El Estado Libre Asociado y la glosolalia
Recuerdo una conversación entre dos curas cuando estaba en mis últimos años de escuela superior. Uno de ellos era un hombre culto, conocedor de más de media docena de lenguas, en su mayoría muertas. Había vivido y estudiado en Alemania, Holanda y Bélgica. Había pasado por muchas ciudades de Estados Unidos, Canadá y América latina. Su colega le hizo una pregunta que desde la primera sílaba estaba teñida de humor: ¿Cuándo tu estás por esos sitios cómo le explicas a la gente lo que es el Estado Libre Asociado? Desde esa lejana conversación se ha celebrado algún plebiscito, se han reunido innumerables comités en Washington y Naciones Unidas, se han llevado a cabo ocho o nueve elecciones en las que un por ciento elevadísimo de la población votante se posiciona a favor o en contra del Estado Libre Asociado de Puerto Rico. El ELA amado o terrible continua siendo nuestro gran concepto límite.
En 2012, año de elecciones, vuelve a circular el nombre de la «fórmula» con los bizantinismos, idolatrías, fobias y vergüenzas que la acompañan. En la radio, la televisión y la prensa escrita, una legión de hablantes y escribientes comentan el asunto enarbolando con frecuencia la teatralidad de un participante en un ring de lucha libre o la inclinación para la improvisación de un baloncelista en rompimiento rápido. Pienso que es prudente considerar este término alejado de las creencias (recordemos la formulación popular en su doble acepción: «¿Cree usted en el ELA?»), tomando en cuenta lo que reptaba ya en la lejana conversación de los dos curas, es decir, ¿cuánta realidad posee algo si no es comunicable con palabras comunes a todos?
Los tres vocablos que nominan la fórmula política de nuestra sociedad, «Estado», «Libre» y «Asociado», enuncian algo que no puede tomarse simplemente por «lo que dice», pues, de hacerlo, se confrontarían contradicciones de importancia. (Por ello el ELA casi nunca se enuncia solo, luego de él viene una explicación.) No tengo que elaborar sobre este asunto que todos conocemos y resulta obvio. Sin embargo, sí quiero señalar que este tipo de uso o mal uso lingüístico es común en el lenguaje político del siglo XX. En Puerto Rico el ELA no es el único caso: el Partido Nuevo Progresista, no era «nuevo», pues no le antecedió un antiguo Partido Progresista, ni fue «progresista» si nos atenemos al valor universal del término. La novedad y el progresismo se vaciaron de contenido y adquirieron la condición de disfraz. Resultó útil, al año de su fundación ganó su primera contienda electoral.
Un procedimiento similar pudo verse en el nazismo, cuyo Partido Nacional Socialista enarbolaba una construcción conceptual imposible: ¿cómo ser nacionalista e internacionalista a la vez, cómo ser simultáneamente de derecha e izquierda? Ha habido casos como el de la antigua URSS, que le llamaba «unión de repúblicas» al resultado de su expansión colonialista, de forma similar a la llevada a efecto por Estados Unidos al categorizar sus colonias como «territorios». En estos ejemplos es clara la intención de provocar confusión y hacer, a la larga, por repetición y falta de cuestionamiento, que se acepte como realidad ¨evidente¨ un sinsentido. Ésta es también una forma muy efectiva de hacer política. Nuestro tiempo lo demuestra, está lleno de historias de éxito.
Estas contradicciones lexicales contienen y a la vez pretenden ocultar un proceso histórico sin culminar, que quedó corto cuando no fue abiertamente un fracaso, y que nos deja ante la dificultad de lidiar con algo que nunca fue realmente lo que ha sido impuesto como su descripción. Esto vale tanto para el Estado Libre Asociado, como para la URSS, como para tantas de las llamadas revoluciones. La historia, muy trágica con frecuencia, recoge las consecuencias de estos errores e insuficiencias (¿lo son verdaderamente?) de enunciación. En algún momento, se abandona la razón (y la corrección lingüística) y se abraza la fe y este es el paraíso de los políticos.
Más allá de su historia eclesiástica, el Estado Libre Asociado presenta enormes problemas. El primero y más evidente concierne a su perpetua necesidad de definición (o, incluso, de redefinición). Esta condición, que no es más que la expresión inmediata e inevitable de su fragilidad, ha llevado a muchos de sus proponentes a la creación de una lengua singular. El Partido Popular rehúye el tema y, recientemente, parece haber dado la orden a sus candidatos para que ante las preguntas declaren que el ELA constituye una «relación única». Lo que ocurre es que no hay relación sin respuesta de otro, sin reconocimiento de otro. Proponer la hipótesis de la relación única equivale a afirmar que se está solo, muy solo, o que se es diferente de todos los demás.
