El brochazo light
En mi infancia setentosa en Aguadilla aprendí que las marcas en el rostro de una mujer eran el signo –término que adquirí después en la IUPI– de su perdición, de su degeneración, de su deterioro y de su desprestigio social. En aquellos años de “inocencia”, las marcas solían referirse a tajos, cicatrices, lunares grandes naturales o pintados con Maybeline y unas manchas oscuras que las mujeres mayores adjudicaban, siempre entre susurros y risitas, a “la píldora”. Eran, según recuerdo, los rostros de las Marías convertidas en Marys, las Josefinas convertidas en Jossies y las Adelaidas convertidas en Adys que habían calentado los motores –entre otras cosas– de la economía informal de la antigua Base Ramey y que daban mucho que hablar a las parroquianas de los beauties, quienes, después de largas esperas y codiciados turnos sudorosos bajo la secadora, solían despedirse cada sábado con la cáustica frase: “en sus lenguas quedo, y en la mía quedan todas ustedes”.
Ya en mi adolescencia aprendí en uno de mis varios trabajos como estudiante universitaria que el espectro de “marcas” en el rostro de una mujer, antes considerado indecoroso y repudiable, era mucho más vasto en San Juan. Como vendedora de cursos de modelaje para una agencia reconocida me inicié en la ilusoria faena del maquillaje “correctivo”, una suerte de hojalatería y pintura dizque refinada abocada a ocultar todo tipo de “imperfección” que mitigara en contra del “rostro ideal”: desde cicatrices, lunares, pecas, líneas de expresión, barros, espinillas y marcas de acné hasta frentes pronunciadas, narices anchas, cachetes redondos, mandíbulas prominentes y labios gruesos –esto fue antes de que Angelina Jolie los pusiera de moda–. Afortunadamente, el trabajo en la agencia duró poco, pero no así mis estudios universitarios en comunicación social, medios y cultura popular.
En días recientes recordé estas “lecciones” mientras le seguía el rastro a una “noticia” que se regó cual polvo suelto en los medios electrónicos y las redes sociales a nivel global y que sin duda marcó el espíritu patrio popular estadounidense. Se trató de la prohibición en el Reino Unido de una campaña publicitaria de la principal industria de cosméticos del mundo en la que aparecía el luminoso rostro de la Pretty Woman que en los noventa engrosó las arcas hollywoodenses por casi $500 millones y se consagró como el pin-up girl global de la pos-guerra fría. Según el diario británico The Guardian, la voz que quebró el espejismo publicitario de la hoy cuarentona Julia Roberts, y de su congénere Christy Turlington en una campaña paralela, fue la de Jo Swinson, miembro del Parlamento Británico y vocero de iniciativas en contra de lo que, con cierta licencia poética, traduzco como el abuso del airbrushing. Para la funcionaria, los retoques digitales en las imágenes de las modelos eran “excesivos” e “innecesarios” ya que ambas “son mujeres naturalmente bellas que no necesitan retoques para lucir espectaculares”.
Las fuentes periodísticas identifican a Swinson como una demócrata liberal que ha liderado iniciativas en contra de las “exageradamente perfeccionadas e irreales imágenes de mujeres” en la publicidad. El 27 de julio, aparentemente, sus esfuerzos rindieron fruto: la Autoridad de Normas de Publicidad (Advertising Standards Authority, ASA) del Reino Unido vetó las campañas publicitarias que L’Oréal había puesto en cara –y no en manos, lo cual seguramente requeriría varias sesiones adicionales de airbrushing– de Roberts y Turlington en dicho país. La decisión y su difusión en los medios noticiosos y faranduleros azuzó debates entre periodistas y, más aún, foristas estadounidenses en medios tan diversos como CNN y Huffington Post, entre muchos otros. (De más está decir, la “noticia” aterrizó rápidamente en suelo boricua y recibió la atención inmediata de los principales diarios.)
