme a ello, debo tener cautela, pero hay suficiente material para pensar que la sangre, la violencia, lo siniestro, la corruptela y lo grotesco ha tenido un espacio y una estética en las literaturas ancestrales, como La Ilíada, la poesía de Catulo y las reflexiones de Tertuliano sobre la muerte, solo por mencionar un puñado.
En París, 1897, un ex policía llamado Oscar Méténier, convencido de que la naturaleza humana era proclive al morbo y a lo grotesco, fundó El Teatro del Gran Guiñol, dedicado a presentar unas viñetas dirigidas a horrorizar a los espectadores con escenas de violencia y sangre, entre las que incluía: violaciones, asesinatos y torturas. La obra macabra de la Primera Guerra Mundial acabó con ese teatro, solo para luego aparecer ese tipo de violencia visual y auditiva en el cine, un temita que no nos ha abandonado.
La prensa ha sido también artífice de esa puesta en escena grotesca con la crónica roja y las fotografías que acompañan a los textos periodísticos. México es un ejemplo de ello, y uno de los cronistas supremos de ese mundo lo es J. M. Servín, quien recientemente, en homenaje a la obra de James Ellroy sobre Los Ángeles, ha recopilado algunos de sus trabajos en el libro D.F. Confidencial: Crónicas de delincuentes, vagos y demás gente sin futuro (Oaxaca, Editorial Almadía, 2010).
El trabajo de Servín, que es una excelente antropología del inframundo de la ciudad, amerita un análisis más cuidadoso que estas observaciones que comparto con ustedes. Aquí quiero subrayar su obsesión etnográfica con esa gente diferente (para nosotros), esos a quienes el Estado y muchos medios de comunicación han invisibilizado, de los que conocemos muy poco, por ser lúmpenes, vagos, criminales, tecatos, asesinos seriales, gente de los márgenes, esos que Zygmunt Bauman llama vidas desperdiciadas.
Servín, como etnógrafo del gran guiñol, transita por el Distrito Federal, con su capacidad de observación y crítica, desmantelando la realidad mexicana y poniendo el dedo en la llaga de la violencia y la sangre. La ciudad es, para Servín, un anfiteatro del morbo, la necrofilia, la violencia social y el desmadre cívico que sirve de vehículo al género de la nota roja para exponerlo y dramatizarlo. Servín no se traga fácilmente el cuento de que eso es México, de que esa nota roja es la realidad. Sabe que se trata de la espectacularización de la realidad (y eso es un reality show), de un “infoentretenimiento” que le sirve bien al poder para “condenar los excesos”, instaurar la violencia del Estado, pero que, al mismo tiempo, “permite explorar en la vitalidad del hombre [sic] común hasta sus últimas consecuencias”.
Es en el filo de esa violencia donde Servín ejerce su “antropología de lo siniestro”, una práctica que le permite llegar “donde habita la bestia humana”, a una exploración del “hombre común” que comenzó con la antropología criminal de Cesare Lombroso en el siglo XIX. A pesar de sus defectos, Servín rescata del trabajo de Lombroso su interés por la gente común, por la mirada a esa otredad de la gente de los márgenes que parece deforme, a golpes de taras ancestrales y pobreza.
Esa exploración etnográfica de ese otro mundo —en el que no vivimos— se hace por medio del cuerpo, de su exposición, de su análisis, de su puesta en escena como obra de arte, como propuesta estética. Servín toma prestado de Thomas de Quincey su observación de que el asesinato es una propuesta estética, una obra plástica que la nota roja ha plasmado en la fotografía sangrienta de la primera plana del periódico. Entonces, es necesaria una antropología visual de esos cuerpos y de cómo se construyen. Para llegar allí, nuestro etnógrafo se agarra de la obra fotográfica (premiada y exhibida internacionalmente) de Enrique “El niño” Metinides, quien ha hecho del cuerpo inerte, del cadáver, una forma de arte y un texto sobre la violencia de todo tipo.
La nota roja boricua
Así es la ciudad donde vivo.
Anuncia en todo momento la hora central de la muerte y el olvido.
—J.M. Servín
Extraño (y deseo) la posibilidad de una etnografía de la muerte violenta, del análisis de la nota roja, de la calle y sus avatares. Servín reclama la imperiosa necesidad de transitar en metro, en microbús, a pie, por las calles de las barriadas y meterse de lleno en “la crueldad taciturna de sus tugurios, antros, piqueras y demás centros de diversión”. De leer el periódico armado con las herramientas de las ciencias sociales (Foucault, por ejemplo) para desguazar la narrativa de la ciudad y la violencia que aparece en los diarios. De escuchar las conversaciones que emanan de la interacción cotidiana en los intersticios de la ciudad, de capturar furtivamente esos relatos o de hablar con la gente.