Por muchas décadas los «habladores» de esta «opción» «política»(les llamo así porque han dedicado su arte a la construcción de una lengua imaginaria que presupone y a la vez censura la no comprensión de sus interlocutores) han propuesto un sorprendente catálogo de vocablos cuya mera existencia finge ser portadora de contenido y desarrollo: república asociada, ELA soberano, culminación del ELA. Supongo que todos hemos visto a algún Hernández declarar en una vista pública que Puerto Rico es soberano pero que esta soberanía no es como la de los países soberanos o recurrir a oscurísimas referencias legales de la jurisprudencia estadounidense para encender un fósforo ante la falta de realidad política de la constitución del ELA.
Irónicamente, casi todos estos procedimientos se validan por instancias del poder soberano de Estados Unidos: en otros términos, existe el ELA por la voluntad de unas instituciones que nunca consideraron a Puerto Rico a la hora de determinar sus legalidades. Los estadolibristas usan con frecuencia y escándalo en su corto arsenal de argumentos lo que no formularon ni decidieron. Siguiendo esta línea hace unos días el candidato a la gobernación García Padilla, interrogado por un periodista sobre la condición colonial del país, usó como negación de ésta una determinación de la Corte Suprema de Estados Unidos de hace 212 años. Para el candidato, la longevidad de las decisiones de esta corte significaban una garantía, era algo así como una hormona de crecimiento.
Francamente, después de ser hijo por medio siglo del Estado Libre Asociado, no sé qué pensar. No todo puede atribuirse a la manipulación o al deseo de ganar de cualquier manera las elecciones. Tampoco pienso que el asunto pueda despacharse aludiendo a la tantas veces fallida y llanísima elaboración de cualquiera de los Hernández, que fuera de sus círculos controlados de monólogo y autobombo no sobrevivirían a un debate. Creo que los problemas del ELA se encuentran antes y después de estos personajes y que de muy poco nos sirven desde hace tiempo los prestigios de la primera generación de estadolibristas. Unos y otros apostaron por ocultar y convencer, y para ello ha sido condición ineludible la práctica de la limitación intelectual. En algún momento del juego dejan de mirar atrás, ésta es su no desdeñable dimensión trágica, y sólo les quedan formas de exclusión y soberbia para lidiar con la disidencia dentro del partido y fuera de él. Los problemas de la sociedad dejan de ser sus problemas. Los países del mundo se convierten en objeto de comparación y prejuicio; no pueden concebir, parodiando una reciente campaña publicitaria del gobierno, que alguien lo haga mejor que Puerto Rico. Se accede a estas claques de políticos por señorío o egocentrismo, en ellos no existe el menor proyecto social, el más mínimo deseo de corrección histórica. Les resulta preferible ignorar siglos de minusvalía política colectiva a cambio de un puesto, de varios puestos, de el puesto y la futura estatua y el coliseo que los inmortalice como caciques. Triste destino el de una sociedad en la que los barrios de la pobreza llevan nombres de poetas y teatros y escuelas llevan nombres de empresarios que sustituyeron el negocio o la profesión por el partido y el gobierno.
Nadie reconoce al Estado Libre Asociado. Por ende, el Estado Libre Asociado no existe más que como un mal uso de la lengua. Ninguno de los más de dos centenares de países en las Naciones Unidas tiene relaciones con el Estado Libre Asociado de Puerto Rico. Cualquier vínculo que sostengamos con el exterior pasa por el Departamento de Estado de EE UU. Aun para Washington ni siquiera existimos mediante estas palabras. No somos el Free Associated State of Puerto Rico. En la jurisprudencia estadounidense este bizantinismo resulta imposible. Verdaderamente el ELA no existe para nadie sino para los que tienen fe o intereses creados. De aquí su perenne voluntad redefinitoria que pretende demostrar así el dinamismo de un cuerpo no nacido o muerto.
El ELA no es más que la osificación del fracaso en la política de los puertorriqueños. Y este fracaso nos incluye a todos pero especialmente a los cabecillas del estadolibrismo. Estas figuras nos han hecho víctimas de la glosolalia: hablamos una lengua que nadie más entiende y, por eso, con cada día el mundo nos ve menos y los mismos puertorriqueños vamos desfigurándonos y difuminándonos en nuestra propia sociedad. Los propulsores del Estado Libre Asociado, sin proponérselo, nos han condenado a la invisibilidad generalizada y progresiva. Perdimos la vista, vamos perdiendo el habla y ya hemos comenzado a perder el cuerpo mismo.
Hace pocos días murió en París la escritora Mara Negrón. La prensa le dedicó una docena de líneas. Casi nadie sabe quién fue, qué mirada construía lo que ella hacía. En un salón de clases o en un texto de Mara había más política, más relación con el poder de un individuo o un grupo, que en todas las redefiniciones del ELA y todos los cuentos de hada madrina de una estadidad que también es una redefinición del ELA. Esos hablantes de lenguas inventadas miran su ombligo, repiten consignas, sueñan con la borrachera de la noche de las elecciones. Tenemos ELA para rato. Perdura indefinidamente lo que no existe. He aquí el éxito de los grandes términos. (Todas) las bocas que responden al apellido Hernández no tienen por qué preocuparse, morirán en paz, puestos en su puesto, muertos pero sin estar muertos como los muertos que ya no viven.