Para muchos formadores de opinión, quienes hoy ya no son sólo figuras mediáticas, sino también Fulanos y Fulanas en los foros virtuales y las redes sociales, la crasa intervención del estado británico en el acicalado escenario de la publicidad constituyó una afronta paternalista, arcaica e incongruente con la Constitución estadounidense y la primera enmienda de esa previa colonia inglesa, un estatuto frecuentemente resignificado en nuestros tiempos como una vacua defensa de la “libre expresión” siempre y cuando, como ha dicho Noam Chomsky, se trate de las expresiones de aquellos que comparten nuestra opinión.
A mi modo de ver, el telón de fondo de esta respuesta es el espectáculo neoliberal montado por aquel mediocre actor que por ocho largos años se dedicó, entre otras maniobras, a desregular los mismos medios de comunicación que simultáneamente utilizaba para desarrollar la campaña de relaciones públicas más extensa y conspicua en la historia reciente. Uno de los corolarios de la desregulación mediática a la Reagan fue la figura del “consumidor informado” capaz de acceder, seleccionar y procesar un cúmulo cada vez más vasto, aunque no necesariamente diverso, de productos mediáticos y mercancías. Las corrientes que deshelaban el Cuco de la guerra fría sumergían en el olvido la preocupación por la manipulación mediática y los efectos de los mensajes mediáticos en las actitudes y los comportamientos individuales y sociales.
En esta coyuntura histórica la academia jugó un papel significativo. Al mismo tiempo que los medios se “liberaban” de la injerencia estatal, los estudiosos de la cultura popular descubrían y develaban, muchos con beneplácito, el rostro iluminado de las “audiencias activas” que negociaban, resistían y/o transgredían los confines semánticos y simbólicos de los productos que los conglomerados mediáticos les hacían cada vez más “accesibles” (a un costo adicional que ha ascendido sin tregua desde la histórica Cable Act de 1984). Por tanto, es lamentable, mas no sorprendente, que dos décadas más tarde la respuesta de los medios y los públicos estadounidenses a la decisión del ASA británico haya sido predominantemente defensiva. No creo que se trate simplemente de laceraciones al orgullo patrio o de resabios “pos-coloniales” de una nación que es, en términos históricos y evocando a Benedict Anderson, una comunidad recientemente “imaginada”. Intuyo que se trata de algo mucho más profundo, si bien pueril: la internalización del consumismo individual como significante de participación democrática y la figuración del ciudadano como un “consumidor informado” que participa, valga la redundancia, en el mercado de imágenes, ideologías y productos con un conocimiento cabal de sus necesidades y de los estratagemas del mercado y que al final “is always right” y puede hacer devoluciones, solicitar “rain checks” y acudir (y aquí la puerca neoliberal entorcha el rabo) al estado y a las cortes para hacer valer sus derechos individuales en la ágora neoliberal.
Dejando a un lado mis breves y debatibles ponderaciones respecto a la respuesta estadounidense al veto británico de las campañas publicitarias citadas (la cual, merece reseñar, reverberó y se reprodujo en otros lares), retomo el asunto que despertó mi interés sobre esta “noticia”: el abuso del airbrushing y los lindes empleados para distinguir entre el uso “adecuado” y el “excesivo” de esta práctica.
Contrario a lo reportado en muchos de los artículos, columnas y comentarios en medios “noticiosos” y faranduleros (si es que todavía podemos distinguirlos) tras el dictamen de la ASA, la polémica de los retoques digitales y los debates en torno a la apariencia física, la estética, la “belleza” y su imbricación política, social y económica no son nuevos. De hecho, los propios creativos de Hollywood pusieron leña en este fuego a principios de la década de 1990 cuando se vieron obligados a admitir que el cuerpo en el afiche promocional y en muchas tomas del éxito taquillero Pretty Woman no era el de Roberts, sino el de una más tonificada y entonces desconocida Miss Michelle, quien se convirtió posteriormente en una altamente cotizada doble en el mercado de piezas femeninas de Hollywood.
