El éthos de la lectura queer
Leer la literatura escrita por sujetos que plantean una diversidad sexual requiere de una amplitud de criterios particular. No es lo mismo leer obras que reproducen el mundo tal cual lo conocemos y corroboran aquellas ideas que damos por ciertas. Toda buena literatura debe retomar ese mundo para devolvérnoslo con la perspectiva de una nueva mirada hasta cuestionarlo. Son muchas las obras que podríamos citar de ejemplos. Y en las librerías o en las versiones para kindle, las propuestas están en las mesas de exhibición o en el portal de Amazon como un apetitoso manjar al que deseamos acceder. Por los medios de comunicación, en el mundo virtual de la red, también tenemos acceso a vasta información y a varias obras que están ahí al alcance de unas teclas, en la yema de los dedos, con un buen equipo de cuarta generación, como los teléfonos celulares o los ordenadores o las laptops o tablets o las ipads, etc.
Les propongo dos ejemplos recientes de literatura light. Las presentaciones de libros de José Ignacio Valenzuela y Ángeles Mastretta en la Feria Internacional de la Lectura Yucatán (FILEY) vinieron a ofrecernos dos novedades: la segunda entrega de la trilogía del Malamor del primero y La emoción de las cosas de la segunda. Valenzuela nos propone un mundo patagónico donde las leyendas y los mitos se entremezclan con la realidad, en una novela de aventuras que nos lleva a reflexionar acerca de la amistad entre mujeres que muchas veces son buenas amigas tanto de sus amigas como de sus enemigas, en un pacto de complicidad muy femenino, según la propuesta de Valenzuela. Mastretta, por su parte, nos regala un libro de reflexiones acerca de su vida y el arte de escribir. Como lo hiciera anteriormente con su libro de ensayos periodísticos Puerto libre o con sus famosos cuentos Mujeres de ojos grandes. Aunque sus lectores le sigamos reclamando una tercera novela, como Arráncame la vida o Mal de amores. Pero Mastretta se resiste y en lo que prepara ese nuevo libro, con una narración completa, nos envía estas pequeñas entregas de prosas poéticas, como señales de humo en las cuales vemos a la escritora en su mesa de trabajo reflexionando sobre “la vida”.
Estos dos ejemplos nos pueden servir para ilustrar el éthos de una lectura queer1. Porque la diversidad sexual que nos plantea el escritor chileno gay José Manuel Valenzuela en su novela Al filo de la piel, no es la misma que la saga juvenil Malamor. Donde el narrador opta por abandonar los temas heavy o pesados del hombre abandonado por otro, en pos de una aventura hasta el fin del mundo, el polo sur, en busca de Patricia, una ex-amiga de Ángela, quien la traiciona robándole el tema de tesis sobre el mito de la maldición del malamor de la bruja Rayén, quien a su vez se ha convertido en una fuerza titánica de la naturaleza. La diversidad sexual de Mastretta es siempre más decorosa, es la escritora que quiere hablar de las mujeres, aunque no quiso ser considerada necesariamente literatura femenina en sus comienzos, y ahora parezca no molestarle tanto que también la lean las mujeres, porque éstas representan el grueso de los lectores, y ellas leen a los escritores varones, según las últimas estadísticas. Esto nos lo manifestó en la presentación de su libro en la Feria de la Lectura Yucatán (FILEY) el pasado 9 de marzo de 2013.
Estos dos ejemplos los uso por la inmediatez de la feria misma en el contexto del Congreso de Mexicanistas como “lectores somos y en la FILEY andamos”, y se viene hablando del arte de la lectura, organizado por la preclara Sarita Poot Herrera. Estos dos ejemplos (Valenzuela y Mastretta), les decía, me sirven para ilustrar una reflexión acerca del éthos de la lectura queer. Es decir, cómo podemos leer un texto en su dimensión de diversidad sexual. Porque aún en grandes narrativas como Cien años de soledad ha llamado siempre la atención el cuidado con el que el narrador describe a mujeres fascinantes (Remedios la bella o Amaranta Úrsula) y a seres superdotados (José Arcadio, hijo), o a aquel personaje silueta, el cantinero con una flor en la oreja, que sorprendía a los borrachos poniéndoles la mano en el miembro. García Márquez narra todo esto con la naturalidad de un narrador con cara de palo que crea un mundo de lo real maravilloso.
