El claroscuro
Hay un mismo y único camino de luz y oscuridad por el que todo va y viene.
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La vida está preñada de sí misma. Esto implica, entre otras cosas, que a la vida nada le falta y nada le sobra; que en ella no hay pérdida ni ganancia. La violencia, la devastación y la muerte son parte de su exuberancia. No tiene sentido juzgar la vida, ya que el valor de la vida es absoluto, es decir: absuelto de todo juicio de valor, indiferente a toda valoración humana o divina. Se puede entonces afirmar que el valor de la vida equivale a cero. Y puesto que 0 es el único número que no contiene nada que no sea la abertura a lo indeterminado, entonces cabe decir que la vida está llena de infinitas formas que no cesan de disolverse en lo informe y, por tanto, en lo ilimitado. Así, pues, llena y vacía habría que decir. Lo informe es la indiferencia (adiáphora) de lo real. De donde resurgen esas otras formas de vida. No otro es el destino de la diferencia (diáphora) y del flujo incontenible del devenir. Sin embargo, la vida no agota lo real. Lo real, si bien abarca la vida, no se limita a su exuberancia. Puesto que lo real es, en última instancia, indeterminado (tó apeirón), es decir, vacío de sí mismo como el cero, lo que llamamos “realidad” toma la forma que se le da, dejando intacto la insondable oscuridad, por la que irradia la luz, el fulgor o el trasfondo alucinante de lo que como realidad se muestra o aparece. ¿Cómo concebir lo indeterminado y considerar el fugaz pero incesante esplendor de la vida?*
En la tradición greco-romana se dice que el principio es el caos. Se dice también que el caos es ya una prefiguración del cosmos; y el cosmos la antesala del caos. Razón por la cual se ha acuñado en nuestros tiempos el término caosmos. Cosmos significa orden y belleza; pero también construcción, proporción, composición. De ahí su vínculo con la poiésis, con la acción y la creación. Y con la physis, es decir, con lo que brota o sale a la luz para resarcirse de nuevo en la oscuridad. Por su parte, caos no significa únicamente “desorden” sino, más importante aún: abertura, vacuidad e indeterminación. De ahí su vínculo con el azar y la contingencia, la tyche. Han sido múltiples y complejas en el mundo antiguo la manera de entender esta tyche o fortuna. Nos interesa, por ahora, destacar la siguiente: «Tyche es kyria, o sea, la señora del mundo. Es celosa, ciega, perversa, paradójica, caprichosa e irracional. En otras palabras, no hace nada kata logon, según las reglas de la razón.» (M.-O. Goulet-Cazé, “La religión y los primeros cínicos” en Los cínicos, Barcelona, Seix Barral, 2000). La tyche nos refiere, pues, a aquella dimensión de lo real que no está sujeta a las proyecciones de las acciones humanas. Nada de extraño tiene entonces que se asocie con lo desafortunado o la mala suerte. Nada de extraño tiene tampoco el esfuerzo mítico y antropomórfico por personificarla y conjurar su infortunio. Téngase en cuenta además que en nuestra lengua la palabra «azar» viene del árabe y significa la ‘cara desfavorable del dado’ (Diccionario etimológico de la lengua castellana de J. Corominas), teniendo así la misma connotación de mala suerte, desgracia, pero también –y esto es importante– riesgo y aventura. De ahí lo venturoso del azar. También hay que destacar su proveniencia del árabe zahr que significa ‘flor’. Es así como la flor de azahar lleva consigo la marca simbólica del azar, es decir, el encuentro con lo inesperado que, en su momento, reluce como una flor (la raíz z-h-r, siempre según el diccionario ya citado, significa, en efecto, lucir, brillar, florecer). Pero si algo florece es porque han sido dadas las condiciones para ello. En otras palabras, el azar no es lo que ocurre por casualidad sino la ocurrencia misma en el acaecer incontenible del devenir. El don del azar nace, pues, de la dimensión intempestiva del tiempo. Por ello, y contrario a lo que podría pensarse, el azar es inseparable de la necesidad (ananké). Podría hablarse entonces de la azarosa necesidad. Pensemos, por ejemplo, en el encuentro fortuito de dos antiguos amantes en un determinado lugar y a un tiempo determinado. Si cada uno por su parte no hubiese decidido acudir a ese lugar y en ese tiempo, es decir, si no se hubiesen dado las coordenadas espacio-temporales del encuentro, este no se hubiese producido. Todo encuentro es el symbállon de una contingencia y, por tanto, de lo que toca a cada cual como consecuencia de lo decisivo de cada momento de vida, y a tono –porque se trata siempre de un desglose musical– de lo se ha decidido vivir. En lengua portuguesa ‘azar’ se dice acaso, con lo cual se resalta la naturaleza incidental, y no sólo accidental, de lo que ocurre. Los encuentros no son necesarios, pero dadas las condiciones que lo posibilitan, ocurre lo que tiene que ocurrir. El azar no es, pues, lo indeterminado, es decir, el caos. Pero es en virtud de lo indeterminado, es decir, de la vacuidad de lo real, que florece el azar. O, si se prefiere, el azar es lo que ocurre gracias a la abertura indefinida e infinita de la metabolé, de la constante y súbita cristalización de las formas. El principio que es el caos no es, pues, tanto el origen como el fundamento: aquello a partir de lo cual se despliega el florecimiento del azar. El caos es lo informe de donde brotan las formas. Pero las formas conforman el cosmos que no cesa, a su vez, de replegarse al pliegue del devenir, es decir, a lo indiscernible que posibilita el discernimiento de lo que ocurre.