Más recientemente, el airbrushing incitó polémicas de otro orden que me resultan pertinentes para abordar la discusión de este tema en nuestro País. Se trata del alegado “blanqueamiento” digital de la estrella pop afro-americana Beyoncé y de la talentosa joven actriz afro-americana Gabourey Sidibe (la Precious del filme homónimo) en campañas publicitarias y en portadas de revistas “femeninas”. En estos casos, que no conllevaron el retiro de campañas ni productos, los críticos alegan que el airbrushing cumplía el objetivo de crear “productos” más atractivos y apropiados para los medios en cuestión, sus propósitos comerciales e ideológicos y las preferencias y perfiles de sus públicos. Interesantemente, en ninguno de estos casos las compañías en cuestión admitieron haber hecho nada “fuera de lo ordinario” para producir las imágenes de Beyoncé y Gabby. No obstante, en el reciente caso de Turlington, quien, como diría Rubén Blades, tiene hasta “los dientes rubios”, L’Oréal admitió haber “aclarado su piel” y “reducido sombras y oscurecimientos”.
Los que ya superamos la frontera de los treinta seguramente recordaremos que las brochas emplearon un matiz opuesto en el caso de OJ Simpson en el preámbulo de su debacle como poster-child de la era pos-derechos civiles en Estados Unidos. En 1994, con el alegado propósito de hacer la imagen más “artística”, la revista Time procedió a significativamente oscurecer (léase, ennegrecer) el mug shot de OJ publicado en la portada con miras, según los críticos, a influenciar la opinión pública en su contra. En aquella ocasión la revista, eventualmente y con las muelas de atrás, se disculpó por su decisión “creativa”. Sin embargo, como seguramente también recordarán aquellos lectores que aún no han alcanzado la marca de los treinta, Vanity Fair no hizo lo propio cuando apeló a una estrategia similar para representar al ya alicaído Tiger Woods en 2010.
Con estos y otros notorios casos como telón de fondo resulta curioso que Swinson haya defendido el veto a las “excesivamente” retocadas imágenes de Roberts y Turlington con el argumento de que, por ser estas “naturalmente bellas” (como si existiese un “bellómetro” universal), no “necesitan” retoques. Interesantemente este problemático argumento no fue objeto de escrutinio en la cobertura mediática de “la noticia”. Ahora bien, fueron incontables los críticos y comentaristas que, cual misiólogos aficionados, disectaron los rostros de las estrellas en sus intervenciones televisivas y virtuales demostrando no solo gran pericia en la objetificación femenina, sino también desconfianza en el bellómetro de Swinson. En este sentido, una medida proteccionista estatal que, según explicara la funcionaria a la cadena BBC, tiene como objetivo incidir en un serio problema de salud pública –el alza en desórdenes alimenticios y en problemas de auto-imagen y auto-confianza entre las mujeres, especialmente las jóvenes– deviene en el mercado de ideas de los medios neoliberalizados en el trillado, trivial y trucho debate de quién es más linda y quién necesita o no airbrushing.
Me motiva ponderar un asunto tan light de la pesada agenda noticiosa de las pasadas semanas el hecho de que me parece un tema que nos concierne. Sé que no es una primicia reconocer y denunciar que en la historia mediática de Puerto Rico han prevalecido estándares de aceptabilidad, sino de “belleza”, asfixiantemente homogéneos tanto en términos genéricos como raciales. La lúcida investigación de Yeidy Rivero en Tuning Out Blackness (Duke, 2005) constata el histórico entramado de decisiones y adaptaciones que cimentaron a la televisión y a las artes visuales en Puerto Rico sobre la base de un ideal “blanco”. Las marcas de todo lo considerado ajeno a éste debían ser borradas (como fue el polémico caso de Lucecita) o exageradas, generalmente para efectos de comicidad (Diplo, Lirio Blanco, Pedro Fosas Nasales, entre muchos otros). Los demás medios han hecho muy poco para retar este “estado del arte”. De hecho, deliberada o tácitamente lo consolidan, como nos lo demuestran los frecuentes “reportajes investigativos” de Primera Hora dedicados a identificar a “los más feos” de Puerto Rico donde, indefectiblemente, encabezan las listas figuras que no encajan dentro del ideal “blanco” de belleza o aceptabilidad social. Reportajes que si no practican, sin duda promueven todo tipo de chacota y escarnio racistas. En la mayoría de los casos, para bien o para mal, las estrategias de difusión y legitimación del modelo del ideal “blanco” son más light y, por ende, más insidiosas.