Leer, entonces, la diversidad sexual en una literatura canónica no es lo mismo que leerla en obras que trasuntan y proponen deliberadamente lo queer como centro. Pensemos en el famoso Vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata o en Boquitas pintadas de Manuel Puig, como ejemplos también canónicos de una literatura queer que propone un éthos particular de lectura o Dos mujeres de Sara Levi Calderón. El primero nos lleva al lugar preciso del talonero o prostituto masculino de Sanborns en Sanborns de la ciudad de México y de estación de metro en estación de metro buscando un buen ligue que valga la pena. O en el segundo, nos topamos con el mundo de Mabel y sus cartas buscando siempre al hombre perfecto que el melodrama le descubre a toda mujer fantasiosa como ella y que en el personaje de Molina, de El beso de la mujer araña, pudo aterrizar Puig mucho mejor, porque por medio de las películas que le cuenta al revolucionario en la celda de la cárcel, Molina escapa a un mundo de mujeres transgresoras con las que se identifica. La narrativa de Levi Calderón, por su parte, problematiza el lugar de dos mujeres que se aman a pesar de las presiones de una familia tradicionalmente judía y mexicana, que las aboca a abandonar el país por las islas griegas como espacio de escape.
El éthos de la lectura queer aquí es sostén y apoyo del edificio narrativo de la novela, que es también obra de teatro y película, así como musical, en El beso de la mujer araña. Y en cada instancia, lo femenino le sirve al personaje para trascender más allá de la realidad de una cárcel argentina, en el momento político particular de la guerra sucia. Aunque en el musical la actriz Chita Rivera encarne por fin a esa mujer araña que es sólo una metáfora, tanto en la obra de teatro como en la novela. Es una manera de empoderar a Molina y darle la capacidad de ser todas las heroínas al final de su historia, cuando “da la vida” por el revolucionario.
Algo parecido hace Pedro Lemebel en Tengo miedo torero con la loca de enfrente, un personaje que fue prefigurado en el Molina de Puig. En Lemebel, con sus ensayos y su activismo en el colectivo Las yeguas del Apocalipsis, aquel acto de dos con performances en todo Santiago, buscando desestabilizar la moral pequeño burguesa de la izquierda chilena en los años de la dictadura pinochetista; el éthos de una lectura queer reclamaba la marginalidad del travesti pobre que se vale del maquillaje, la peluca y el vestuario para enfrentar al régimen, porque sólo así podía hacerlo. Dicho de otro modo: se trata del espacio de poder que le da a un hombre el vestirse de mujer, o encarnarla en sus afeites, lo que hace a una propuesta de diversidad sexual y cuestiona las tiranías del género macho/hembra, quedándose así en el medio mismo de esta ecuación pedestre. Porque todos tendríamos la capacidad de transformar nuestros cuerpos y nuestras vestimentas de acuerdo a la noción de género que nos acomode mejor, independientemente de la asignación de sexo que nos hicieran al nacer.
Las identidades sexuales, al final, son mucho más complejas y arbitrarias de lo que la ley y el orden presuponen. La amplitud que las literaturas de Lemebel, Levi Calderón, Puig, Zapata, Valenzuela o Mastretta nos proponen, no puede pasar desapercibida en el acto de la lectura y su éthos. Hay que aprender a leer entrelíneas, de otra manera, para insertar ahí la diversidad sexual como uno de los tantos ejes de interpretación de toda obra literaria. Sería injusto obviar una dimensión tan profunda del fenómeno literario y que está en el origen mismo de la palabra y el logos. El pensamiento humano funciona siempre en el criterio heredado del género, pero debemos ampliarlo, añadir a nuestras maneras de aproximarnos a las letras, multiplicar la estrategia del género más allá del patriarcado heredado, que a veces tiraniza lecturas que no permiten incluir la diversidad sexual y han sido expulsadas del tejido social vigilando y castigando hasta arrancar la confesión. Las sexualidades periféricas fueron perseguidas en el siglo XIX por medio de la normatividad a la que se les sometió. Y a las postrimerías del siglo XX, hasta desembocar en el XXI, hemos visto cómo el péndulo de las libertades sexuales ha creado también el apartado “literatura queer” como una clasificación más de un mercado de lectores que está dispuesto a comprarla y editoriales capaces de premiarla. Pensemos en el último Premio Alfaguara 2012 a la novela Una misma noche concedido al escritor gay argentino Leopoldo Brizuela, aunque esta novela no toque el tema directamente.