Mientras leía a Servín solo podía pensar en mi amigo Gary Gutiérrez, a quien la vida le ha llevado a observar la violencia y a pensar sobre las maneras en las que construimos un mundo criminal y criminalizamos —legal e ideológicamente— a amplios sectores de nuestra sociedad. Siempre le he escuchado con detenimiento, siempre aprendiendo de ese maestro, pero no de ahora, sino de los tiempos en los que transitaba por el periodismo y por el filo de la nota roja, cuando era periodista gráfico para El Vocero y The San Juan Star. Gary Gutiérrez, como “El niño” Metinides, vivió al acecho de ese cuerpo ensangrentado que se solía pagar a $75, mientras que las fotos de los arrestados por asesinato, car-jacking y robo solo producían unos $15. Entonces “los acumulaba [los arrestos] y los mandaba con el muerto” para cobrarlos. La nota roja era construida visualmente con la fotografía y acompañada de un texto que en ocasiones era más ficción que crónica, donde en ocasiones se ponían palabras en la boca del occiso justo antes de su muerte.
Gary, quien ha sido un etnógrafo de verdad, ha transitado por la ciudad, los tugurios, los campos, las barriadas y los cuarteles, en busca de esa noticia o de contestaciones a preguntas muy profundas que se ha venido haciendo sobre el país, la violencia y el crimen. Al igual que Servín, rescata de la nota roja su capacidad para exponernos a la violencia de todos los días y a la marginalidad, la pobreza y la explotación a la que se someten esas clases sociales que protagonizan el espectáculo de la muerte violenta.
Antes de que la fotografía se trastocara en una imagen aséptica, el periódico era —detrás de la morbosidad de la primera plana— un instrumento que representaba los intereses “de la calle”, un aparato identificado con los sectores marginados, un espacio mediático donde “las cosas de la comunidad eran importantes”. Existía entonces una peligrosa simbiosis entre el rostro sangriento del periódico y la nota comunitaria de sus entrañas. Hoy, esa antropología visual ha quedado un poco en el olvido, y ha quedado remplazada —como me advierten mis estudiantes de investigación de la criminalidad en los medios— por el texto del miedo y el terror. Antes, como señala Gary Gutiérrez, esos invisibles tenían cara; hoy, el cuerpo sanguinolento ha sido remplazado por el rostro borroso en la foto y “una cinta amarilla” que acordona el perímetro de la escena del crimen. Peor aún, en ocasiones, solo tenemos la foto del rostro de la persona en vida para que hagamos una lectura similar —pero inversa— a la de las cartas del Tarot, o para hacer un ejercicio antropológico lambrosiano de la víctima.
Colofón
Una manera de comprender nuestra historia reciente es aproximándonos a la trasmisión de sus símbolos. La nota roja es un referente ineludible. Evadirla es negar su importancia como testimonio.
—J.M. Servín
No es mucho lo que puedo añadir a esa expresión lapidaria de Servín. Pienso que ese debe ser, en gran medida, el proyecto antropológico de los reality shows: una mirada crítica a sus contenidos, a su construcción cultural y a la manera en la que nos exponen a realidades alternas, que no son otra cosa que universos paralelos al nuestro a los que nunca accederemos. Hay en esos testimonios reflexiones importantes sobre las relaciones humanas que vienen del corazón de la percepción cultural, lo que los antropólogos llamamos la perspectiva emic. Creo que la misión de la antropología, la sociología y otras ciencias sociales radica en realizar un esfuerzo por entender esa visión de mundo, el Weltanschauung de la gente de a pie (y de paso entender los mecanismos de la industria que los produce). A esa conclusión se aproximó también Carlos Monsiváis, en su libro Aires de familia: Cultura y sociedad en América Latina (Barcelona: Editorial Anagrama, 2000), cuando advertía que en esos programas “al democratizarse la categoría de entrevistable, se redefine en un nivel la importancia de la gente anónima” que nos permitiría, añado, rescatarlos del olvido. Por ahí va la cosa.
Agradecimientos:
Como de costumbre, agradezco el trabajo editorial inicial de Cynthia Maldonado Arroyo. Este escrito es producto de varias e intensas conversaciones con Ruperto Chaparro Serrano, quien tiene un ojo crítico para asuntos relacionados con los medios y quien detesta —para mi beneplácito— los reality shows. Para darle forma final a este escrito sostuve una conversación telefónica con Gary Gutiérrez, para precisar algunos datos y recopilar algunas de sus ideas sobre este tema. La conversación también transitó por el tema de las fondas y por las virtudes del mondongo y otros platos esenciales.
Referencias:
Gary Gutiérrez. 2012. Del coloniaje a la sociedad de ley y orden: violencia sistémica en Puerto Rico. En Registros criminológicos contemporáneos, Sonia M. Serrano Rivera, editora. San Juan: Ediciones Situm
Carlos Monsiváis. 2000. Aires de familia: Cultura y sociedad en América Latina. Barcelona: Editorial Anagrama.
J.M. Servín. 2010. D.F. Confidencial: Crónicas de delincuentes, vagos y demás gente sin futuro. Oaxaca: Editorial Almadía.