Casualmente, la misma semana en la que dediqué, admito, un desmesurado esfuerzo a rastrear la cobertura y los debates respecto a la decisión del ASA británico, me topé en la cola del supermercado con la última edición de la revista Caras. Confieso que, a pesar de mi training académico y de (o tal vez gracias a) las marcas indelebles que mis ya reveladas lecciones infantiles y adolescentes dejaron en mi conciencia, generalmente me mantengo a raya de publicaciones como éstas. Sin embargo, advertí algo en la portada de la revista que me resultó inusualmente familiar y me atrajo ella. No la reconocí de inmediato, pero, tras navegar los tupidos códigos del diseño de portada me percaté que se trataba de Alexandra Malagón. ¿Cómo olvidarla? ¡La trigueña de 7-up! El “oasis” (un pun que sólo entenderán los que tienen más de treinta y recuerdan la fallida campaña del refresco Like) que algunas jóvenes de mi generación recibimos con beneplácito después de años de ver a Carmen Belén Richardson sirviéndole café a Tommy Muñiz en comerciales y subyugándose a una amplia gama de amos y señores en las telenovelas y de identificarnos, entre susurros y risitas, con Alba Nydia Díaz a pesar de que siempre era “la mala”, la marcada, en las telenovelas de nuestra generación.
Sumo otra confesión: me enterneció reencontrarme con “la Chica Like” en el Mr. Special de Cabo Rojo al punto que hasta compré la revista. Aún no he leído los artículos porque me ha consumido demasiado tiempo absorber y procesar las imágenes. En la foto, Caras elimina todo índice (recordemos a Barthes) del paso del tiempo en la vida y exitosa trayectoria de Malagón, quien aparece como la gemela fraterna de “la trigueña de 7-up” de hace dos décadas. Solo que esta hermana es bastante más light (sobre todo del cuello hacia arriba) y no ostenta los esplendorosos rulos de la “la Like”. Interesantemente, en las fotos que acompañan el reportaje Malagón luce más a tono con su rango etario y con las imágenes que de ella circulan actualmente en otros medios. Sin embargo, como si los creativos de Caras hubiesen sopesado elementos en la ecuación de la “aceptabilidad” mediática, su evidentemente airbrusheada piel dista de reflejar los tonos que dieron pie a su primer nombre artístico.
En el mismo número de Caras se publica un artículo especial titulado Las caras más fascinantes de Puerto Rico. Me sorprendió y, por qué negarlo, me complació que el despliegue de fotos adecuadamente identificado como un “espacio creativo” comenzara con una de esas pocas figuras que han ganado aceptación mediática a pesar de rebasar los estrechos límites del ideal “blanco”: la carismática y talentosa Ivonne Solla. Pero, tras recorrer visualmente el portfolio de fotos, el beneplácito me duró poco. El mise-en-scène y seguramente el airbrushing de posproducción desdibujan muchos de los rasgos de Solla que hemos visto y, confieso en mi caso, apreciado estética y políticamente durante sus años en la televisión y la atemperan a los confines estéticos de este segmento “creativo”, claramente basados en los estrechos estándares del glamour publicitario que toleramos en nuestro país. Solla, al igual que Malagón, lucen “blancas” o al menos aceptablemente “blanqueadas” para los medios fashion puertorriqueños.
Que quede claro, aludo a estos ejemplos recientes sin la menor intención de poner en tela de juicio a las profesionales en cuestión. De hecho, en esta nota que inadvertidamente se ha convertido en una suerte de testimonial, me tienta compartir que en mi adolescencia de pueblo chico ambas fueron fuentes de inspiración y modelos mediáticos de alternativas a la consagración de la servidumbre y el exotismo afro-puertorriqueños que, tal vez en contra de sus convicciones, me ofrecieron los roles de Carmen Belén Richardson, Ruth Fernández y Alba Nydia Díaz… ¡y ni hablar de Colibrí! Es por pura sincronicidad, como diría Jung, que apelo a estos ejemplos de entre tantos otros que podríamos considerar en un estudio más pormenorizado y riguroso que aún tengo pendiente.
