Eduardo Lalo y la omnipresencia enceguecedora de la palabra parcelera
Para comenzar, es legítimo preguntarse si decir parcelera y decir ‘parcelera’ es lo mismo. ¿Tiene el mismo efecto? ¿Cumple la misma función dentro de la economía de significados de un texto? De la misma manera que, sin excepción, personas que atacaron su texto, Lalo también recurre a las comillas al utilizar la palabra en el mismo. Uno de los propósitos más comunes del uso de las comillas es suspender, desestabilizar, diseminar o de otra manera subvertir el conjunto de los significados asociados a la palabra o frase que viene encerrada en ellas. En definitiva, se les parece olvidar, o pretenden ignorar, que para cualquier autor, decir parcelera, no es lo mismo que decir “parcelera”, al tiempo que se sirven del mismo recurso de suspensión semántica (en inglés, bracketing of meaning) que le es negada a él, para establecer la diferencia semántica en virtud de la cual será atacado. Es como si al mencionado autor se le negara, no la capacidad, sino el permiso de incorporar a la red de subtextos que intenta activar, otras cadenas de significados, incluidos los opuestos. Lo que fue invisibilizado aquí no fueron meramente dos comillas.
En segundo lugar, de la misma manera que llamar ‘marginado social’ a alguien que es en la práctica de la vida cotidiana un macharrán, fundamentalista, xenófobo, ignorante, inculto, vulgar, reaccionario, en suma, una persona dada a la violencia e incapaz del diálogo racional, en lugar de llamarlo ‘yal’ o ‘boricua bestial’, no lo hace menos ‘yal’ o ‘boricua bestial’, si por estos términos convenimos en designar, de una manera muy estereotípica- porque el lenguaje nunca deja de ser eso, más o menos una aproximación estereotípica- a una persona cuya humana singularidad ha sido reducida, por vivir de manera crónica en condiciones materiales y objetivas inherentemente violentas, al estado antes descrito. Esto lo entendemos muy bien aquéllos que practicamos la crítica literaria y cultural, en cambio no aquellos que son incapaces de ver en el uso de semejantes términos otra cosa que no sea un prejuicio discriminatorio por parte del que las utiliza. Debo decir que, para un movimiento como Matria, tan fijado en los detalles discursivos y retóricos de la palabra dicha o escrita y de sus efectos de significado (de poder), me causa perplejidad que se pase por alto ese pequeño detalle, para mi tan importante, y que es pivotal en el argumento de Lalo en su artículo.
Esto, por no hablar de otras cosas que son aparentemente secundarias y que también pasaron muy convenientemente desapercibidas en el juicio (¡la crítica!) que sobre el texto de Lalo han hecho las personas que se han dedicado a descartar de esa manera tan reductiva y superficial la intervención del autor sobre el asunto Keleher, y que son mucho más relevantes. Es decir, si vamos a hacer crítica literaria- que es, dicho sea de paso, lo que están haciendo de manera más o menos consciente las personas que pasaron un juicio sobre un texto escrito como el de Lalo-, entonces seamos serios, rigurosos y, sobre todo, justos, ¿no creen? Digo esto, porque percibo un relente de censura en esa crítica, en virtud de un pretendido monopolio de los términos y del lenguaje, y eso, como crítico literario, me preocupa e incomoda.
La fijación en la minucia escritural, si no toma en cuenta otros aspectos del texto, se reduce a eso mismo, a una fijación fetichista. Por ejemplo, pasan por alto el hecho de que una palabra como parcelera, que les parece tan escandalosamente ofensiva, como aquélla otra de cuño mucho más antiguo, cafre– unos dicen que viene del árabe kafir, que significa ‘pagano’, ‘infiel’, el insulto más degradante que se le puede decir a un creyente musulmán; otros dicen que así se llamó un pueblo procedente del sur de África-, si bien se usó en su momento para designar al otro, como tal, de acuerdo al lugar que se le asigna dentro de una determinada estructura y jerarquía de poder y sujeción colonial, sus efectos de significado, como los del poder, son sin embargo inherentemente performativos, y en consecuencia cambian necesariamente, dependiendo del lugar que ocupen, tanto aquél que las dice como aquél a quién se les dice.