El éthos de la lectura queer busca leer el subalterno que se autoconcede la voz y habla de ser leído, no sólo en la literatura abiertamente diversa, sexualmente hablando en sus temáticas, sino también en reconsiderar el canon literario a la luz de estas identidades periféricas que muchas veces aparecen agazapadas en los periodos y movimientos literarios sin una interpretación clara y precisa. No se trata de marronear o forzar los textos buscando estos intersticios sino de desarrollar un mecanismo de lectura que permita ver el éthos de la lectura queer como un arma más de abordaje a la interpretación de la obra literaria.
Si releemos los poemas que Sor Juana le escribe a la condesa de Paredes, si miramos con detenimiento esa relación de dos mujeres letradas del Barroco de Indias, podemos identificar las palabras clave que para un lector contemporáneo devele el texto sorjuaniano a la luz de una propuesta de identidad sexual que no necesariamente fuera la intención de Sor Juana develar, pese a las famosas escenas de la película de María Luisa Bemberg basada en la vida de la monja mexicana: Yo, la peor de todas, donde la condesa y Sor Juana comparten momentos de intimidad en la celda del convento jerónimo. El soneto “Si los riesgos del mar considerara” podría ser leído desde el atrevimiento de cruzar el océano y osar, como la hablante también se arroja en el texto, a enfrentar al toro y agarrarlo por los cuernos hasta domarlo. Porque si no nos atrevemos, no avanzamos, esa es la moraleja del soneto que coquetea de cerca con la figura rebelde del Faetón, quien se inmola en un carro de fuego en los versos de El sueño. ¿Hasta qué punto los lectores queer contemporáneos quieren ver en su Filis, o musa, en las palabras mismas de Sor Juana: “Ser mujer, ni estar ausente,/ no es de amarte impedimento;/ porque sabes tú que las almas/ distancia ignoran y sexo”, una declaración de amor de la poeta a su Mecenas, no necesariamente a lo divino? Esta capacidad de un éthos en la lectura queer nos permite releer el corpus literario para trazar hilos conductores que nos lleven más allá de lo que habíamos pensado.
También podríamos releer los versos de Amor de ciudad grande de José Martí en su dimensión homoerótica, cuando el apóstol de América se enfrenta en Nueva York a nuevas formas de amar: “Se ama de pie, en las calles, entre el polvo/ de los salones y las plazas; muere/ la flor que nace”. Así dice indiscriminadamente en otro momento del poema: “O si se tiene sed, se alarga el brazo/ y a la copa que pasa se la apura”, es decir, cuando se tiene ganas se extiende la mano y se bebe la copa al alcance. Esta apertura martiana del deseo nos permite hacer una lectura queer de un texto que nos habilita en su centro mismo las constantes necesarias para ser leído de otra manera.
Con estos sencillos ejemplos de dos maestros del canon hispanoamericano barroco y modernista me remito a una mera posibilidad de ampliar y multiplicar las miradas gozosas que demos a nuestra literatura, para justipreciar así relecturas que arrojen nuevas interpretaciones, más allá de las heredadas, y así poder reconstituir ese otro contracanon del éthos de una lectura queer o la capacidad ética de leer, como dijera Rosario Castellanos: “otro modo de ser”.
- Conjunto de rasgos y modos de comportamiento que conforman el carácter o la identidad de una persona o una comunidad (DRAE). Debemos decir que la palabra griega éthos significa predisposición para hacer el bien; lo que nosotros llamamos ética. [↩]