Me llevará algún tiempo pagar esa deuda. Mientras tanto, nos convocó a pensar y debatir reciamente los temas light de la producción y posproducción de imágenes en nuestros medios y del consumo informado y crítico de éstas y aquellas que cada vez con mayor celeridad y volumen nos llegan de otros lares. Las decisiones creativas, como las editoriales, nunca son individuales. Los intereses publicitarios, como los gerenciales, no son reducibles a la acumulación de capital. Los medios no sólo proveen información y entretenimiento a sus públicos. Y lo público recorre la gama de lo notorio y lo célebre, lo vulgar y lo común, lo espectacular y lo “del pueblo”.
La polémica y mediática iniciativa del ASA británico, pese a los problemáticos raciocinios de Swinson, reaviva el debate en torno al rol del estado en el encuentro, desigual sin duda, entre los medios y “el pueblo”. Concurrentemente, pone sobre el tapete asuntos irresueltos sobre género, feminidad, poder, socialización y salud pública que, por cuenta de la desregulación mediática impulsada por el neoliberalismo y la concurrente despolitización de los estudios culturales y de medios, fueron proscritos a la lápida passé del “modernismo” no empece los esfuerzos investigativos y políticos de Jean Kilbourne, entre otros. No pretendo proponernos emular ni criollizar esta empresa. Sí propongo que la ponderemos informadamente sin caer en la maraña de lo trillado, lo trivial y lo trucho y con miras a fomentar un debate heavy sobre los estándares de representación en nuestros medios y sus consecuencias ideológicas, sociales y políticas no sólo en términos genéricos ni etarios, sino también, y especialmente, raciales.
Para puntualizar la severidad de este asunto tan pendiente como urgente, cierro con dos viñetas basadas en otras “noticias” y experiencias con las que me topé mientras ponderaba escribir esta columna:
™ El 4 de agosto la Policía encontró en Utuado el cuerpo apuñalado de Nancy Guzmán González. Tres días más tarde identificaron a tres posibles sospechosos. El titular del diario que publica la noticia lee “En prisión preventiva tres personas por asesinato de mujer en Utuado”. No identifica el sexo de las personas—hombres—pero lo acompaña una prominente fotografía de la víctima: una ficha criminal de Guzmán González, una mujer negra sin retoques ni airbrushings. ¿Por qué esa foto de la víctima en la nota sobre los alegados victimarios? Cuáles son los valores y prejuicios que sustentan esta decisión editorial y creativa? ¿Qué implicaciones acarrean para los públicos que consumimos, comentamos y juzgamos esta noticia?…
™ Por lamentable casualidad, el primer día del curso escolar tuve que ir de tiendas. En la cola de una tienda por departamentos barata me topé con una escena que seguramente nos resultará familiar. Una niña de unos 4-5 años le demandaba a su madre que le comprara cositas que había depositado en su propia canasta y le reclamaba, a viva voz, “tú, nunca me compras na’”. La madre negociaba con la niña respecto a cuál—“una sola”—de las muchas cositas ella estaba dispuesta a comprarle. La niña, con uniforme que olía a nuevo y portando el logo de un tal “Mafalda Day Care” (¡ay, Quino, excúsanos!) no daba tregua e insistía en que necesitaba todas las cositas. Me interesé en el debate filial hecho público para todos los que esperábamos en la cola y observé que las cositas no eran lápices, ni libretas, ni sacapuntas, sino lipsticks, sombras y polvos. Cuando le llegó el turno a la madre e hija para colocar sus compras en la polea, la niña, con uñas de acrílico estilizadas y pelo recién planchado colocó todas sus cositas allí. La madre ya no resistió el costo, mas sí puso peros por la opción de tonos escogida por la niña. “Ve y busca colores color más claros. Yo te los compro, pero esto es muy oscuro. Te vas a ver fea.” La niña, Mafalda en pecho, salió despavorida a procurar sus maquillajes en tonos light. La madre, complacida, pagó el costo.