Entonces toda la diferencia parece radicar en la pregunta acerca de la naturaleza del mensaje, tomando en cuenta el lugar de enunciación de la palabra por quien la emite, y el lugar de recepción de la misma de quien la recibe. Pero parece que, para algunos, Lalo es, ante todo, y de una manera fatal, un hombre blanco y heterosexual que practica la escritura académica. Para otros, Lalo es un intelectual, que también tiene que lidiar con la particularidad de ser blanco en un cuerpo de varón, y por supuesto, con todos los prejuicios que ello acarrea.
De igual manera, esa ansiedad un tanto obsesiva por la higiene– por otro lado, inexistente- de las palabras, se me parece demasiado al gesto típicamente eufemista, profiláctico y en el fondo hipócrita, del socialdemócrata, para quien palabras como Negro, nigger, maricón, bucha, y otras, son como insectos repugnantes y malolientes que hay que tratar con la punta de los dedos- y a ese fin reducen el uso de las comillas, a una especie de pinzas simbólicas para protegerlos en su manejo de cualquier contaminación con la palabra-fetiche. Ese cordon sanitaire que se trata de tender en torno a las palabras me parece profundamente sospechoso, y en último término, infantil. ¿A quién están tratando de proteger? ¿Contra qué fuerza maligna y perversa, contra qué fantasmas o demonios están conjurando esas palabras? Tengo la sospecha de que, en la mayoría de los casos, se trata de protegerse a ellos mismos, como los padres que tratan de ‘proteger’ la presunta ‘inocencia’ sexual de sus hijos de alguna escena sexualmente explícita. ¿Contra qué se están protegiendo? Sospecho que es contra el residuo insistente de sus propios prejuicios, miedos, y deseos reprimidos.
¿No es acaso un gesto subversivo arrebatarle el monopolio de los significados al poderoso, sobre una palabra y sobre el lenguaje en general, que después de todo son ondas sonoras en el viento o garabatos en una superficie? A propósito, reconozco dos gestos verdaderamente subversivos, cuando se trata de recurrir a palabras de una cercanía tan dolorosa e inquietante con la genealogía del poder y la opresión. El primero consiste en apropiarse afirmativamente de la palabra, originalmente acuñada por el opresor para degradar al oprimido. Engullirla, digerirla. Es lo que hace, por ejemplo, Roberto Fernández Retamar con la palabra ‘Calibán’ en el libro del mismo título para designar al arquetipo (otra modalidad de aproximación estereotípica) del proletariado cubano, y que es un anagrama del caníbal caribeño reeditado por Shakespeare para figurarse literariamente al bárbaro caribeño. Es el mismo gesto inherente en el movimiento de vanguardia Manifiesto Antropófago de Oswald de Andrade y otros, en Brazil durante el siglo XX. Es, incidentalmente, el gesto a que alude la antropóloga Rima Brusi en su reciente comentario de 80grados acerca del mismo artículo de Lalo. Y eso está muy bien.