En el antiguo pensamiento de la India nos topamos con la sentencia de que «la forma (rūpa) es exactamente vacío (sūnyatā) y el vacío exactamente forma». Esta sentencia está tomada del Prajñāpāramitā Sutra (“Sutra de la Perfección de la Sabiduría”), un clásico de la literatura budista mahāyana, compuesto en torno al siglo IV de la era vulgar, el cual lleva también el nombre de “Sutra del Corazón”. En su traducción al chino, al japonés y algunas lenguas europeas, es también un texto de referencia fundamental que se canta cada día en los monasterios Zen. La idea fundamental es que el vacío o vacuidad no es ausencia o carencia sino el fondo oscuro o indiscernible desde el que brotan las formas físicas o materiales, pero también los pensamientos o las imágenes mentales. En todo caso, el vacío es el ámbito indiscernible en virtud del cual se articula lo discernible o lo que sale a la luz. De esta manera, cabe afirmar que todo lo que aparece o se muestra, sean fenómenos psíquicos o materiales, está «henchido de vacuidad». Esto quiere decir que no tienen otra sustancia, entidad o permanencia que la que le otorgamos con el pensamiento y el lenguaje; ni otra realidad que la que surge, persiste y cesa en virtud de las interacciones de los fenómenos, del entramado infinito de lo real. De dicho entendimiento, nacido de la práctica meditativa o el recogimiento del zazen, y no sólo de las especulaciones teóricas, brota la sabiduría y la compasión. Compasión, en este contexto, significa percatarse del padecimiento inherente a la vida: todo lo que vive padece, y todo lo que padece vive. Sabiduría significa percatarse del incesante surgir, persistir, cesar y resurgir de los mundos. Hay innumerables maneras de padecer, pero todas se siguen del apego o adherencia a nuestra fuente común de bienestar (en lengua pali: sukha) o malestar (dukkha) que es el anhelo, ansia o sed (taṇhā) de existir; pero también del repudio o rechazo de todo aquello que es contrario a la ilusión de ese mismo anhelo o ansia. Puede hablarse así de la condición patógena de la existencia. De esta condición emerge la tendencia humana, demasiado humana, de asignarle un valor moral al mundo o, en su caso, de hacer de los criterios del bien y del mal entidades o realidades sustanciales independientes de nuestros propios juicios de valor; o, en su caso, fundados en la creencia o idea de un origen divino, sobrehumano o sobrenatural de la existencia. Hay, sin embargo, una sabiduría única, la cual consiste en reconocer que la condición patógena de la existencia está ligada o sujeta al anhelo de existir y, por tanto, a la ansiedad y angustia que se derivan de dicho anhelo. Un tal reconocimiento sólo puede nacer de la fuerza más íntima de la mente y de la potencia de obrar del cuerpo. Pues de la mente nace la cualidad ética de los pensamientos y es desde el cuerpo que se forman los impulsos de la mente. He ahí el profundo sentido de la aesthesis, es decir, de la sensibilidad e inteligencia para cultivar la mente y llegar a entender que no son los límites del cuerpo sino la enredadera de los pensamientos la auténtica cárcel de la mente. La intimidad no es, pues, sólo la de los cuerpos que se aman o desean. Lo íntimo es también aquello que permite vislumbrar la plenitud del vacío, esto es: el punto álgido donde la vida y la muerte, sin dejar de ser vida ni muerte, tocan el corazón de lo real, el ámbito indiscernible que va más allá de la vida y de la muerte.
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La palabra adviene al florecimiento de la cosa, a lo que en ella se abre, se expone, se entrega. La palabra sale al encuentro de la cosa, y nace el nombre, es decir, la creación de sentido que es siempre una plétora de significación. Ninguna palabra se agota en lo que nombra. Y ninguna cosa se limita a la forma de su denominación. De tal manera que el fondo sin fondo desde el cual se da, ocurre o acaece la eclosión es, precisamente el vacío, es decir: lo ilimitado que acoge sus propios frutos, las fulguraciones momentáneas de lo infinito. Lo más difícil es atenerse a la extrema simplicidad de lo que está siendo; al hecho de que, como reza un proverbio Zen, «las flores florecen tal como florecen». No hay nada más que pensar ni decir. Y cada pensamiento, cada palabra, cada gesto; cada grito, cada júbilo o desgarramiento brotan de ahí hasta fundirse de nuevo en lo inmarcesible del gran silencio.