Pero hay un segundo gesto, que es el de usar la palabra en cuestión, precisamente contra aquella persona que representa el lugar de donde usualmente viene, como parte del ejercicio de su poder y opresión sobre el otro. Al hacerlo, se subvierte su función y las relaciones de poder que la misma determina: en lugar de funcionar como un dispositivo para consolidar tal relación, instituye un corto circuito en el mismo. Es ese el gesto fundamental en el corto escrito de Eduardo Lalo, y el que se perdió dentro de tanto infantilismo higienista. En su escrito, Lalo le está diciendo dos cosas muy importantes a Keleher, y es una pena que tantas personas que se dicen progresistas no se hayan dado cuenta. En primer lugar, le está diciendo al poder político y económico (encarnado en la persona de Julia Keleher), que la ignorancia, la barbarie, la violencia, la incultura, que en Puerto Rico son históricas, diría que de una manera casi constitutiva de cierta modalidad de lo puertorriqueño– es decir, tal y como trafican y se sirven de ella los poderosos-, y que de hecho arropa cada vez más a la isla, se origina, en realidad, en el poder estatal mismo y sus prácticas de opresión. Es el poder estatal y legal el que ostenta todas esas características, y no las yales y los boricuas bestiales, que no son sino la expresión subjetiva de esa violencia. El origen de la violencia que el Estado capitalista pretende reprimir con todos sus mecanismos policíacos y disciplinarios es el poder del Estado capitalista que tú representas, le está diciendo Eduardo Lalo a la Keleher, al llamarla ‘parcelera’. Lo segundo, tan importante como desapercibido, que le dice Eduardo Lalo a Julia Keleher es que el dinero y el poder nunca son sinónimos de humanidad, entendiendo esto dentro de los términos ilustrados tan clásicos (¿“comemierdas”?) con que Lalo los describe. Todo lo contrario, cualquier persona que se beneficie económica, social, y culturalmente, de la manera tan acaparadora con que lo hacen figuras como Keleher, de un sistema tan injusto y antidemocrático como el nuestro, es de antemano sospechosa de inhumanidad, es en potencia una ‘yal’ o un ‘boricua bestial’, es decir, una persona que bordea lo salvaje, claro está, de manera estereotípica, tal y como usualmente se ha convenido en entender tales términos. Le está diciendo con esto que el comportamiento injusto, arbitrario y prepotente del poderoso no es sino el verdadero fundamento de aquella barbarie que aquél pretende proyectar sobre oprimido. Es decir, veo implícito en el escrito de Lalo toda una crítica de clase, para el que sabe leer.
Hay quien sugerirá, como lo hizo la fundadora de Matria y mi querida y admirada amiga, Amárilis Pagán, que Lalo debió haber usado un término menos ‘problemático’ o ‘controversial’. Pero yo diré que el andamiaje argumental del artículo se vendría abajo en tal caso. No hablaré del hecho, también pasado por alto, de que Lalo se identificó, tomó el lado, de los de abajo, al mencionar la anécdota con su madre. Tampoco explicaré la relación que tiene ese gesto con la historia de la figura del intelectual caribeño y latinoamericano, tal y como desarrolló esa identificación con los márgenes de la ciudad, desde segunda mitad del siglo diecinueve, y durante todo el siglo veinte. Lo que importa es darse cuenta de que todos estos aspectos, presentes en el texto de Lalo y tan importantes para la cabal comprensión del mismo, desaparecieron ante la omnipresencia enceguecedora de la palabra parcelera.
Con todo esto, no pretendo defender a la persona de Eduardo Lalo, que estoy seguro no necesita a nadie que lo defienda y es tan proclive a cometer tantos errores como el que más. Aquél que me conoce bien sabe que me separan diferencias importantes de él, que señalaré en su momento. Me creo en el deber, sin embargo, de defender la relevancia, la función y el papel que su figura y actividad representan, en el contexto del proceso de embrutecimiento y lumpenización sistemática por el que atraviesa la población de esta isla desde hace bastante tiempo. ¿No será que detrás de esa condena hay una especie de menosprecio populista a la figura del intelectual, del crítico literario, o en todo caso de resentimiento anti-académico contra el que tenga el atrevimiento de salirse de la plantilla prescrita por los censores de lo correcto?
No sé, a lo mejor será que también padezco de todos los males de los que se acusa a Eduardo Lalo. Pero ciertamente me aturde y entristece la condescendencia chata y simplona con que a veces movimientos que se dicen de emancipación y justicia social se acercan a la figura del escritor y a sus prácticas textuales. Me aturde y entristece pensar que, dentro de ese proyecto de una sociedad futura, más igualitaria y justa, aún exista la posibilidad de que la escritura tenga reservado el mismo espacio en el que el rigor y la complejidad conceptual, la agudeza y sutileza intelectual, y muy en particular la auto-crítica, también estén, como ahora, condicionados por la sombra de cierta vigilancia policíaca del lenguaje.